– ¡Llueve fuego, don Piedra; en esta su tierra llueve fuego! -entró diciendo.
– Y para eso no hay paraguas, don Lino, salvo que se merque una sombrilla donde el chinito…
– Era lo único que me faltaba. Enemigo del gobierno, y con esa sombría, el peligro amarillo.
– Aquí le presento, don Lino, al teniente de la guarnición…
– Pedro Domingo Salomé -dijo el oficial, al estrechar la mano de Lucero.
– Lino Lucero, si usted no dispone de otra cosa, y a su servicio. Vivo en «Semírames», que hasta hace un momento era mi casa, porque ahora ya es la casa de usted.
– ¿Cerveza, don Lino?
– Cerveza revuelta con gaseosa de limón. Es lo único que me quita la sed. Y mi teniente de franco, después de tantos días de fatiga.
– De trote tupido…
– Pero así sería el regalo que le hicieron, a usted y a los de la escolta.
– Ni las gracias nos dieron…
– Tomemos… A su salud, teniente… A su salud, Piedrasanta…
– ¿Y ya tiene la noticia del día? -inquirió el tendero-. Hay barruntos de guerra…
– Así leí en los periódicos que llegaron anoche. Traen grandes encabezados en las primeras páginas, y cada letrero de ésos cuesta muchos pesos oro… AI menos era lo que decía Lester Mead y ese hombre sabía dónde le apretaba el zapato… Pero el teniente Salomé debe saber más que nosotros.
– Sé lo que ustedes están contando.
Tras apurar el vaso de cerveza, poco para la sed que traía, Lucero pidió a Piedrasanta los datos de las tierras de sus ex socios que estaba tratando por interpósita mano. Era lo que venía buscando. Anotó en un papel. Despidióse del teniente y al fuego del día. Piedrasanta salió a darle la mano a la calle.
– Si hay bulla, don Lino, esto se va a poner más que chivado. Por de pronto ya está silencio el comercio…,
– Pues entonces sí va a resultar cierto aquello de «Piedrasanta, moscas espanta»…
– ¡Dios se lo pague, ve qué consuelo!
Salomé, de pie frente a una tilichera, señaló al ayudante del tendero un paquete de cigarros y una caja de fósforos, e iba a pagar, cuando Piedrasanta le tomó la mano, aspavientoso:
– ¡Se hace delito, amigo, aquí se hace delito el que
Salomé se negó violentamente a recibir el obsequio de cigarrillos y fósforos.
– Ningún favor me hace, porque no voy a fumar si no me recibe el importe. ¿O cree que porque soy militar entré a que me diera bebida y cigarros? Si es así, está muy equivocado…
– No se disguste, es una broma…
– Ni en broma lo acepto…
– Juguémoslo a los dados, si quiere…
– Acepto, pero si lo jugamos todo…
– Alcánzate un cuchumbo y los dados -ordenó Piedrasanta al ayudante-, y servite otro par de cerveza, que ya me puso bravo este futuro general.
Un grupo de vecinos, hombres en su mayoría, desembocó en la esquina de la calle por donde se salía a las plantaciones, avanzando hacia el centro de la casa. Lo encabezaba el juez en medio de unos muchachones que portaban una bandera azul y blanca. Pronto dieron cara a las oficinas de la Municipalidad y salió el alcalde, a quien el juez, en vibrante discurso, hizo el pedido de convocar al pueblo a cabildo abierto a fin de patentizar, a los supremos poderes, la solidaridad ciudadana en la emergencia.
– … la Patria está en peligro… El enemigo acecha… Todos como un solo hombre a defender el territorio de nuestros mayores…
Se oyeron las últimas palabras del juez, seguidas de aplausos, de gritos, de vivas.
– Un trago -entró pidiendo el bermejo Corunco; no había vuelto completamente en sí desde que no pudo detener la noche-, un trago de lo mismo para variar -repitió al acercarse al teniente y el tendero que dirimían lo de las cervezas, cigarros y fósforos, con los dados.
– ¿Ron o blanca? -preguntó el ayudante del mostrador.
– Me da igual…
Y frente al mostrador, con la copa en la mano, dejó caer una larguísima escupida que no se cortaba y ya casi llegaba al suelo.
– ¿Quieren que les diga una cosa? -acercóse más a los jugadores, después de beberse el trago y golpearse el pecho con la mano uñada y temblorosa para que le pasara-. El juez de paz, ese mi primo, no es más que un suplecacas de los gringos. Y mal olor tiene la guerra si ésa anda metido allí. Tiene olor a gringo.
En la Alcaldía, mientras tanto, se redactaba el bando convocando al pueblo a suscribir el vibrante documento en que se pediría al gobierno defender con las armas el sacrosanto suelo de la Patria, y se invitaba a todos los municipios de la República a proceder en la misma forma y en el menor tiempo posible.
La Toyana entró en busca del bermejo, rumiando un chicle, alta de pechuga, linda de cara, modosa y chapetona.
– Ve, Corunco -se le prendió del brazo-; si te vas a la guerra yo quiero prepararte ropa y bastimento. ¿Qué necesitas?…
El bermejo le sacó el brazo y le dijo medio indignado:
– ¿Y vos estás creyendo que porque me gusta el trinquis, voy a caer de leva? ¿Sabes cómo es esa guerra? Yo conozco el terreno y por eso hablo. De este lado de la raya, una nalga, y del otro lado, otra nalga, y las dos nalgas son de la compañía, porque a nosotros sólo nos han dejado el culo, para que salgamos como lombrices a pelearles su guerra. No es territorio nuestro; que peleen ellos…
– ¡Vos sí que sos de lo más último! ¡A dónde lleva el licor! ¡Yo, sin tener pantalones, siento que las manos me comen por empuñar un arma! ¡Cobarde! ¡A tipos como vos los debían fusilar!
– Lo que pasa es que está «engasado» -le susurró por lo bajo, a la Toyana, Piedrasanta, multiplicado en atender a los que entraban a beber cerveza, tragos, aguas, mientras su mujer con el ayudante despachaban a las mujeres que venían a la pulpería en busca de víveres, no se fueran a escasear con la bulla.
– ¿Ya tienen la noticia? -entró preguntando el gangoso-. La Compañía ofreció sus líneas para que los trenes circulen libremente, y en el Comisariato están regalando ropa. Ya empezó la guerra…
– ¡No puede ser! -exclamó el oficial, y agregó-: Por fortuna que con estos cinco ases me limpio de todo lo que debo y a la Comandancia -hubo suspenso, movió los dados una y otra vez en el cubilete sudoroso y soltó los dados-. Señores, están servidos… Cinco ases…
– Suerte te dé Dios, hijo… Bueno, teniente, ya sabe que Hipólito Piedrasanta lo espera para la revancha, antes que lo movilicen.
Pedro Domingo Salomé se presentó al cuartel, antes de terminar su franco, pero allí por lo visto no pasaba nada.
– ¿Qué anda haciendo, teniente? -le preguntó Bostezo desde su despacho.
– ¿Da su permiso, mi comandante?
– Pase…
Le informó lo que pasaba en la plaza, el cabildo abierto promovido por el alcalde y el juez…
– Es como si lo hiciera la Compañía… -se le oyó decir entre un bostezo y otro.
También le informó lo de los trenes, puestos a disposición del gobierno por la Compañía, en caso de movilización general y de la distribución de ropas en el Comisariato.
– De paso que el bestia ese del telegrafista intentó suicidarse y sólo se maljodió. Tendré que pedir a uno de los operadores…, pero no, no puede ser de la Compañía ni del Ferrocarril…
– No hay necesidad, jefe; yo estuve en el telégrafo y creo saber tanto como Polo Camey.
Bostezó antes de preguntarle con desconfianza:
– ¿Usted?
– Sí, yo…
– El suplente fue al hospital a ver cómo seguía. Dicen que dejó una carta para las autoridades. Vaya, Salomé, ahora que me cuenta que el juecedto anda por la Municipalidad preparando el cabildo abierto, y en su despacho debe tener esa carta. Si está cerrado éntrese por la ventana. La recoge y me la trae.
Giró el teniente sobre sus talones y fue casi corriendo para llegar antes que el juez volviera a su despacho. Allí bajo el cartapacio, estaba oculta la carta de Polo Camey. No era tinta roja, era sangre lo que la manchaba. Sangre que desde sus venas cortadas salpicó el sobre como lacre humano.
El comandante la arrebató de sus manos y antes de entrar en su despacho para abrir el sobre y enterarse de su contenido, bostezó y le dijo que tomara arresto por andar vestido de paisano.
– ¡ Aaaguacates!
– ¡Las tortillas con queso!
– ¡Los chiles rellenos!
– ¡Limones!
– ¡Los tamalitos de helote!
– ¡Los de loroco!
– ¡Mangos!
A los costados del convoy detenido en la atmósfera de horno de Río Bravo, las indias, limpias como los regatos en que acababan de bañarse, ofrecen sus comestibles a los viajeros.
– Arroz, ¿vas a querer? Arroz con gallina…
– Huevos duros…
– ¿No va a comprar la enchilada? ¡Las enchiladas!…
– ¡Arroz con leche!
– ¡Café! ¡Café con leche! ¡Café caliente!
Y las manos de los viajeros, descolgadas desde las ventanas del tren, recogían de las vendedoras lo que apetecían de aquel mercado que en dos rías pasaba bajo sus ojos de lado y lado de la línea férrea.
– ¡Las cervezas!
– ¡El pan de maíz!
– ¡Los cocos!
En el esplendor metálico de los ramajes, árboles de grandes hojas en forma de corazones verdes, las guacamayas vestidas con los colores del arcoiris tropical, parlotean como si repitieran las voces de las vendedoras de frutas y comestibles y ya no se sabía si eran las guacamayas o las indias de huipiles de sedas de vivísimo matiz, las que seguían las ofertas:
– ¡Horchata… a cinco el vaso!…
– ¡Los rellenitos de plátano!
Y en trenza se mezclaban las voces: ¡melón!, ¡papaya!, ¡chicos!, ¡guayabas!, ¡guanábana!, ¡anonas!, ¡caimitos!, ¡jocote marañón!, ¡zapotes!, ¡guineos!, ¡guineo morado!, ¡guineítos de oro!…
Y otros refrescos:
– ¡Tiste!
– ¡El chian!…
Unos bajaban, otros subían a los vagones que pronto iban a reanudar la marcha, dando colazos en las vueltas de aquella peregrina trocha angosta que trepaba igual que una escalera de caracol de la costa hasta las cumbres.
– ¡El loro!
– ¡Periquitas!
– ¡Los cangrejos!
En bejucos verdes ofrecían rosarios de cangrejos con los ojos inmóviles y las tenazas en movimiento.
Tosidas de basca. Otras más secas. Más toses. Risotadas. Dicharachos. Chencas de puros. Cigarrillos finos. Escupitajos. El tren a la espera de la campanada que anunciaría el momento de seguir.
Si se tarda más no llega.
– ¡Muy buenas, mi teniente! -saludó un pasajero a Salomé.