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– ¿Y allí?

– Todo transcurrió bien, señor -suspiró Miguel-. Con dignidad. La familia quiso retenernos más tiempo. Me negué.

Pedro se hizo el magnánimo sin mucho esfuerzo:

– ¿Por qué? no debería haberse apresurado así.

– No podía dejar al señor en la incertidumbre -dijo Miguel.

– Tenía a la señora Cousinet y al padre Cipriano.

Miguel bajó su cabeza, dura como un leño:

– No, no, está bien así, señor. María está en su tierra. Y yo estoy aquí para terminar nuestro contrato. Haré mi preaviso mientras usted busca… Y después, le diremos adiós y gracias, señor.

Otra vez Pedro experimentó un sentimiento de molestia y contratiempo.

Miguel lo molestaba tanto por su presencia como por su ausencia. El aroma del café llenaba la cocina. Amalia sacó de una valija un pan que habían debido comprar en el camino, queso, manteca, un grueso trozo de paté. Luego sacudió a Federico, pidiéndole en voz baja que sacara las valijas de la mesa y dispusiera las tazas y los cubiertos. El muchacho obedeció arrastrando los pies. De golpe la habitación con suelo de baldosas y el techo cruzado por gruesas vigas se animó, se caldeó. El paté tenía un olor fuerte. Pedro se fue muy desanimado.

– ¡Buenas noches! -dijo girando los talones.

Volvió a subir al auto. Al fin del camino la casa del amo, vestida de hiedra, lo esperaba, solitaria, con todas las ventanas apagadas, con su pesado techo de antiguas tejas como una visera sobre los ojos.

4

A la mañana, al entrar en el comedor, Pedro vio a Amalia que disponía la mesa para el desayuno.

– ¿Qué haces aquí? -dijo, sentándose.

– La señora de Cousinet no ha podido venir -dijo Amalia-. Se fue a ver a su hija que está enferma.

– ¿Y no vas a clase?

– Son las vacaciones de Pascua desde el último sábado, señor.

– ¡Ah, cierto…!

No quiso insistir, verificó que el té estaba bien preparado y las tostadas tan bien hechas como en el tiempo de María, y felicitó a la chica. Mientras tomaba el desayuno, ella terminó de alinear la vajilla de la noche anterior sobre el bargueño. Sus gestos eran dispuestos, su mirada asombrosamente seria para su edad. ¿No sonreiría nunca? Era cierto que acababa de perder a su madre.

– ¿Puedo subir a su habitación, señor? -le preguntó.

– ¿Para qué?

– Para la limpieza.

– ¿Sabrás hacerlo?

– Por supuesto que sí, señor. Muchas veces ayudaba a mi madre.

Hablaba francés sin el menor acento. Mejor que el portugués, sin duda. Por otra parte, cuando Miguel o María se dirigían en portugués a sus hijos ellos les contestaban siempre en francés. Pedro quiso destacar su interés por esta niña trabajadora y le preguntó:

– ¿Estás contenta en el colegio?

– Sí, señor.

– ¿Cuáles son las materias que te interesan?

– El francés, las matemáticas.

– ¿Qué quieres hacer más adelante?

– Quiero ser médica o… o dentista…

Él sonrió:

– ¿Por qué?

– No sé, señor. Creo que debe ser interesante.

– Mucho -dijo él-. Trata de no cambiar de opinión en el camino.

Ella se eclipsó con una pequeña mueca crispada.

Antes de salir hacia París, Pedro fue al jardín. Miguel movía la tierra alrededor de los rosales. Federico limpiaba el césped, invadido de hojas secas que se pudrían. La mirada perdida a lo lejos, manejaba el rastrillo con un descuido tal que su padre lo llamó al orden, con voz ruda, en portugués. El chico hundió el cuello entre los hombros y aceleró sus movimientos. Desde su regreso, la fiebre del trabajo se había apoderado de Miguel. No conforme con preparar sus plantaciones para la buena estación, había decidido ordenar el desorden de la granja. Era evidente que trataba de aturdirse en el esfuerzo. Pedro respondió a su saludo y siguió avanzando hacia el fondo del jardín, hasta la piscina, que, durante el invierno, estaba cubierta por una protección de tela espesa. La cobertura no se había movido. Por debajo se adivinaba una cavidad verdosa y profunda. ¿No sería tiempo de restablecer la filtración y el templado del agua? Fue Susana quien tuvo la idea de esta instalación. Como detestaba las piscinas convencionales, había querido dar a ésta el aspecto de un estanque rústico, rectangular, con los bordes de viejas piedras toscamente ensambladas. De esta manera, el espejo de agua se integraba perfectamente al paisaje de arbustos y abedules temblorosos. Pero Susana no había llegado a nadar en ese decorado soñado por ella. La enfermedad la había derrumbado algunos meses antes de que se terminara el trabajo. Pedro, en cambio, se bañaba regularmente todas las mañanas, desde los primeros días de primavera. Al volverse hacia Miguel, éste le preguntó:

– ¿No le parece que habría que poner en condiciones la piscina, señor?

– Todavía hace un poco de frío -dijo Pedro.

– El tiempo va a ir mejorando. Si usted quiere bañarse el mes próximo, es necesario arreglar todo ahora. De ese modo, cuando llegue el momento sólo será necesario encender la caldera.

– Tiene razón -dijo Pedro-. Ocúpese de todo cuando tenga tiempo.

De pronto le pareció extraño estar hablando con Miguel sobre un futuro en el que este hombre no formaría parte de la casa. Todo lo que le decía estaba como rodeado por la ambigüedad a causa de aquella próxima partida. No habían vuelto a hablar del tema desde el regreso de la familia. Como Pedro se dirigía hacia el garaje, chocó con la señora Cousinet, que llegaba renqueando, su bolsa colgada del brazo.

– Creía que usted no iba a venir -dijo.

– ¡Pero sí! -le respondió ella-. Simplemente le dije a la chica que estaría un poco más tarde.

– Ella aprovechó para reemplazarla.

– ¡No me asombra en ella! -afirmó la señora Cousinet, riéndose.

Y añadió en voz baja, con un aspecto de profunda confidencia:

– Sabe, ella y su hermano se sienten mal por tener que volver a Portugal. Esperan que sea lo más tarde posible. Le propuse a Miguel que los chicos se quedaran hasta las vacaciones de verano. Que por lo menos terminen su año escolar. Después podrían reunirse con su padre.

– ¿Y él aceptó?

– Sí y no -dijo ella-. Con Miguel nunca se sabe…

Luego, ahogando la voz, casi en un susurro, con los ojos entrecerrados:

– ¿Encontró una pareja para reemplazarlo?

– Todavía no -dijo Pedro-. Estoy buscando…

En realidad no había iniciado ninguna gestión. Cada aviso le parecía que encerraba una trampa.

– ¿Busca bien? -sopló la señora Cousinet-. A mí me hablaron de una pareja de cuidadores, los Muraton, que trabajan en lo de los condes de Pénouelle, cerca de Vaudoué. Tienen que dejar el puesto porque los propietarios vendieron. Podría ser que le convinieran.

– Sí, sí, voy a ocuparme -se evadió Pedro.

– Si usted quiere puedo hacer el contacto. Conozco a la cuñada, que vive por aquí.

– Muy bien -dijo Pedro.

Miró su reloj para significar que no podía perder más tiempo en charlataneos.

– ¿Cuándo les digo que vengan? -insistió la señora Cousinet-. ¿El sábado a la mañana estará aquí?

– Sí, no… No lo sé todavía -dijo él. Y la dejó, excedido por una solicitud con la que no sabía qué hacer.

* *

A primera vista, los certificados eran excelentes. Pedro los volvió a leer para darse tiempo a pensar. Ante él, en el escritorio, estaba el matrimonio Muraton: el hombre, rubio y delgado, con una mirada directa; la mujer, todo busto y caderas, el rostro cubierto de cuperosa y la sonrisa melosa. Los dos, franceses. Unos cuarenta años. Aspecto sano y profesional. Habían llevado con ellos a sus dos hijas mayores, de dieciocho y dieciséis años, maquilladas, llenas de sortijas, con collares de fantasía que bajaban desde el cuello y aros de brillantes en el lóbulo de las orejas.