– El gas no es tóxico. Si se utiliza correctamente, es del todo inofensivo. Pero si Gerard encendió la estufa de gas y la habitación no estaba bien ventilada, es posible que la estufa ardiera mal y produjera monóxido de carbono. De ser así, pudo ofuscarse y perder el sentido antes de comprender lo que estaba ocurriendo.
– Y después alguien encontró el cuerpo, apagó el gas y le puso la serpiente al cuello -concluyó Frances-. Fue un accidente, como yo decía.
Dauntsey habló con voz serena y contenida:
– No es tan sencillo. ¿Por qué encendió la estufa? Anoche no hizo demasiado frío. Y si la encendió, ¿por qué cerró la ventana? Cuando he visto el cuerpo estaba cerrada, y el lunes, cuando utilicé ese despacho por última vez, la dejé abierta.
– Y si pensaba quedarse trabajando en los archivos el tiempo suficiente para necesitar la estufa, ¿por qué dejó la chaqueta y las llaves en su despacho? Todo esto carece de sentido -dijo De Witt.
Siguió un silencio, súbitamente roto por Frances.
– Nos hemos olvidado de Lucinda. Alguien tiene que decírselo.
– ¡Dios mío, sí! -exclamó Claudia-. Una tiende a olvidar a lady Lucinda. No sé por qué, pero no me la imagino arrojándose al Támesis presa del dolor. Siempre he visto algo extraño en ese compromiso.
– Aun así -replicó De Witt-, no podemos dejar que lo lea mañana en el periódico o lo oiga por la radio. Alguno de nosotros debería llamar a lady Norrington; ella puede encargarse de darle la noticia a su hija. Creo que lo mejor sería que se lo dijeras tú, Claudia.
– Supongo que sí, siempre que no se me pida que vaya en persona a ofrecer consuelo. Será mejor que lo haga ahora mismo. Llamaré desde mi despacho; es decir, si no lo ha ocupado la policía. Tener a la policía aquí es como tener ratones en casa: constantemente intuyes que están royendo, aunque en realidad no los oigas ni los veas, y una vez entran tienes la sensación de que nunca podrás librarte de ellos.
Se puso en pie y echó a andar hacia la puerta, con la cabeza erguida de un modo poco natural, pero con paso incierto. Dauntsey hizo ademán de incorporarse, pero sus extremidades entumecidas parecieron incapaces de responder y fue De Witt quien se apresuró a situarse junto a ella. Pero Claudia meneó la cabeza, apartó con suavidad el brazo que pretendía ofrecerle sostén y salió de la habitación.
Aún no habían transcurrido cinco minutos cuando regresó.
– No estaba en casa -anunció-, y no es el tipo de mensaje que se pueda dejar en el contestador. Volveré a intentarlo más tarde.
– ¿Y tu padre? -inquirió Frances-. ¿No es más importante?
– Naturalmente que es más importante. Iré a verle esta noche.
Se abrió la puerta sin llamada previa y el sargento Robbins asomó la cabeza.
– El señor Dalgliesh lamenta tener que hacerles esperar más de lo que se figuraba y le agradecería al señor Dauntsey que subiera al despacho de los archivos.
Dauntsey se levantó de inmediato, pero la rigidez que le había invadido tras permanecer tanto tiempo sentado le hizo moverse con torpeza. El bastón, colgado en el respaldo del asiento, cayó ruidosamente al suelo. Frances Peverell y él se arrodillaron a la vez para recogerlo y, tras lo que a los demás les sonó como un forcejeo y un breve intercambio de susurros en tono casi conspirador, Frances se apoderó del bastón, se incorporó con el rostro enrojecido y se lo entregó a Dauntsey. El anciano se apoyó en él durante unos segundos y a continuación volvió a colgarlo del respaldo y se encaminó hacia la puerta sin su ayuda, despacio pero con paso firme.
Cuando se hubo marchado, Claudia Etienne comentó:
– Me gustaría saber por qué Gabriel tiene el privilegio de ser el primero.
Le respondió James de Witt:
– Seguramente porque utiliza el despachito de los archivos más que la mayoría de nosotros.
– Creo que yo nunca lo he utilizado -dijo Frances-. La última vez que estuve allí fue cuando se llevaron la cama. Tú tampoco subes mucho, ¿verdad, James?
– Nunca he trabajado allí; o, al menos, no por más de media hora. La última vez fue hace cosa de tres meses. Subí a buscar el contrato original de Esmé Carling, pero no pude encontrarlo.
– ¿Quieres decir que no encontraste su antigua carpeta?
– Encontré la carpeta y me la llevé al despachito para estudiarla, pero el contrato no estaba.
– No es de extrañar -intervino Claudia sin demasiado interés-. Hace treinta años que la tenemos en catálogo. Seguramente alguien debió de archivarlo mal hace veinte años. -Y a continuación, en un súbito arranque de energía, añadió-: Mirad, no veo razón alguna para perder el tiempo sólo porque Adam Dalgliesh tiene ganas de charlar con un camarada poeta. No es obligatorio que nos quedemos en esta habitación.
Frances la miró con expresión dudosa.
– Ha dicho que quería vernos juntos -objetó.
– Bien, ya nos ha visto juntos. Ahora nos verá por separado. Cuando me necesite, me encontrará en mi despacho. Decídselo de mi parte, ¿queréis?
Una vez hubo salido, James opinó:
– Creo que tiene razón. Puede que no nos sintamos de humor para trabajar, pero es peor esperar aquí sentados, mirando ese sillón vacío.
– Pero no lo hemos mirado, ¿verdad? Hemos evitado cuidadosamente mirarlo, apartando la vista hacia cualquier otra parte, como si Gerard fuese algo embarazoso. Yo ahora no puedo trabajar, pero tomaría un poco más de café.
– Pues vamos a buscarlo. La señora Demery debe de andar por algún sitio. La verdad es que me gustaría oír su versión de la entrevista con Dalgliesh. Si eso no despeja la atmósfera, es que nada puede conseguirlo.
Se dirigieron los dos juntos hacia la puerta. Antes de salir, Frances se volvió hacia él.
– Estoy muy asustada, James. Debería sentir aflicción y dolor, debería sentirme horrorizada por lo sucedido. Fuimos amantes. Hubo un tiempo en que lo amé, y ahora está muerto. Debería estar pensando en él, en la atroz irrevocabilidad de su muerte. Debería estar rezando por él. Lo he intentado, pero únicamente me salen palabras sin sentido. Lo que en verdad siento es por completo egoísta, por completo innoble. Es miedo.
– ¿Miedo a la policía? Dalgliesh no es ningún bárbaro.
– No, lo que temo es peor. Me da miedo lo que está ocurriendo aquí. Esa serpiente… Quien sea el que le hizo eso a Gerard, es maligno. ¿No notas la presencia del mal en Innocent House? Yo la percibo desde hace meses. Esto sólo viene a ser el fin inevitable, la conclusión a que conducían todas esas pequeñas maldades. Mi mente tendría que estar llena de dolor por Gerard. Pero no es así; está llena de terror, de terror y de la espantosa premonición de que esto no es el final.
James respondió con suavidad:
– No hay emociones buenas ni malas. Sentimos lo que sentimos. Dudo que ninguno de nosotros sienta un intenso pesar, ni siquiera Claudia. Gerard era un hombre notable, pero no se hacía querer. Yo intento convencerme de que siento aflicción, pero probablemente no se trate más que de la tristeza universal e impotente que se experimenta siempre ante la muerte de los jóvenes, los inteligentes, los sanos. E incluso esto lo domina una curiosidad fascinada y salpicada de aprensión. -Volvió el rostro hacia ella y prosiguió-: Me tienes aquí, Frances. Cuando me necesites, si me necesitas, me tendrás aquí. No seré un estorbo. No te impondré mi presencia sólo porque la conmoción y el miedo nos hayan vuelto vulnerables a los dos. Me limito a ofrecerte lo que necesites cuando lo necesites.
– Ya lo sé. Gracias, James.
Frances extendió la mano y por un instante la posó sobre la cara de James. Era la primera vez que lo tocaba por voluntad propia. A continuación se volvió hacia la puerta y, al hacerlo, le pasó inadvertido el resplandor de alegría y de triunfo que invadía el rostro de él.
25
Veinte años antes, Dalgliesh había oído a Gabriel Dauntsey leer sus poemas en la Sala Purcell, en la orilla sur. No tenía intención de decírselo, pero, mientras esperaba la llegada del anciano, revivió el acontecimiento con tanta claridad que escuchó las pisadas que se acercaban por la sala de los archivos con algo semejante a la impaciencia emocionada de la juventud. De las dos guerras mundiales, la primera era la que había producido la mejor poesía, y a veces Dalgliesh ocupaba su tiempo tratando de imaginar por qué había sido así. ¿Acaso porque el año 1914 había visto morir la inocencia, porque el cataclismo había barrido algo más que una generación brillante? El caso es que durante varios años -¿fueron solamente tres?- pareció que Dauntsey podía ser el Wilfred Owen de su tiempo, aunque su guerra fuera muy distinta. Sin embargo, la promesa de aquellos dos primeros volúmenes no se había cumplido y Dauntsey no había vuelto a publicar nada más. Dalgliesh se dijo que la palabra promesa, con su sugerencia de un talento todavía por confirmar, apenas resultaba adecuada. Uno o quizá dos de aquellos poemas tempranos tenían un nivel que pocos poetas de posguerra habían alcanzado.