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Me quedé aturdido. En mi arranque ético no había considerado la eventualidad de poder devolver aquel dinero. O simplemente poder destruir el cheque y con él lo que provenía del mal cometido. En efecto, podía hacer como decía él. Pero joder, aquel dinero ahora era mío. Se habían vuelto las tornas. Buscaba con desesperación algo que decir, sin encontrarlo, cuando él volvió a hablar.

– Para que tengas todos los elementos de evaluación, debes saber otra cosa. Esos dos, Roberto y Massaro, son unos fulleros.

– Fulleros… ¿cómo?

– Fulleros de tres al cuarto. El rubio sabe hacer un solo truco con el que, cuando se juega a la teresina y él da cartas, sabe cuáles son las cubiertas. Para hacer ese truco es necesario no cortar la baraja. Massaro estaba a su derecha y a veces no cortaba, otras veces alzaba una parte y después Roberto ponía las cartas exactamente como estaban antes.

Yo estaba estupefacto. No me había dado cuenta de nada. Francesco prosiguió con su explicación.

– Además tienen un sistema de señas para comunicarse entre ellos durante la partida. No sé si me sigues.

Lo seguía. Lo seguía y cómo.

– Son dos perdularios, y con ese sistema han arruinado a unos cuantos jóvenes. Ahora lo sabes todo y puedes decidir con total libertad.

Pensé que, puesta en esos términos, la cuestión cambiaba totalmente. No se trataba de una simple trampa en perjuicio de dos inadvertidos, honestos y ocasionales compañeros de juego. Era una especie de acto de justicia sustancial, y yo no era cómplice de un tramposo sino el compañero de Robin Hood.

Por lo tanto, podía quedarme con el dinero.

Después, en mi mente, se abrió camino la idea de que, tal vez, debería dividirlo con Francesco.

– Si decido quedármelo -dije cautamente-, ¿lo dividimos?

Se echó a reír, encantado.

– Diría que sí. Estás haciendo lo justo, amigo. Hemos sacado dinero a dos verdaderos cerdos. Es como si le hubiéramos robado a un camello.

En aquel momento pensé que, por lo que sabía, Francesco podía también haber robado a algún camello.

– ¿Cómo lo hiciste?

– Sé hacer algunos trucos con las cartas.

– Eso lo vi. Quiero decir cómo.

– ¿Alguna vez oíste que un prestidigitador explicara sus juegos de mano? Eso no se hace, va contra la ética profesional. -Sonrió divertido y después de un momento volvió a hablar-: Me enseñó un prestidigitador. Era amigo de mi padre, y cuando yo era niño, en las fiestas, después de hacerse rogar, hacía juegos increíbles. Yo estaba obsesionado con la idea de aprender y, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, contestaba: prestidigitador. A los diez años me compré un manual con mis ahorros. Y empecé a pasar mucho tiempo practicando. Hacia los quince años -lo recuerdo como si fuese ahora, mi padre había muerto hacía poco-, fui a la casa del prestidigitador y le pedí que me enseñara. Le mostré lo que había aprendido solo y eso lo impresionó. Dijo que tenía talento y así, durante más de un año, fui a su casa a tomar lecciones dos o tres veces por semana. Decía que me convertiría en un gran prestidigitador. Un prestidigitador clásico, de escenario.

Se interrumpió para encender un cigarrillo. Parecía mirar a lo lejos, con una especie de nostalgia.

– Después tuvo un ataque de hemiplejía.

Se quedó en silencio. Como si hubiera sido otro el que había hablado para darle la noticia. Que su maestro había tenido un ataque. Yo también prendí un cigarrillo y tampoco dije nada, esperando que él volviese a hablar.

– No murió, pero no pudo volver a trabajar como prestidigitador. Y entonces terminó mi escuela de magia. Algunos meses después comencé a hacer trampas en el juego.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué hago trampas o por qué lo hice por primera vez?

– Las dos cosas.

– Me lo he preguntado a menudo y no estoy seguro de tener la respuesta justa. Tal vez estaba enfadado porque ya no podría ser prestidigitador. Tal vez estaba enfadado con él porque había tenido un ataque antes de terminar su trabajo conmigo. Tal vez estaba enfadado conmigo mismo porque no tenía el valor de abandonarlo todo e irme a cualquier otra parte y con otro maestro. Pero todavía no tenía diecisiete años. -Hizo otra pausa y aplastó el cigarrillo en el cenicero.- O tal vez, simplemente, estaba destinado a hacerlo. Quiero decir: hacer trampas en el juego es divertido. Y es una forma de arte del mismo modo que hacer trampas en el escenario.

– Descuidas un pequeño detalle: si yo voy a ver el espectáculo de un prestidigitador, pago para que me engañen. El engaño es justamente parte del contrato entre el mago y yo. Yo compro la entrada y él me vende un engaño y eso me parece bien. Si me siento a la mesa con un fullero y pienso que estoy jugando una partida corriente…

– Perfecto. Pero la vida real es siempre más compleja que nuestras simplificaciones. Para ser claro: toma el caso de esta noche. En esa casa están como dos arañas en la tela y hacen pedazos a personas indefensas. Por lo tanto se merecen lo que les ocurrió. Y hacérselo no es inmoral.

– Pero es un delito -dije, aunque en realidad no quería polemizar. No hablaba en tono enfurecido o agresivo.

– Es un delito, es verdad. Pero yo personalmente me siento inclinado a no violar sólo las normas jurídicas que coinciden con mis principios éticos. La otra noche, en casa de Alessandra, le rompiste la cara a aquel energúmeno. Cometiste un delito…

– No. Eso era legítima defensa.

– Sí, en sentido amplio era legítima defensa, aunque desde un punto de vista estrictamente jurídico el agresor eras tú. Él no había movido un dedo. Pero era un acto moralmente legítimo, así como es moralmente legítimo robar a los ladrones. Y es moralmente legítimo, incluso obligatorio hacia uno mismo, no dejarse atrapar.

– Entonces, si te entiendo bien, todas las veces que hiciste trampa fue con otros fulleros.

– No he dicho eso. La trampa debe estar justificada por un vicio moral del otro. Perdona el énfasis pero, de todos modos, yo no hago trampas a los pobres, no hago trampas a los que se sientan a jugar para pasar un par de horas, no hago trampas a los amigos.

– Y entonces, ¿a quién haces trampas?

– A la gente mala. Para mí, sacar dinero preparando las cartas a personas moralmente reprobables es una especie de metáfora práctica de la justicia.

Hizo una pausa, me miró con aire muy serio y a continuación se echó a reír.

– Está bien, exageré un poco. Uno de los atractivos de este trabajo es justamente el hecho de robar. Que, como has visto, es muy divertido.

En el transcurso de pocos minutos todo había cambiado, y los temas sobre los cuales una hora antes habría expresado juicios drásticos se habían vuelto cuando menos opinables. Con una especie de inquietud divertida me di cuenta de que verdaderamente encontraba divertido el modo en que aquel dinero había llegado a mi poder.

Me dirigía preguntas silenciosas a mí mismo, y era como arrojar con una antorcha haces de luz en la zona más oculta y desconocida de mi mente.

Si pudiera retroceder hasta cuatro o cinco horas antes de aquella partida, ¿habría ido igualmente a jugar, sabiendo lo que iba a suceder? E incluso, teniendo el poder de decidir ahora, a posteriori, que el origen de aquel dinero fuese lícito en vez de tramposo, ¿qué habría hecho? Ya no pensaba en devolver el dinero o no quedármelo. Había ido más allá, mucho más allá. Y me contesté que así estaba bien; que volvería a jugar, aun si hubiera sabido lo que sucedería. Y que era mucho más divertido que aquel dinero proviniese de un juego de prestidigitación, o sea de una habilidad superior y de una intención humana, que de un movimiento obtuso de la suerte.