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Cuando salí, vomité en un arriate, ante la estatua de la justicia. Luego me escapé, tambaleando. Alguien me miró por un instante, sin interés.

Francesco fue condenado a cuatro años de cárcel y la pena fue confirmada también en apelación y en casación. No sé cuánto tiempo estuvo encerrado. No sé cuándo salió ni adónde fue. No creo que se haya quedado en Bari, pero digo eso porque no he vuelto a verlo.

No he sabido nada más de él.

Pasé muchos meses aislado, de los que no recuerdo casi nada aparte de las náuseas y los recuerdos angustiosos por la mañana temprano, cuando todavía estaba oscuro.

Después, sin una razón determinada, retomé mis estudios. Como un autómata. Exactamente dos años después de aquella noche, me licencié. En el acto de entrega del diploma estaban sólo mis padres, mi hermana y una tía. No hubo ninguna fiesta. No había quedado ningún amigo al que invitar.

Después continué estudiando, como un autómata. Me presenté a un concurso público para un puesto de magistrado y lo gané.

Ahora soy fiscal. Contribuyo a mandar a la cárcel a los que cometen delitos como las extorsiones, los juegos de azar, las estafas, el tráfico de drogas.

A veces esto me avergüenza.

A veces pienso que algo o alguien puede venir del pasado y atraparme. Hacerme pagar la cuenta.

A veces tengo un sueño. Siempre el mismo.

Sueño con aquella playa en España. Amanece, como entonces, y como entonces hay una sensación inminente de un momento perfecto, de juventud divina e invencible. Estoy solo y miro el mar, esperando. Luego llega mi amigo Francesco, aunque no consigo ver su cara. Entramos juntos en el agua. Nadamos mar adentro y me doy cuenta de que él ha desaparecido. En ese momento recuerdo que justamente aquel día es la ceremonia de graduación. No podré asistir porque estoy en España. El cielo está lleno de nubes oscuras y, si el sol está saliendo, yo no alcanzo a verlo. Permanezco en el agua mientras las olas empiezan a crecer. Con un sentido inevitable del fin de todo. Con una nostalgia infinita.

14

Antonia me cuenta que es psiquiatra. Trabaja en un centro especializado en la asistencia a víctimas de la violencia.

Se me ocurre que cada uno conjura a sus fantasmas como puede. Algunos lo consiguen mejor que otros.

Me dice que muchas veces ha pensado en buscarme. Explica que no me ha dado las gracias.

Gracias. La palabra se me aparece escrita en la cabeza. Es extraño. Hacía tanto que no me ocurría.

Gracias no sólo por haberla salvado de la violación aquella noche.

Gracias por la dignidad.

Tengo la cabeza baja y pienso que no es verdad. Quiero decirle que era un cobarde. Soy un cobarde. Pienso que siempre he tenido miedo. Que lo tendré siempre.

Luego la miro a la cara y me estremezco profundamente. Y comprendo que en cambio, en cierto modo extraño, ella tiene razón.

Entonces no digo nada. Y también ella permanece en silencio. Pero no se va. Pienso que yo también quisiera darle las gracias, pero no soy capaz.

Y así nos quedamos sentados en el bar.

En un silencio incómodo, mientras fuera hace frío.

Gianrico Carofiglio

***