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– Puedo decirle que no está aquí en este momento -apuntó Vendela.

Carter consideró la opción por un instante y determinó que, si las sospechas de Vendela apuntaban en la dirección correcta (y solían hacerlo), aquello no haría más que reforzar la apariencia de que el St. Patricks tenía algo que ocultar. La decisión se fraguó al instante.

– No. Le recibiré, Vendela. Hágale pasar y asegúrese de que nadie del personal habla con él. Discreción absoluta sobre este asunto. ¿De acuerdo?

– Comprendido.

Carter escuchó alejarse por el pasillo los pasos de Vendela mientras limpiaba de nuevo sus lentes y comprobaba que la lluvia volvía a golpear en los cristales de su venta-na con impertinencia.

El hombre vestía una larga capa negra y su cabeza estaba envuelta en un turbante sobre el que se apreciaba un medallón oscuro que emulaba la silueta de una serpiente. Sus estudiados ademanes sugerían los de un próspero comerciante del Norte de Calcuta y sus rasgos parecían vagamente hindúes, aunque su piel reflejaba una palidez enfermiza, la piel de alguien a quien nunca alcanzaran los rayos del sol. El mestizaje de razas nacido de Calcuta había fundido en sus calles a bengalíes, armenios, judíos, anglosajones, chinos, musulmanes e innumerables grupos llegados hasta el campo de Kali en busca de fortuna o refugio. Aquel rostro hubiera podido pertenecer a cualquiera de esas etnias y a ninguna.

Carter sintió los ojos penetrantes en su espalda, inspeccionándole cuidadosamente, mientras servía las dos tazas de té en la bandeja con que Vendela les había provisto.

– Siéntese, por favor -indicó Carter amablemente al desconocido-. ¿Azúcar?

– Lo tomaré como usted.

La voz del desconocido no mostraba acento ni expresión alguna. Carter tragó saliva, fijó una sonrisa cordial en sus labios y se volvió tendiendo la taza de té al sujeto. Dedos enfundados en un guante negro, largos y afilados como garras, se cerraron sobre la porcelana ardiente sin vacilación. Carter tomó asiento en su butaca y removió el azúcar en su propia taza.

– Siento importunarle en estos momentos, Mr. Carter. Imagino que tendrá usted mucho que hacer, por lo que seré breve -afirmó el hombre.

Carter asintió cortésmente. -¿Cuál es entonces el motivo de su visita, señor…? -em-pezó Carter.

– Mi nombre es Jawahal, Mr. Carter -explicó el desconocido-. Le seré muy franco. Tal vez mi pregunta le parezca extraña, pero, ¿han encontrado un niño, un bebé de apenas unos días, durante la noche pasada o durante el día de hoy?

Carter frunció el ceño y lució su mejor semblante de sorpresa. Ni demasiado obvio ni demasiado sutil.

– ¿Un niño? Creo que no comprendo. El hombre que afirmaba llamarse Jawahal sonrió ampliamente.

– Verá. No sé por dónde empezar. Lo cierto es que se trata de una historia un tanto embarazosa. Confío en su discreción, Mr. Carter.

– Cuente con ella, señor Jawahal -repuso Carter tomando un sorbo de su taza de té.

El hombre, que no había probado la suya, se relajó y se dispuso a aclarar sus deman-das.

– Poseo un importante negocio textil en el Norte de la ciudad -explicó-. Soy lo que podríamos llamar un hombre de posición acomodada. Algunos me llaman rico y no les falta razón. Tengo muchas familias a mi cargo y me honra tratar de ayudarlas en cuan-to está a mi alcance.

– Todos hacemos cuanto podemos, tal como están las cosas -añadió Carter, sin apartar su mirada de aquellos dos ojos negros e insondables.

– Claro -continuó el desconocido-. El motivo que me ha traído a su honorable institución es un penoso asunto al que quisiera poner solución cuanto antes. Hace una semana una muchacha que trabaja en uno de mis talleres dio a luz a un niño. El padre de la criatura es, al parecer, un bribón anglo-indio que la frecuentaba y cuyo paradero, una vez tuvo noticia del embarazo de la muchacha, es desconocido. Al parecer, la familia de la joven es de Delhi, musulmanes y gentes estrictas, que no estaban al corriente del asunto.

Carter asintió gravemente, mostrando su conmiseración por la historia referida.

– Hace dos días supe por uno de mis capataces que la muchacha, en un rapto de locura, huyó de la casa donde vivía con unos familiares con la idea de, al parecer, vender al niño -prosiguió Jawahal-. No la juzgue mal, es una muchacha ejemplar, pero la presión que pesaba sobre ella la desbordó. No debe extrañarle. Este país, al igual que el suyo, Mr. Carter, es poco tolerante con las debilidades humanas.

– ¿Y cree usted que el niño pueda estar aquí, señor Jawahal? -preguntó Carter, buscando reconducir el hilo de vuelta a la madeja.

– Jawahal -corrigió el visitante-. Verá. Lo cierto es que, una vez tuve conocimiento de los hechos, me sentí en cierto modo responsable. Después de todo, la muchacha trabajaba bajo mi techo. Yo y un par de capataces de confianza recorrimos la ciudad y averiguamos que la joven había vendido al niño a un despreciable criminal que comercia con criaturas para mendigar. Una realidad tan lamentable como habitual hoy día. Dimos con él pero, por circunstancias que ahora no hacen al caso, escapó en el último momento. Esto sucedió anoche, en las inmediaciones de este orfelinato. Tengo motivos para pensar que, por miedo a lo que pudiera sucederle, este individuo quizá abandonó al niño en la vecindad.

– Comprendo -dictaminó Carter-. ¿Y ha puesto este asunto en conocimiento de las autoridades locales, señor Jawahal? El tráfico de niños está duramente castigado, como sabrá.

El desconocido cruzó las manos y suspiró levemente.

– Confiaba en poder solucionar el tema sin necesidad de recurrir a ese extremo -di-jo-. Francamente, si lo hiciese, implicaría a la joven y el niño quedaría sin padre, ni madre.

Carter calibró cuidadosamente la historia del desconocido y asintió lenta y repetidamente en señal de comprensión. No creía ni una sola coma de toda la narración.

– Siento no poder serle de ayuda, señor Jawahal. Por desgracia, no hemos encon-trado a ningún niño ni hemos tenido noticia de que ello haya ocurrido en la zona -expli-có Carter-. De todos modos, si me proporciona sus datos, me pondría en contacto con usted en caso de que se produjese cualquier noticia, aunque me temo que me vería obli-gado a informar a las autoridades en el caso de que un niño fuese abandonado en este hospital. Es la ley y yo no puedo ignorarla.

El hombre contempló a Carter en silencio durante unos segundos, sin parpadear. Carter le sostuvo la mirada sin alterar su sonrisa un ápice, aunque sentía cómo se le encogía el estómago y su pulso se aceleraba igual que lo hubiese hecho de hallarse frente a una serpiente dispuesta a saltar sobre él. Finalmente, el desconocido sonrió cordialmente y señaló la silueta del Raj Bhawan, el edificio del gobierno británico, de aspecto palaciego, que se alzaba en la distancia bajo la lluvia.

– Ustedes, los británicos, son admirablemente observadores de la ley y eso les honra. ¿No fue Lord Wellesley quien decidió cambiar la sede del gobierno en 1799 a ese magní-fico enclave para darle nueva envergadura a su ley? ¿O fue en 1800? -inquirió Jawahal.

– Me temo que no soy un buen conocedor de la historia local -apuntó Carter, desconcertado por el extravagante giro que Jawahal había conferido a la conversación.

El visitante frunció el ceño en señal de amable y pacífica desaprobación de su declarada ignorancia.

– Calcuta, con apenas doscientos cincuenta años de vida, es una ciudad tan desprovista de historia que lo menos que podemos hacer por ella es conocerla, Mr. Carter. Volviendo al tema, yo diría que fue en 1799. ¿Sabe la razón del traslado? El gobernador Wellesley dijo que la India debía ser gobernada desde un palacio y no desde un edificio de contables; con las ideas de un príncipe y no las de un comerciante de especias. Toda una visión, diría yo.

– Sin duda -corroboró Carter, incorporándose con la intención de despedir al extra-ño visitante.

– Más, si cabe, en un imperio donde la decadencia es un arte y Calcuta su mayor museo -añadió Jawahal.

Carter asintió vagamente sin saber muy bien a qué.

– Siento haberle hecho perder su tiempo, Mr. Carter -concluyó Jawahal.

– Al contrario -repuso Carter-. Tan sólo lamento no poder serle de mayor ayuda. En casos así todos tenemos que hacer cuanto esté en nuestra mano.

– Así es -corroboró Jawahal, incorporándose a su vez-. Le agradezco su amabili-dad de nuevo. Tan sólo quisiera formularle una pregunta más.

– La contestaré con sumo gusto -replicó Carter, rogando internamente la llegada del momento en que poder librarse de la presencia de aquel individuo.

Jawahal sonrió maliciosamente, como si hubiese leído sus pensamientos.

– ¿Hasta qué edad permanecen los muchachos que recogen con ustedes, Mr. Carter?

Carter no pudo ocultar su gesto de extrañeza ante la cuestión.

– Confío en no haber cometido ninguna indiscreción -se apresuró a matizar Jawa-hal-. Si así fuere, ignore mi cuestión. Es simple curiosidad.

– En absoluto. No es ningún secreto. Los internos del St. Patricks permanecen bajo nuestro techo hasta el día que cumplen los dieciséis años. Pasado ese plazo, concluye el período de tutela legal. Ya son adultos, o así lo cree la ley, y están en disposición de emprender su propia vida. Como verá, ésta es una institución privilegiada.

Jawahal le escuchó atentamente y pareció meditar sobre el tema.

– Imagino que debe de ser doloroso para usted verlos partir tras tenerlos todos esos años a su cuidado -observó Jawahal-. De algún modo, usted es el padre de todos esos chicos.