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Una voz masculina rompió el hechizo.

– ¿Busca usted a alguien?

Mandy se volvió y vio a un hombre que la miraba por entre los balaustres de la barandilla, como si hubiera surgido milagrosamente del río. Al acercarse, comprobó que estaba de pie en la proa de una lancha atracada a la izquierda de la escalera. El desconocido llevaba una gorra de patrón de yate, muy echada hacia atrás, sobre una desgreñada mata de rizos negros, y sus ojos eran como dos ranuras brillantes en el rostro curtido por la intemperie.

– He venido por un empleo -respondió ella-. Sólo estaba mirando el río.

– Ah, siempre está aquí, el río. La entrada es por allí -dijo el hombre, señalando con el pulgar hacia Innocent Lane.

– Sí, ya lo sé.

Para demostrar independencia de acción, Mandy consultó su reloj y, a continuación, se volvió y se pasó otros dos minutos contemplando Innocent House. Luego, tras dedicarle una última mirada al río, echó a andar por Innocent Lane.

En la puerta exterior había un rótulo: Peverell Press – entre, por favor. La abrió y cruzó un zaguán acristalado que comunicaba con la oficina de recepción. A la izquierda vio un mostrador curvado y una centralita atendida por un hombre de cabellos grises y expresión benévola, que la saludó con una sonrisa antes de buscar su nombre en una lista. Mandy le entregó el casco de motorista y él lo sostuvo entre sus manos pequeñas y manchadas por la edad con tanto cuidado como si se tratara de una bomba; tras unos instantes de indecisión en los que pareció no saber qué hacer con él, acabó dejándolo sobre el mostrador.

El hombre anunció su llegada por teléfono y luego le dijo:

– Enseguida vendrá la señorita Blackett para acompañarla al despacho de la señorita Etienne. Quizá prefiera sentarse.

Mandy se sentó y, haciendo caso omiso de los tres periódicos del día, las revistas literarias y los catálogos cuidadosamente dispuestos en forma de abanico sobre una mesita baja, miró a su alrededor. En otro tiempo debía de haber sido una habitación elegante; la chimenea de mármol con un óleo del Gran Canal colgado sobre ella, el delicado cielo raso de estuco y la cornisa esculpida contrastaban de un modo incongruente con el moderno mostrador de recepción, las sillas cómodas pero utilitarias, el gran tablón de anuncios forrado de fieltro y el ascensor enrejado que había a la derecha de la chimenea. Las paredes, pintadas de un intenso verde oscuro, exhibían una hilera de retratos en sepia que Mandy supuso serían de los anteriores Peverell. Acababa de incorporarse para examinarlos más de cerca cuando apareció una mujer robusta y poco atractiva que sin duda era la señorita Blackett. La recién llegada saludó a Mandy con severidad, le dedicó una mirada sorprendida y casi sobresaltada a su sombrero y, sin presentarse, la invitó a seguirla. Mandy no se inquietó por su falta de cordialidad. Estaba claro que se trataba de la secretaria personal del director gerente y que pretendía demostrarle su posición. Mandy ya había conocido antes a otras de su especie.

El vestíbulo la dejó boquiabierta. Vio un suelo embaldosado de mármol, formando segmentos de colores, del cual se alzaban seis esbeltas columnas con capiteles intrincadamente cincelados que sostenían un techo asombrosamente pintado. Sin prestar atención a la visible impaciencia de la señorita Blackett, que la esperaba en el primer peldaño de la escalinata, Mandy se detuvo con la mayor naturalidad y dio lentamente una vuelta, mirando hacia arriba, mientras en lo alto la gran bóveda coloreada giraba con ella: palacios, torres con gallardetes ondeantes, iglesias, casas, puentes, el recodo del río emplumado con las velas de navíos de altos mástiles y pequeños querubines de labios fruncidos que soplaban prósperos vientos a breves vaharadas, como el vapor que brota de una tetera. Mandy había trabajado en una gran variedad de oficinas -desde torres de cristal decoradas con cuero y cromo y provistas de las últimas maravillas electrónicas, hasta cuartos tan pequeños como un armario con una mesa de madera y una máquina de escribir antigua- y no había tardado mucho en comprender que el aspecto del local no constituía un indicio fiable de la situación económica de la empresa. Sin embargo, nunca había visto un edificio de oficinas como Innocent House.

Subieron por la amplia escalinata doble sin hablar. El despacho de la señorita Etienne estaba en la primera planta. Se notaba que en otro tiempo había sido una biblioteca, pero en algún momento habían construido un tabique para crear un pequeño despacho en la entrada. Una joven de expresión seria, tan delgada que parecía anoréxica, estaba escribiendo en un ordenador y apenas le dirigió a Mandy una mirada fugaz. La señorita Blackett abrió la puerta de comunicación y, antes de retirarse, anunció:

– Es Mandy Price, de la agencia, señorita Claudia.

La habitación, que después del reducido despachito exterior le pareció muy grande, tenía el suelo de parquet. Mandy la cruzó en dirección a un escritorio situado a la derecha de la ventana del otro extremo. Una mujer alta y morena se levantó para recibirla, le estrechó la mano y la invitó a tomar asiento con un ademán.

– ¿Ha traído su curriculum vitae? -le preguntó.

– Sí, señorita Etienne.

Era la primera vez que le pedían un currículo, pero la señora Crealey había estado en lo cierto; evidentemente, se esperaba que lo presentara. Mandy introdujo la mano en la bolsa adornada con borlas y bordados llamativos -un trofeo de las vacaciones en Creta del verano anterior- y le entregó tres hojas pulcramente mecanografiadas. Mientras la señorita Etienne las estudiaba, Mandy examinó a la señorita Etienne.

Concluyó que no era joven; ciertamente, más de treinta años. Tenía un rostro de facciones angulosas y tez pálida y delicada, y unos ojos de iris oscuro, casi negro, algo saltones y encajados bajo unos gruesos párpados. Sobre ellos, las cejas depiladas formaban un pronunciado arco. El cabello corto, muy cepillado para darle brillo, estaba peinado con raya a la izquierda, y los mechones que colgaban quedaban recogidos tras la oreja derecha. Las manos que reposaban sobre el curriculum vitae carecían de anillos, los dedos eran muy largos y finos, las uñas no estaban pintadas.

Sin alzar la vista, la señorita Etienne preguntó:

– ¿Se llama usted Mandy o Amanda Price?

– Mandy, señorita Etienne.

En otras circunstancias, Mandy habría señalado que, si se llamara Amanda, el currículo lo indicaría así.

– ¿Ha trabajado antes en una editorial?

– Sólo unas tres veces en los dos últimos años. En la tercera página del currículo aparecen los nombres de todas las empresas para las que he trabajado.

La señorita Etienne siguió leyendo hasta que al fin alzó la mirada y sus ojos brillantes y luminosos examinaron a Mandy con más interés del que había demostrado anteriormente.

– Al parecer le fue muy bien en la escuela, pero desde entonces ha tenido una extraordinaria variedad de empleos. No ha permanecido en ninguno más de unas cuantas semanas.

En tres años de tentaciones, Mandy había aprendido a reconocer y esquivar la mayoría de las maquinaciones del sexo masculino, pero cuando tenía que tratar con su propio sexo se sentía menos segura. Su instinto, agudo como un diente de hurón, le indicaba que debía manejar a la señorita Etienne con suma cautela. Pensó: «En eso consiste el trabajo interino, vacaburra. Hoy estás aquí y mañana te has ido.» Lo que dijo fue: