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Y él espera a que pase este momento, que todo esté de nuevo en orden, que vuelva ese equilibrio desabrido, sano y moderado que nos acompaña siempre a los ojos del mundo.

Después, se pone en pie y mira hacia el mar.

– Hoy también se está poniendo el sol…

Y me mira.

– … Y esto seguirá sucediendo…

Me da la mano, y yo se la estrecho con fuerza. Y querría no dejarlo marchar, pero sé que he recibido ya un gran regalo, que lo pondría en un apuro, que sería un maleducado. Y entonces suelto esa gran mano, caliente y protectora. La dejo libre sin más… Y cierro los ojos. Cuando vuelvo a abrirlos, él está ya lejos.

Camina despacio por la playa. Y yo me quedo ahí, en el muelle, mirándolo fijamente. Desearía enormemente que se volviera, que pudiera saludarme una vez más. Pero sólo sería otro dolor, porque el deseo de seguir teniéndolo a mi lado, de dar otro paseo, y luego otro más, como dos simples buenos amigos que hablan de sueños, de dudas y de decisiones que tomar, no acabará nunca.

Lo veo subirse a las rocas. Trepa por ellas con agilidad, tuerce en la punta y sigue caminando veloz hacia la playa de Marinaretti. Lo veo desaparecer en el horizonte, en medio de un cálido sol rojo al final de ese largo muelle.

Sonrío. Me he quedado con las ganas de ese buen consejo que, de alguien como él, siempre querrías tener.

Federico Moccia

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