Dalgliesh inquirió:
– ¿Le gustaba Gerard Etienne?
– No, pero lo respetaba. No porque tuviera cualidades necesariamente merecedoras de respeto; lo respetaba porque era muy distinto a mí. Su virtud procedía en parte de sus defectos. Y era joven. No podía atribuirse ningún mérito ni responsabilidad por serlo, pero eso le confería un entusiasmo que la mayoría de los demás ya no tenemos y que, en mi opinión, la empresa necesita. Quizá nos quejáramos de lo que hacía o nos disgustara lo que se proponía hacer, pero al menos sabía adónde se dirigía. Sospecho que sin él nos sentiremos a la deriva.
– ¿Quién ocupará ahora el cargo de director gerente?
– Oh, su hermana, Claudia Etienne. El cargo le corresponde al poseedor del mayor número de acciones y, por lo que yo sé, Claudia heredará las de él. Eso le proporcionará la mayoría absoluta.
– ¿Para hacer qué? -quiso saber Dalgliesh.
– No lo sé. Tendrá que preguntárselo a ella. Dudo que ella misma lo sepa. Acaba de perder a su hermano. No creo que haya dedicado mucho tiempo a pensar en el futuro de la Peverell Press.
A continuación Dalgliesh le preguntó cómo había pasado el día y la noche anteriores. Dauntsey bajó la vista y esbozó una leve sonrisa burlona. Era demasiado inteligente para no comprender que lo que le estaba pidiendo era su coartada. Permaneció un breve rato en silencio, como si estuviera ordenando sus pensamientos. Al fin respondió.
– Estuve en la reunión de los socios desde las diez hasta las once y media. A Gerard le gustaba acabar en dos horas, pero ayer terminamos antes que de costumbre. Después de la reunión, mientras bajábamos de la sala de juntas, cambié unas palabras con él acerca del futuro de la colección de poesía. Creo que, además, intentaba obtener mi apoyo a sus planes de vender Innocent House y trasladar la empresa a Docklands.
– ¿Y usted lo consideraba deseable?
– Lo consideraba necesario. -Hizo una pausa y añadió-: Por desgracia.
Tras una nueva pausa siguió hablando de forma lenta y pausada, pero con escaso énfasis, deteniéndose de vez en cuando como para elegir una palabra antes que otra, frunciendo la frente de vez en cuando como si el recuerdo fuera doloroso o incierto. Los demás escucharon su monólogo en silencio.
– Luego salí de Innocent House y me dirigí a mi apartamento para arreglarme, pues debía salir. Cuando digo arreglarme, me refiero sencillamente a pasarme un peine por el cabello y lavarme las manos. No estuve mucho tiempo en casa. Había invitado a un poeta joven, Damien Smith, a almorzar en el Ivy. Gerard solía decir que James de Witt y yo gastábamos el dinero agasajando a autores en proporción inversa a su importancia para la empresa. Me pareció que al muchacho le gustaría ir al Ivy. Estábamos citados allí a la una. Fui en lancha hasta el puente de Londres y una vez allí tomé un taxi hasta el restaurante. El almuerzo duró en total unas dos horas; a las tres y media estaba de vuelta a mi apartamento. Me preparé un té y a las cuatro volví a mi despacho. Estuve trabajando alrededor de una hora y media.
»La última vez que vi a Gerard fue en el aseo de la planta baja. Está en la parte de atrás de la casa, al lado de las duchas. Las mujeres suelen utilizar el aseo del primer piso. Al entrar me crucé con Gerard. No nos dijimos nada, pero creo que me hizo un gesto con la cabeza o sonrió. Hubo una especie de saludo fugaz, nada más. No volví a verlo. Regresé a mi apartamento y me pasé las dos horas siguientes leyendo los poemas que había elegido para la reunión de la noche, pensando en ellos, tomando café. Escuché las noticias de las seis en la BBC. Poco después me llamó Frances Peverell para desearme buena suerte. Se había ofrecido a ir conmigo. Creo que consideraba que debía acompañarme alguien de la editorial. Hablamos de ello un par de días antes y conseguí disuadirla. Una de las poetisas que iba a leer era Marigold Riley. No es mala, pero gran parte de su obra es escatológica. Sabía que a Frances no le gustarían ni los poemas, ni la compañía, ni el ambiente. Le dije que prefería ir solo, que tenerla a mi lado me pondría nervioso, y no era del todo mentira. Hacía quince años que no leía mis versos. La mayoría de los asistentes debían de suponer que ya había muerto. Ya empezaba a desear no haber aceptado. La presencia de Frances haría que me preguntara si se encontraba a disgusto, hasta qué punto le desagradaba todo aquello, y sólo incrementaría mi desasosiego. Pedí un taxi por teléfono y me fui pasadas las siete y media.
Dalgliesh le interrumpió.
– ¿A qué hora, exactamente?
– Pedí que el taxi estuviera en el callejón a las ocho menos cuarto y supongo que lo hice esperar irnos minutos, no más. -Se detuvo otra vez y luego prosiguió-: Lo que ocurrió en el Connaught Arms no puede interesarle mucho. Había el número suficiente de personas para justificar mi presencia. Supongo que la lectura fue bastante mejor de lo que me figuraba, pero había demasiada gente y demasiado ruido. No era consciente de que la poesía se hubiera convertido en un deporte de masas. Se bebía y se fumaba mucho, y algunos de los poetas eran más bien dados al exceso. La cosa se prolongó en demasía. Quería pedirle al patrón que llamara un taxi por teléfono, pero estaba hablando con un grupo de gente y me marché sin que nadie me prestara demasiada atención. Esperaba encontrar un taxi al final de la calle, pero me asaltaron antes de llegar. Eran tres, me parece, dos negros y un blanco, pero no podría identificarlos. Sólo percibí unas figuras que arremetían contra mí, un fuerte empujón en la espalda, unas manos que me registraban los bolsillos. Fue un ataque gratuito. Si me hubieran pedido la cartera, se la habría dado. ¿Qué otra cosa podía hacer?
– ¿Se la llevaron?
– Sí, se la llevaron. Por lo menos ya no la tenía cuando miré. La caída me aturdió por irnos instantes. Cuando recobré la lucidez vi a un hombre y una mujer agachados junto a mí. Habían estado en la lectura y querían darme alcance. Al caer me di un golpe en la cabeza y estaba sangrando un poco. Saqué el pañuelo y lo apreté contra la herida. Les pedí que me llevaran a casa, pero dijeron que tenían que pasar por delante del hospital St. Thomas e insistieron en dejarme allí. Decían que debía hacerme una radiografía. Naturalmente, no pude empecinarme en que me llevaran a casa o me buscaran un taxi. Fueron muy amables, pero no creo que quisieran tomarse demasiadas molestias. En el hospital me hicieron esperar un buen rato. Había casos más urgentes que atender. Finalmente, una enfermera me vendó la herida y me anunció que debía quedarme a que me hicieran una radiografía. Otra espera. El resultado fue satisfactorio, pero querían tenerme toda la noche en observación. Les aseguré que en casa estaría bien atendido y les rogué que llamaran a Frances para explicarle lo ocurrido y que me pidieran un taxi. Pensé que seguramente estaría pendiente de mi llegada para saber qué tal había ido la lectura y que se preocuparía si a las once aún no había regresado. Debía de ser la una y media cuando llegué a casa, y enseguida la llamé por teléfono. Frances quería que subiera a su apartamento, pero le dije que me encontraba perfectamente y que lo que más necesitaba era un baño. Después de bañarme volví a llamar y bajó al momento.
Dalgliesh preguntó:
– ¿Y no insistió en bajar a su apartamento en cuanto usted llegó?
– No. Frances nunca se entromete si cree que alguien desea estar a solas, y lo cierto es que yo deseaba estar a solas, siquiera por un rato. No me sentía con ánimos para dar explicaciones ni escuchar expresiones de condolencia. Lo que necesitaba era una copa y un baño. Bebí, me bañé y luego la llamé por teléfono. Sabía que estaba inquieta y no quería hacerla esperar hasta la mañana siguiente para saber qué había ocurrido. Creí que el whisky me sentaría bien, pero en realidad me dejó bastante mareado. Supongo que sufrí una especie de conmoción tardía. Cuando llamó a la puerta, no me encontraba demasiado bien. Estuvimos un ratito hablando y enseguida insistió en que debía acostarme. Dijo que se quedaría en mi apartamento por si acaso yo necesitaba algo durante la noche. Creo que temía que estuviera mucho peor de lo que le aseguraba y quería estar a mi lado para llamar a un médico si mi estado empeoraba. No intenté disuadirla, aunque sabía que lo único que me hacía falta era una noche de reposo. Pensé que se acostaría en la habitación libre, pero creo que se envolvió en una manta y pasó toda la noche en la sala, junto a mi puerta. Cuando desperté por la mañana estaba vestida y me había preparado una taza de té. Trató de convencerme para que me quedara en casa, pero cuando terminé de vestirme me encontraba mucho mejor y decidí ir a Innocent House. Llegamos juntos a recepción justo cuando acababa de llegar la primera lancha del día. Fue entonces cuando nos dijeron que Gerard había desaparecido.