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Kate preguntó de improviso:

– ¿Qué montaña?

De Witt se volvió hacia ella y sonrió. Fue una sonrisa inesperada que le transformó la cara.

– El Cervino. Probablemente eso le diga todo lo que necesita saber sobre Gerard Etienne.

– Es de suponer que pensaba introducir cambios en la empresa -prosiguió Dalgliesh-. Y no todos debían de ser gratos.

– Eso no significa que no fueran necesarios, y supongo que lo siguen siendo. El mantenimiento de la casa se come los beneficios anuales desde hace decenios. Supongo que podríamos permanecer aquí si redujéramos nuestro catálogo a la mitad, despidiéramos a dos terceras partes del personal, aceptáramos un recorte del treinta por ciento en nuestro propio sueldo y nos contentáramos con vivir del fondo editorial y ser una pequeña casa de prestigio. Pero eso no le habría gustado a Gerard Etienne.

– ¿Y a los demás?

– Bueno, a veces rezongábamos y coceábamos contra el aguijón, pero creo que nos dábamos cuenta de que Gerard tenía razón: había que crecer o morir. Hoy en día una editorial no puede vivir sólo de la edición comercial. Gerard quería absorber una empresa con un buen catálogo de textos de derecho y hay una que está a punto para que alguien la coja; y también quería entrar en el campo del libro de texto. Iba a hacer falta dinero, por no hablar de energía y de cierta dosis de agresividad comercial. No sé si todos habríamos tenido estómago para eso. Sabe Dios qué ocurrirá ahora. Supongo que habrá una reunión de los socios, se confirmará a Claudia como presidenta y directora gerente y se postergarán todas las decisiones desagradables por un mínimo de seis meses. Eso habría divertido a Gerard. Lo habría considerado típico.

Dalgliesh, que no deseaba retenerlo demasiado tiempo, se dispuso a terminarla entrevista preguntándole por el bromista de la oficina.

– No tengo ni idea de quién puede ser el responsable. En las reuniones mensuales de los socios hemos perdido mucho tiempo hablando del asunto, pero no hemos llegado a ninguna conclusión. Es extraño, en realidad. Con una plantilla de sólo treinta personas, a estas alturas deberíamos tener alguna pista, aunque sólo fuera por un proceso de eliminación. Naturalmente, la mayor parte del personal lleva años en la empresa, y yo habría dicho que todos, los antiguos y los nuevos, se hallaban libres de sospecha. Y los incidentes se han producido siempre cuando prácticamente todos estábamos presentes. Quizás era lo que pretendía el bromista, dificultar la eliminación. Los más graves, por supuesto, fueron la desaparición de las ilustraciones para el libro sobre Guy Fawkes y la manipulación de las pruebas de imprenta de lord Stilgoe.

– Pero, de hecho -apuntó Dalgliesh-, ninguno de los dos resultó catastrófico.

– A decir verdad, no. Este último asunto con Sid la Siseante parece ser de otro orden. Los demás se dirigían contra la empresa, pero meterle a Gerard en la boca la cabeza de esa serpiente constituye sin duda un acto de malevolencia personal contra él. Para ahorrarle la pregunta, puedo decirle que sabía dónde encontrar a Sid. Supongo que cuando la señora Demery terminó de hacer su ronda toda la oficina debía de saberlo.

Dalgliesh pensó que ya era hora de dejarlo marchar.

– ¿Cómo irá hasta Hillgate Village?

– He pedido un taxi; tardaría demasiado en lancha hasta Charing Cross. Mañana a las nueve y media estaré aquí, si desea saber algo más. Aunque no creo que pueda serle útil. Ah, también puedo decirle ya que no maté a Gerard ni le puse la serpiente al cuello. Nunca se me ocurriría convencerle de las virtudes de la novela literaria gaseándolo hasta morir.

– ¿Es así como supone usted que murió? -inquirió Dalgliesh.

– ¿Me equivoco? A decir verdad, fue idea de Dauntsey; no puedo atribuirme el mérito. Pero cuanto más pienso en ello más verosímil me parece.

Se retiró con la misma elegancia sin premura con que había entrado.

Dalgliesh caviló que interrogar a sospechosos era muy parecido a entrevistar candidatos como miembro de un comité de selección. Siempre existía la tentación de evaluar la actitud de cada uno y formarse una opinión provisional antes de convocar al siguiente solicitante. Esta vez esperó en silencio. Kate, como siempre, se había dado cuenta de que era más prudente guardar silencio, pero él sospechaba que le habría gustado hacer un par de comentarios mordaces sobre Claudia Etienne.

Frances Peverell fue la última. Entró en la habitación con algo semejante a la docilidad de una colegiala bien educada, pero su compostura se vino abajo cuando vio la chaqueta de Etienne colgada del respaldo de su sillón.

– No creí que aún estuviera aquí -dijo.

Echó a andar hacia ella con la mano tendida, pero se contuvo al instante y se volvió hacia Dalgliesh, quien vio que se le habían llenado los ojos de lágrimas.

– Lo siento -se excusó Dalgliesh-. Quizá deberíamos haberla retirado.

– Claudia habría podido llevársela, pero ha tenido otras cosas en que pensar. Pobre Claudia. Supongo que tendrá que encargarse de las pertenencias de su hermano, de toda su ropa.

Se sentó y miró a Dalgliesh como una paciente a la espera del dictamen del especialista. Sus facciones eran suaves y llevaba el cabello, castaño claro con mechas doradas, cortado con un flequillo que le caía sobre las rectas cejas y los ojos, de color verde azulado. Dalgliesh sospechó que la expresión tensa y angustiada que reflejaban era algo duradero antes que una respuesta a la desgracia presente, y se preguntó qué clase de padre había sido Henry Peverell. La mujer que tenía ante sí no mostraba en absoluto el egocentrismo arrogante de una hija única malcriada. Parecía una mujer que durante toda su vida había reaccionado a las necesidades de los demás, más acostumbrada a recibir críticas implícitas que alabanzas. Carecía por completo del aplomo de Claudia Etienne o la elegancia dégagée de James de Witt. Vestía una falda de tweed en suaves tonos azules y marrones, con un jersey azul de cuello cerrado y cárdigan a juego, pero sin la acostumbrada sarta de perlas. Podría haber llevado lo mismo en los años treinta y en los cincuenta, pensó Dalgliesh, la ropa de diario de las inglesas de buena familia; de un buen gusto sobrio, convencional y caro, incapaz de ofender a nadie.

Dalgliesh comentó en tono amable:

– Siempre he creído que es la peor tarea tras la muerte de alguien. Relojes, joyas, libros, cuadros: todo eso puede darse a los amigos, y parece justo y conveniente. Pero las prendas de vestir son demasiado personales para regalarlas. Paradójicamente, sólo podemos soportar que las usen, no las personas que conocemos, sino los extraños.

Ella respondió con afán, como si le agradeciera su comprensión.

– Sí, yo sentí lo mismo cuando murió papá. Al fin, di todos sus trajes y zapatos al Ejército de Salvación. Espero que los hiciesen llegar a alguien que los necesitara, pero fue como sacar a papá del piso, como sacarlo de mi vida.

– ¿Apreciaba usted a Gerard Etienne?

Frances bajó la vista hacia las manos entrelazadas y luego lo miró de hito en hito.

– Estuve enamorada de él. Quería decírselo yo misma, porque estoy segura de que tarde o temprano lo averiguará y es mejor que lo sepa por mí. Mantuvimos una relación amorosa, pero terminó una semana antes de que él anunciara su compromiso.

– ¿De común acuerdo?

– No, no de común acuerdo.

Dalgliesh no necesitaba preguntarle qué había sentido ante esa traición. Lo que había sentido, y seguía sintiendo, lo llevaba escrito en la cara.