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– Dirigida al juez. Resulta evidente lo que ha ocurrido, aun sin esto. Lamento que haya sufrido este sobresalto, señorita Price. Ha sido una falta de consideración por su parte. Si alguien quiere matarse, debería hacerlo en su casa.

Mandy pensó en la callejuela de Stratford East, la cocina compartida, el único cuarto de baño y su reducida habitación en la parte de atrás de una casa en la que sería tener mucha suerte encontrar suficiente intimidad para tragarse las píldoras, por no hablar de morir a causa de ello. Se obligó a mirar de nuevo la cara de la mujer. Sintió el impulso repentino de cerrarle los ojos y la boca, que había quedado ligeramente abierta. De modo que eso era la muerte; o, mejor dicho, eso era la muerte antes de que los de la funeraria te pusieran las manos encima. Mandy sólo había visto a otra persona muerta: su abuela, pulcramente amortajada con un volante en torno al cuello, empaquetada en el ataúd como una muñeca en una caja para regalo, curiosamente disminuida y con una apariencia más sosegada de lo que jamás había tenido en vida, cerrados los brillantes e inquietos ojos, las manos siempre afanosas recogidas por fin en quietud. De súbito el pesar cayó sobre ella en un torrente de compasión, liberada tal vez por la conmoción tardía o por la repentina y viva memoria de una abuela a la que había querido. Al sentir el primer hormigueo cálido de las lágrimas, no supo bien si eran por la abuela o por aquella desconocida que yacía en tan indefensa y desgarbada postura. Mandy lloraba pocas veces, pero cuando lo hacía sus lágrimas eran incontenibles. Temiendo desacreditarse, se esforzó por recobrar la compostura y, al mirar en derredor, sus ojos se posaron en algo familiar, nada amenazador, algo que podía manejar, una garantía de que existía un mundo ordinario que seguía su curso fuera de aquella celda de la muerte. Encima de la mesa había una pequeña grabadora.

Mandy se acercó y cerró la mano sobre ella como si de un icono se tratara.

– ¿Es ésta la cinta? -preguntó-. ¿Es una lista? ¿La quiere tabulada?

La señorita Etienne la contempló en silencio durante unos instantes y al fin contestó:

– Sí, tabulada. Y por duplicado. Puede utilizar el ordenador que hay en el despacho de la señorita Blackett.

En aquel momento Mandy tuvo la certeza de que había conseguido el empleo.

2

Quince minutos antes, Gerard Etienne, presidente y director gerente de Peverell Press, salía de la sala de juntas para regresar a su despacho de la planta baja. De pronto se detuvo, retrocedió hacia la sombra, con movimientos gráciles como los de un gato, y se quedó mirando desde detrás de la balaustrada. Bajo él, en el vestíbulo, una muchacha giraba lentamente con los ojos vueltos hacia el techo. Llevaba unas botas negras y acampanadas por arriba que le llegaban hasta el muslo, una falda corta y ceñida de color pardo y una chaqueta de terciopelo de un rojo apagado. Un brazo flaco y delicado se mantenía alzado para sostener en su lugar un insólito sombrero que parecía confeccionado en fieltro rojo. Era de ala ancha, arrufaldado por delante, y estaba decorado con una extraordinaria colección de objetos: flores, plumas, cintas de satén y encaje e incluso pequeños fragmentos de vidrio que, al girar, chispeaban, rutilaban y resplandecían. Hubiera debido presentar un aspecto ridículo, con esa cara afilada e infantil semioculta bajo desordenados mechones de pelo oscuro y coronada por tan estrafalaria prenda. Sin embargo, resultaba encantadora. Se encontró sonriendo, casi riendo, y de repente se apoderó de él una locura que no había experimentado desde que tenía veintiún años: el impulso de echarse a correr escaleras abajo, cogerla entre los brazos y llevársela danzando sobre el suelo de mármol hasta cruzar la puerta principal y llegar a la orilla del centelleante río. La muchacha terminó de dar la vuelta y siguió a la señorita Blackett por el vestíbulo. Él aún permaneció inmóvil irnos instantes, saboreando este arrebato de locura que, así se lo parecía, no tenía nada que ver con la sexualidad, sino con la necesidad de retener un recuerdo destilado de la juventud, de los primeros amores, de las risas, de la ausencia de responsabilidades, del puro deleite animal en el mundo de los sentidos. Nada de ello formaba ya parte alguna de su vida. Siguió esperando sin dejar de sonreír hasta que el vestíbulo quedó libre y al fin bajó poco a poco a su despacho.

A los diez minutos se abrió la puerta y reconoció los pasos de su hermana. Sin levantar la mirada, le preguntó:

– ¿Quién es la chica del sombrero?

– ¿El sombrero? -Por unos instantes ella puso cara de no comprender. Luego respondió-: ¡Ah, el sombrero! Mandy Price, de la agencia de colocación.

Una nota extraña en su voz hizo que él se volviera y le dedicara toda su atención.

– ¿Qué ha pasado, Claudia?

– Sonia Clements está muerta. Se ha suicidado.

– ¿Dónde?

– Aquí. En el despachito de los archivos. La hemos encontrado la chica y yo. Íbamos a buscar una de las cintas de Gabriel.

– ¿La chica la ha encontrado? -Hizo una pausa y añadió-: ¿Dónde está ahora?

– Ya te lo he dicho, en el despachito de los archivos. No hemos tocado el cuerpo. ¿Por qué habíamos de hacerlo?

– Quiero decir que dónde está la chica.

– Al lado, con Blackie, pasando la cinta a máquina. No malgastes tu compasión. No estaba sola y no hay sangre. Esta generación es dura. Ni siquiera parpadeó. Lo único que le preocupaba era conseguir el empleo.

– ¿Estás segura de que ha sido suicidio?

– Naturalmente. Ha dejado esta nota. Está abierta, pero no la he leído.

Claudia le entregó el sobre; luego se acercó a la ventana y se quedó mirando al exterior. Tras un par de segundos, él alzó la solapa del sobre y extrajo cuidadosamente el papel. Leyó en voz alta:

– «Lamento causar molestias, pero me ha parecido que era el mejor sitio que podía utilizar. Seguramente será Gabriel quien me encuentre y está demasiado familiarizado con la muerte para conmocionarse. En casa, ahora que vivo sola, quizá no me hubieran descubierto hasta que empezara a apestar, y considero que se debe mantener cierta dignidad incluso en la muerte. He dejado mis asuntos en orden y le he escrito a mi hermana. No estoy obligada a explicar el motivo de mi acto, pero, por si a alguien le interesa, diré que sencillamente prefiero la extinción a seguir existiendo. Es una elección razonable y todos tenemos derecho a hacerla.» -Luego añadió-: Bien, está bastante claro, y de su propia mano. ¿Cómo lo ha hecho?

– Con píldoras y alcohol. Como ya he dicho, no hay mucho desorden.

– ¿Has llamado a la policía?

– ¿A la policía? Aún no he tenido tiempo. He venido directa a verte. ¿De verdad crees que es necesario, Gerard? El suicidio no es delito. ¿No podríamos llamar sencillamente al doctor Frobisher?

– No sé si es necesario -replicó él con sequedad-, pero desde luego es lo más conveniente. No queremos que haya dudas sobre esta muerte.

– ¿Dudas? -dijo ella-. ¿Dudas? ¿Qué dudas puede haber?

Había ido bajando la voz y, ahora, ambos hablaban casi en susurros. De un modo casi imperceptible, se alejaron del tabique en dirección a la ventana.

– Habladurías, entonces -respondió Gerard-, rumores, escándalo. Llamaremos a la policía desde aquí. No hay necesidad de pasar por la centralita. Si la bajan en el ascensor, seguramente podremos sacarla del edificio antes de que el personal se entere de lo ocurrido. Está George, claro. Supongo que será mejor que la policía entre por esa puerta. Habrá que decirle a George que no se vaya de la lengua. ¿Dónde está ahora la chica de la agencia?

– Ya te lo he dicho. Está al lado, en el despacho de Blackie, haciendo la prueba de mecanografía.

– O, más probablemente, contándole a Blackie y a todos los que se le acerquen que la llevaron a buscar una cinta y encontraron un cadáver.

– Les he pedido a las dos que no digan nada hasta que se lo hayamos anunciado a todo el personal. Gerard, si crees que puedes mantener esto en secreto aunque sólo sea durante un par de horas, quítatelo de la cabeza. Habrá una investigación, y eso implica publicidad. Y tendrán que bajarla por la escalera; es imposible meter una camilla con un cadáver en ese ascensor. Pero, Dios mío, ¡era lo único que nos faltaba! Después de lo otro, va a ser espléndido para la moral de los empleados.