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¿Los míos? ¿Los suyos? No lo sé. Está muy joven. Gomo yo nunca pude conocerlo. Tal vez porque entonces yo no existía. El no había decidido aún hacerme este gran regalo.

– Hola.

Me sonríe, y luego me pone la mano en la cabeza como ha hecho siempre, incluso cuando sabía que me molestaba, pero lo hacía con tanto amor que casi se turbaba. Yo intentaba escapar cada vez, joven pequeño rebelde, trataba de sustraerme a aquel gesto tan simple, tan irreflexivamente alegre de quien me ha engendrado. Al igual que cuando quería hacerme fotos. Para él tenía mucha importancia, y yo resoplaba. No me gustaba nada quedarme quieto, posar. Entonces.

Me bajo del patín y echamos a andar. No lo entiendo. Quién sabe si también yo me he vuelto más joven. Aquel chiquillo que fui. Una cosa es segura: ahora le concedería el tiempo de sacarme todas las fotos que quisiera. Pero no es el momento. Ya no. Lo miro y me sonríe. Tiene las manos grandes de siempre y lleva aquel bañador ancho y largo que se colocaba bajo, bajísimo, hasta que le cubría las delgadas piernas, hasta que sólo dejaba asomar las enjutas rodillas. Y es que, incluso ahora que camina a mi lado, alarga el paso y se pliega sobre esas piernas como ha hecho siempre. Como sigue haciendo.

– Oye, ¿no es allí…?

– Chsss…

Se lleva el dedo a la nariz y sonríe.

Después, sacude la cabeza. Debe de haber prometido no hablar. Y yo me encojo de hombros. Y resoplo. Porque querría saber muchas cosas. Pero no es posible. Y él cumplirá su promesa.

Siempre ha sido honesto. Y tantas otras muchas cosas que me vienen a la cabeza y me hacen sonreír. Y que casi hacen que me avergüence, pues sé ya de antemano que no conseguiré igualarlo. Sigo caminando junto a él.

– Buenos días, qué alegría volver a verlo. -El bañero sonríe y lo saluda. No es el que yo vi antes. Es el bañero de entonces, con los brazos más robustos. Es bajo, lleva el pelo cortado a cepillo y tiene una bonita sonrisa.

– Hola, Walter…

Se reconocen, hablan de algo con animación, luego se dan la mano. Y el bañero vuelve a su trabajo. Está ya bronceado. Tiene la piel oscura, quemada y reseca por el mar, el viento, el sol. Se sienta a la mesita de madera y se acomoda la tumbona de tela azul en la que en letras blancas se puede leer: «Reservado.» Saca de una bolsa de mano un gran recipiente lleno de pasta. Fusilli con tomate y berenjenas. Y también llevan huevo mezclado. Se pone a comer el extraño timbal, sin prisa, pero a grandes bocados. Y nosotros permanecemos allí, mirándolo mientras come satisfecho. Al final, sigue con hambre después de tanta comida. De vez en cuando mira a la lejanía, sereno, tranquilo. No hay gente, no puede pasar nada, pero él, de todos modos, vigila, controla. Después, el bañero Walter sonríe, asiente con la cabeza, cuando nos ve subirnos a la pequeña barca que me regaló hace tanto tiempo precisamente él, mi padre.

– Pero ¿estás seguro de que no nos pasará nada?

Empujo la barca veloz mientras las velas ondean al viento.

– Papá, ya sabes que hice un cursillo…

– Entonces, voy contigo, pero antes nos ponemos el chaleco salvavidas…

Y lo hacemos porque no quiero discutir, porque no me apetece y se está levantando viento y el mar está un poco agitado. Y, tras un último empujón, subo a la carrera y estoy a punto de resbalar dentro de la barca, sobre aquel plástico duro ligeramente granulado pero no lo bastante como para poder detenerme. Entonces, ágil y rápido, apoyo el pie y el brazo: no me caigo y agarro al vuelo aquel cabo que parece escabullirse, y lo detengo. Lo tengo en mi poder antes de que acabe de desensartarse del pequeño aro de acero. Lo freno en medio del viento, en mitad del aire, y comienzo a cazar el foque y la barca coge viento y se ladea. Recupero el timón, orzo ligeramente y salimos volando, propulsados sobre las olas, haciéndonos a la mar.

Fiuuuu… Mi barca se desliza sobre el mar azul. Mi padre se ha puesto ya el chaleco y está a horcajadas en medio de la barca. Me mira y yo le sonrío mientras cojo la deriva y la empujo más abajo dentro de la quilla. Le doy un último golpe con fuerza a la tablilla de madera mientras atraigo hacia mí la botavara. El me observa.

– Ponte el chaleco tú también.

Sonrío y decido obedecer. Sujeto como puedo los dos cabos con un pie y con la otra mano, e incluso apoyando la rodilla sobre ellos. Lo consigo. Y mientras el foque y la cangreja cogen viento, me pongo el chaleco. Acto seguido, me siento y tenso aún más los cabos. Y continuamos así, mar adentro.

Sus ojos están serenos, aún no tiene miedo. Pero qué tonto que soy: ahora no tiene nada que temer. Recorre con la mirada la línea del horizonte. Quién sabe qué estará pensando. Sus cabellos se pierden en el viento y bailan y se agitan junto a quién sabe qué pensamientos. Y yo soy feliz de verlo así de sereno. De verlo finalmente descansado, después de todo el trabajo que ha hecho. Y lo miro orgulloso, con su hermosa espalda, de nuevo fuerte y magra. Gomo aquel muchacho que no tuve nunca modo de conocer y que sólo imaginé a través de sus mil relatos. Y así, por fin, lo veo bien por primera vez. Es delgado, divertido, travieso, hijo de otra guerra inútil. Míralo. Míralo cómo se escabulle, después de haber roto con una piedra el faro del coche de los carabinieri, una de esas viejas camionetas de antaño. Lo ha hecho para darle un pedazo de vidrio rojo a su hermana, que los coleccionaba. ¡Qué colección tan absurda! De trozos de vidrio, de los colores más dispares, desde trozos de farolillos a trozos de faros y botellas y quién sabe de qué más aún. Pero era su hermana. Y la quería. ¡Vaya si la quería! Sus palabras, sus historias rezumaban amor hacia ella. Y las calles jóvenes y limpias de aquella Roma sin coches, salvo los de unos pocos ricos, de esos auténticos y honestos, como ya no hay. Y me parece verlos ahora, a esos dos niños que pasean, que vuelven del colegio, que sonríen en blanco y negro, que llevan cinturones anchos, de piel gruesa, estropeada, y unos calcetines que se caen fácilmente y descubren unas pantorrillas delgadas, blancas, y más abajo, aquellos mocasines sólidos y únicos, porque, entonces, además, no había tantas posibilidades de elegir.

La barca navega veloz, el mar es de un azul intenso, y algún que otro reflejo de un tibio sol nos acaricia los hombros, junto con el viento, que, fresco, parece sonreír. Sus manos grandes se agarran al borde de la quilla. Se tiene firme, seguro, resuelto, como siempre ha sido para mí. Como aquella gran quilla a la que uno se sujeta, para aprender a navegar. Entre las corrientes más difíciles, entre alegrías y engaños, entre desilusiones y sueños, los primeros pasos, las primeras encrucijadas, los primeros atajos, algún que otro error. Y los primeros descubrimientos, y sorpresas y felicidad. Esa cómoda felicidad posible sólo cuando se es todavía un niño. Sonrío al recordar aquellos tiempos. Así era, como esa rémora inútil que se adhiere al escualo, a su vientre plano, y permanece allí oculta, para no cansarse. Pero, de sopetón, me suelto como un paracaidista que rompe la estrella para intentar volar solo, y que, en silencio, saborea la caída libre en solitario. Como esas astronaves del espacio que, antes de aterrizar en un nuevo planeta, se desprenden de improviso de una parte del habitáculo.

Una se pierde en el espacio, la otra aterriza lentamente, lista para descubrir quién sabe qué nuevas maravillas.

La barca sigue avanzando. Mira. Ahora estamos en línea con el puerto, observo a lo lejos. Algunas personas pasean por los pantalanes. Pequeñas embarcaciones se bambolean semidormidas. Se apoyan las unas contra las otras, empujadas delicadamente por las blandas boyas. Rebotan alegres, mecidas por una ligera ola de más, causada por una barquita que regresa al puerto.

Y más allá, Mennella, y sus ricos helados: stracciatella, pistacho y nata; cuando eres pequeño, te gusta sólo el nombre de los sabores, e incluso sin gustar el sabor te parecen dulces. El recuerdo de aquellos paseos y de los puestecitos de objetos inútiles, donde nosotros, los chiquillos, encontrábamos de todos modos siempre algo que desear, algo que pedir, algo que, a pesar de todo, habríamos querido que nos compraran.