La habitación interior catorce… Ni la luz se encendió. Apestaba al sueño interrumpido de los cientos, de los miles de viajeros a quienes despertaban a golpes en las puertas para que no perdieran el tren. Ese sueño sin gastar, mancado, que no es ninguno y que sólo fue un profundo, un inmenso deseo de no despertar, de cerrar los ojos y que no viniera el madrugón.
Esperó que el sirviente, moviéndose en la oscuridad un poco al tacto, pusiera la valija y el maletín al lado de la cama, salió tras él -no hacía ruido con los pies descalzos- y en la puerta se detuvo para echar la llave por cumplir con el reglamento y con el rito de sentirse propietario.
– Oiga, jefe… -le llamó en la oficina de recepción el viejo que al entrar él, hace un momento, buscaba sus anteojos; los había encontrado metidos en la «Guía Telefónica», y se consideraba el hombre más feliz del mundo-. Tiene que llenar este papel con su nombre y apellido, edad, nacionalidad, profesión, lugar de nacimiento, procedencia, destino y citar los documentos de identidad que posee.
– Y eso…, ¿tanta exigencia?
– Siempre ha sido así, pero ahora con lo que va a haber guerra por esa cuestión de límites se ha puesto peor… ¡Puesto, oí, puesto -se dirigió al sirviente, mientras el teniente llenaba la ficha-; puesto, no ponido, como decís vos! El puesto que tiene don fulano… ¿Caso decís el ponido que tiene don fulano?… Y como decís reponido… Gracias a Dios que hay guerra y que allí van a morir todos los que como vos no son Académicos de la Lengua… Reponido… ¡Repuesto!… ¡Repuesto!… ¡Repuesto!… Trajeron el repuesto, el repuesto del automóvil…
El Norte seguía soplando, por momentos casi huracanado, y sólo ladeando el cuerpo lograba el oficial cortar la masa de viento que lo hacía detenerse y bailar hacia atrás cuando regresaba.
– ¡Adiós, teniente, ya va de vuelta!… -alcanzó a oír una voz femenina tras una puerta.
Las personas que venían a favor del viento pasaban cómo exhalaciones. El polvo no dejaba ver. Polvo, papeles, todo volaba hacia los techos entre el bailoteo de los focos eléctricos en las esquinas, igual que si estuviera temblando, y el huir lloroso de los perros callejeros que se pandeaban al cruzar las bocacalles.
Fuera el viento y dentro de las casas, tras los muros, las puertas, las ventanas, el ventarrón de la guerra en noticias que se repetían y repetían sin gastarse, aunque a veces más que hablar era callar, porque la guerra se había callado con callar de muerte. Las familias se iban a la cama y entonces sólo se oía el viento Norte que aullaba con aullido casi humano al llevarse los pedazos de periódicos del día, todos belicistas, significando -los arrastraba por el suelo, golpeaba en las paredes, abandonaba en los basureros, sepultaba en los barrancos, iracundia de gigante fluido-, que nada de lo que en ellos se leía era verdad. El venía del Norte, de los terrenos en disputa y no era cierto lo de la pugna y el odio; allí seguía el idilio de la tierra y el cielo, de la tierra y el hombre, la miel de la vida en los trapiches, el humo de la paz sobre los ranchos, el cencerro, la hamaca y el ordeño, las guitarras, los potros y las hembras, lágrimas en velorios, guirigayes en las fiestas, y la cabalidad en todo. El venía del Norte igual que mensajero y cansado de andar en la ciudad sin que nadie le oyera, enfurecido lo destrozaba todo y de haberla podido arrancar de cuajo la arrancara, sorda como sus muros, como sus noches, ciega.
El teniente Salomé medio se detuvo -un cigarro-, pero sólo encontró virutas de tabaco en sus bolsillos. Más adelante compraría, con tal que hubiera donde, pues todo estaba cerrado. En el centro era lo más probable. Fregado quedarse sin con qué echar humo. Apretó el paso por llegar pronto y porque andando ligero se calentaba. Venir de la costa y caer en una noche así. Sin el capote se habría helado y sin el orgullo de haber sustraído la carta de Polo Camey del despacho del juez. ¿Orgullo de un delito? Sí, señor, de un delito al servicio de la Patria. En la guerra como en la guerra, y en la guerra es un orgullo matar, lo que también es un delito, un delito más grave que sustraer documentos.
Adelante, en una calle transversal, la luz de una cantina abierta, «Cantina Dichosofuí».
– ¿Hay cigarrillos? -preguntó desde el umbral.
– ¿De qué manera se le ofrece? -preguntó una cuarentona que despachaba a dos manos, una garrafa de aguardiente en cada mano, copas y más copas a un grupo de clientes silenciosos.
– Déme «Chipanes» y fósforos…
– ¿También quiere fósforos?
– También quiero fósforos…
– ¿Y salivita?… -ronqueó la mujer, vivaracha y sonriente, seguía en lo que estaba, una garrafa en cada mano, llenando las copas-. Acerqúese el cristal… -se dirigió a uno de los parroquianos que casi de un tic nervioso sacó la mano del bolsillo y le aproximó su copa, y volviéndose de nuevo al militar, exclamó-: ¡A dos garrafas, jefe, no hay «bolo» valiente!…
A la vista de muchas cosas ricas de comer, alineadas en el mostrador bajo mosqueras -más que la vista el olor-, Salomé sintió hambre y como había una enramada con mesas y sillas en un medio patiecito, se fue a sentar. Además de los cigarrillos y los fósforos que le llevaran una cerveza y un pan con curtido y sardina.
– ¿No se le ofrece otra cosa? -preguntó una muchacha que dormitaba y se levantó a servirle, tetuda, trigueña, potrancona; vino contoneándose con la cerveza y el pan relleno de encurtidos y sardina.
– ¿Y todavía me lo pregunta, con el olorcito que tengo aquí cerca?
– Vea… -se volvió agresiva-, no le doy una gaznata porque me hago de delito.
– Entonces, chula, ya sabe lo que se me ofrece, y no pregunte. Como me preguntó mientras yo comía mi pan con sardina, le dije.
– ¡Repesado!
– Acerqúese, me quiero ir repitiendo el nombre del establecimiento: «¡Dichosofuí!… «¡Dichosofuí!»…
– ¿Y para dónde va?
– ¿Verdad que voy a ser dichoso?
– ¿Para dónde va? Se le va a hacer tarde… Ni la cerveza se ha bebido.
– ¿Quieres tomarla tú?
– Ya es de «tú» la cosa… La mitad… Hasta aquí voy a tomar… ¿No me tiene asco?… Tengo muchas enfermedades…
– ¿Cómo te llamas?
– Adivine y le digo…
Se empinó el vaso. El teniente entreabrióse el capote para buscar su reloj. Ya era hora. El tiempo de que le trajera otro pan y otro vaso de cerveza.
– ¿Pan con chorizo? ¡Al fin va a comer algo decente!…
– El chorizo será decente para ti, pero para mí, no.
Contoneándose se alejó con el quepis sobre la cabellera prieta. El teniente se levantó de la silla para gritarle: «¡Dos cervezas en vez de una!», y no perder de vista aquel juego de fandango que hacía al andar. ¡Qué culebreo!
– No me dijiste cómo te llamabas…
– Antes dígame usted su gracia…
– Bueno, a tu salud…
– Cuando venga más despacio le voy a decir mi nombre… A su salud, teniente, que tenga mucha suerte…
– Bueno, me iré diciendo «Dichosofuí»…
– Dos cervezas no es para tanto. Cerveza y media, mejor dicho, porque le robé tanto así del otro vaso. Pero otra vez viene, se zampa unos veinte tragos dobles, y entonces, aunque sea a gatas, le aseguro que se va diciendo, como el pajarito: «Dichosofuí».
Diez dedos electrizados sobre una máquina de escribir teclean en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Copia de la carta de Polo Camey y su traducción al inglés. Mañana habrá que sacar copias fotográficas. En el despacho ministerial conversaban el canciller, esqueleto de un país muerto, el ministro americano, prototipo del carpet-bagger, y el ministro de la Guerra, doblado por los años, sin habla, haciendo ronrón como los gatos.
El ministro de los Estados Unidos se puso del color de su camisa amarilla al leer la carta de Camey, y la traducción en inglés. Era una forma confidencial y amigable de prevenirle del contenido de aquel documento, antes de nacerlo en forma oficial.
– Fácil será establecer -dijo el ministro de Relaciones, moviendo la mandíbula; se le veían los músculos bajo la piel como resortes de calavera de estudiar anatomía -la verosimilitud del aserto, en cuanto a las sumas cuantiosas que recibió el telegrafista. Tenemos los billetes y se investiga para establecer si los números corresponden a las series con que en esos días hizo otros pagos la Compañía…
Los anuncios luminosos encendiéndose y apagándose en lo alto de los edificios de las calles céntricas, vestían y desvestían de colores al teniente Pedro Domingo Salomé, luces de colores que él sólo había visto en las quemas de fuegos artificiales. Se detuvo a contemplar el rutilante ir y venir de la luz, sus escaramuzas, sus correrías, sus choques, juego reflejado en su capote, ya rojo, ya morado, ya verdoso, y luego en negro al apagarse todo el anuncio. Se borraba él y se borraba todo, como si una descarga lo hubiera bañado de oscuridad eterna. Recobró el paso para salvar la Plaza de Armas y presentarse en el Ministerio de la Guerra.
Esta vez el subsecretario mostróse más amable y por hablar de algo le preguntó si ya estaba lloviendo en la costa.
– Sus chaparrones han caído, pero no se ha entablado el invierno. Por allá abajo cuando llueve es cosa seria.
– Si lo sabré yo, teniente, que me pasé mi juventud quemándome en esos climas. ¡Qué climitas, mi Dios!… Me da frío de sólo acordarme, y eso que el paludismo que tuve fue benigno, y ahora ya las condiciones han cambiado mucho, antes había que ver… -y tras una pausa en que gastó una caja de fósforos en encender una chenca de puro, añadió-: No ha vuelto el señor ministro… De repente usted no se va de mañana… Si no lo despacha se va a tener que quedar…
El tic-tac de los relojes, interrumpido por los chupones que el subsecretario le daba al puro, acompañaba el pensamiento del oficial. «Dichosofuí»… Pensaba en la hembra que servia en la cantina, guapota, fácil, y al oír decir que tal vez no lo despachaban en seguida, que lo dejaban más tiempo, se proponía cambiar de hotel. Buscarse algo más presentable -el bocado de aquella hem-braza lo apetitaba-, algo más céntrico, porque en ése en que había ido a dar de verdad parecía que a todos se los estaba llevando el tren. Por algo se llamaba así, y a la hembra no la iba a invitar al «Hotel del Tren», que era como arrastrarla al «Abecedario», edificio de cuartos con puertas a la calle. En cada puerta una letra y en cada letra un amor que se va y otro que viene.
La llegada del señor ministro inteirumpió el sueño en que despiertos contaban los minutos o no los contaban por estar fuera del tiempo, el subsecretario chupa que chupa el cabo de puro ensalivado y el teniente imaginando dulzuras con la muchacha de la cantina… «Dichosofuí»… El ruido de los sables y espolines de los ayudantes, los pasos y las voces de los porteros anunciaron la llegada del silencioso ministro. El subsecretario pasó en seguida por una puerta de comunicación al despacho ministerial, apenas tuvo tiempo de arrojar la chenca a la escupidera.