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Frances supo que Gabriel no necesitaba preguntar si era verdad. Tuvo que hacer un esfuerzo para mirarlo. Por un instante lo vio desmoronarse físicamente, como si los músculos de la cara y el cuerpo se desintegraran ante sus propios ojos. Gabriel era un anciano, pero un anciano con energía, inteligencia y voluntad; en aquel momento, todo lo que estaba vivo en él se disolvió mientras lo miraba. Frances se dirigió rápidamente hacia él, pero Gabriel la contuvo con un gesto y, lenta y dolorosamente, se obligó a permanecer erguido.

Trató de hablar, pero no le salieron las palabras. Luego se volvió y echó a andar hacia la puerta. Nadie dijo nada, pero los tres lo siguieron por el pasillo hasta salir a la noche y lo miraron mientras caminaba hacia la estrecha cresta de roca que bordeaba la marisma.

Frances corrió en pos de él y, cuando le dio alcance, lo sujetó por la chaqueta. Gabriel intentó desasirse, pero ella se aferró y a él le fallaban las fuerzas. Fue Daniel, que había echado a correr hacia ellos, quien la tomó entre sus brazos y la alejó físicamente de allí. La joven se resistió y trató de liberarse, pero los brazos del inspector eran como flejes de hierro. Tuvo que contemplar desvalida cómo Gabriel se internaba en la marisma.

– Déjelo estar. Déjelo estar -dijo Daniel.

– ¡Vaya tras él! -le gritó a Jean-Philippe Etienne-. ¡Deténgalo! ¡Hágalo volver!

Daniel preguntó con voz queda:

– Volver, ¿para qué?

– ¡Pero no podrá llegar al mar!

Fue Etienne quien, al llegar junto a ellos, observó:

– No necesita llegar. Esos charcos son hondos. Un hombre puede ahogarse en un palmo de agua, si quiere morir.

Lo siguieron con la mirada. Frances seguía retenida entre los brazos de Daniel; de pronto sintió latir el corazón del inspector junto al de ella. La figura tambaleante era una mancha oscura contra el firmamento nocturno. Se alzó, cayó, se irguió de nuevo y reanudó el penoso avance. Las nubes volvieron a desplazarse y, a la luz de la luna, pudieron distinguirlo con mayor nitidez. De vez en cuando caía, pero luego volvía a levantarse, inmenso como un gigante, con los brazos alzados en actitud de maldecir o de realizar un último gesto de súplica. Frances se dio cuenta de que estaba luchando por llegar al mar, anhelando penetrar en su fría inmensidad, más lejos y más hondo, hasta alcanzar en un chapoteo el bienaventurado y definitivo olvido.

Entonces volvió a caer y esta vez no se levantó. Frances creyó vislumbrar el resplandor de la luna sobre la superficie del charco. Le pareció que tenía casi todo el cuerpo sumergido, pero ya no lo veía claramente: sólo era otro bulto oscuro entre los montecillos herbosos de aquel erial anegado. Esperaron en silencio, pero no se produjo ningún movimiento. Gabriel había pasado a formar parte de la marisma y de la noche. Entonces Daniel la soltó y ella se apartó unos pasos. El silencio era absoluto. Y al fin le pareció que podía oír el mar, no tanto un sonido como un palpitar rítmico en el aire sereno.

Acababan de volverse hacia la casa cuando la noche vibró con un áspero ronquido metálico que creció rápidamente hasta convertirse en un estruendo. Sobre ellos brillaron las luces gemelas de un helicóptero. Los tres se quedaron mirándolo mientras el aparato describía tres círculos en el aire y se posaba en el campo contiguo a Othona House. Frances pensó: «De modo que han encontrado el cadáver de Claudia.» Sin duda James se había cansado de esperarla y al final había regresado a Innocent House en su busca.

Inmóvil al borde del campo, todavía un poco apartada de los otros, vio las tres figuras que corrían agazapadas bajo las grandes palas del rotor para luego erguirse y avanzar hacia ella sobre el terreno pedregoso y la hierba sacudida por el viento: el comandante Dalgliesh, la inspectora Miskin y James. Etienne se dirigió a su encuentro. Se detuvieron a hablar en grupo. Ella pensó: «Que se lo diga Etienne. Yo esperaré.»

Luego Dalgliesh se separó de los demás y fue hacia ella. No la tocó, pero se inclinó desde su elevada altura y la miró a la cara con fijeza.

– ¿Está usted bien?

– Ahora sí.

Dalgliesh sonrió.

– Enseguida hablaremos. De Witt insistió en venir con nosotros y era menos molestia dejar que se saliera con la suya.

Volvió otra vez con Etienne y Kate, y juntos se dirigieron hacia Othona House.

Frances pensó: «Por fin soy yo misma. Tengo algo digno de ofrecerle.» No echó a correr hacia la figura que esperaba. No la llamó a gritos. Lentamente, pero con toda la intensidad de su ser, caminó sobre la hierba azotada por el viento y se arrojó entre sus brazos.

Daniel oyó llegar el helicóptero, pero no se movió. Permanecía en la cresta de roca y seguía mirando hacia el mar, más allá de las marismas salobres. Esperó en paciente soledad hasta que oyó unos pasos cada vez más próximos y Dalgliesh se detuvo a su lado.

– ¿Estaba detenido? -le preguntó.

– No, señor. Vine a prevenirlo, no a detenerlo. No le advertí de sus derechos. Le hablé, pero no con las palabras que usted habría pronunciado. Lo dejé ir.

– ¿Lo dejó ir deliberadamente? ¿No se le escapó?

– No, señor. No se me escapó. -Y en una voz tan baja que no estuvo seguro de que Dalgliesh le hubiera oído, añadió-: Pero ahora es libre.

Dalgliesh le volvió la espalda y se encaminó hacia la casa; ya había averiguado lo que quería saber. Nadie más se le acercó. De pie al borde de las marismas, al borde del mundo, Daniel se sentía aislado, sometido a una cuarentena moral. Le pareció ver una luz trémula, brillante como el fósforo, que ardía y saltaba entre los montículos de hierba y los negros charcos de agua estancada. No alcanzaba a ver las olas que rompían suavemente, pero sí a oír el rumor del mar, un blando gemido eterno como el de un pesar universal. Y entonces las nubes se movieron y la luna, casi llena, derramó su luz fría sobre la marisma y sobre la lejana figura caída. Daniel percibió una sombra junto a él y, al volverse, vio que era Kate. Con inmenso asombro y compasión, se dio cuenta de que tenía el rostro bañado en lágrimas.

– No intentaba ayudarle a escapar -le explicó-. Sabía que no podía escapar, pero no soportaba la idea de verlo esposado, en el calabozo, en la cárcel. Quería darle la oportunidad de tomar su propio camino a casa.

– Eres un imbécil, Daniel -dijo ella-. Eres un maldito imbécil.

Daniel se volvió hacia ella y preguntó:

– ¿Qué hará?

– ¿El jefe? ¿Tú qué crees que hará? Dios mío, Daniel, habrías podido ser muy bueno. Eras muy bueno.

– Etienne ni siquiera recordaba cómo se llamaban. Apenas recordaba lo que había hecho. No sentía ningún remordimiento, ninguna culpa. Una madre y dos niños pequeños. No existían. No eran humanos. Le habría inquietado más tener que matar a un perro. Para él no eran personas. Podían sacrificarse. No contaban. Eran judíos.

Kate exclamó:

– ¿Y Esmé Carling? Vieja, fea, sin hijos, sola. No muy buena escritora. ¿Era sacrificable? No tenía mucho, de acuerdo: un piso, la hija de otra mujer para hacerle compañía por las noches, unas cuantas fotografías, los libros. ¿Qué derecho tenía él a decidir que su vida no contaba?

Daniel le replicó en tono amargo:

– Estás muy segura, ¿verdad, Kate? Muy segura de saber lo que está bien. Debe de resultar muy tranquilizador no tener que afrontar nunca un dilema moral. El código penal y el reglamento de la policía: ahí tienes todo lo que necesitas, ¿verdad?-Estoy segura de algunas cosas -dijo ella-. Estoy segura en cuanto al asesinato. ¿Cómo podría ser inspectora de policía, si no fuera así?