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Hubo unos instantes de silencio durante los cuales ninguno de los dos se acercó al teléfono. Luego ella se volvió hacia su hermano y le preguntó:

– El pasado miércoles, cuando la pusiste en la calle, ¿cómo se lo tomó?

– No se ha matado porque la echara. Era una mujer racional y sabía que tenía que irse. Debía de saberlo desde el día en que me hice cargo de la empresa. Siempre dejé bien claro que en mi opinión teníamos un editor de más, que podíamos darle parte del trabajo a un colaborador externo.

– Pero tenía cincuenta y tres años. No le habría resultado fácil encontrar otro empleo. Y llevaba veinticuatro años en la empresa.

– A tiempo parcial.

– A tiempo parcial, pero trabajando casi a jornada completa. Este lugar era su vida.

– Claudia, eso son desvaríos sentimentales. Ella tenía una existencia fuera de estas paredes. Además, ¿qué diablos tiene eso que ver? O se la necesitaba aquí o no se la necesitaba.

– ¿Fue así como se lo dijiste? Ya no la necesitamos más.

– No fui brutal, si es eso lo que insinúas. Le dije que me proponía recurrir a un colaborador externo que ayudara a editar las obras de no ficción y que, por tanto, su puesto era superfluo. Le dije que, aunque legalmente no le correspondía la indemnización máxima, buscaríamos algún arreglo económico.

– ¿Un arreglo? ¿Y qué dijo ella?

– Dijo que no sería necesario. Que ella haría sus propios arreglos.

– Y los ha hecho. Por lo que se ve, con analgésicos y una botella de cabernet búlgaro. Bien, al menos nos ha ahorrado algún dinero, pero, por Dios, habría preferido pagar antes que tener que vérnoslas con esto. Sé que debería compadecerla. Supongo que lo haré cuando haya superado la conmoción; ahora mismo no me resulta fácil.

– Claudia, es inútil volver de nuevo a esas viejas discusiones. Había que despedirla y la despedí. Eso no ha tenido nada que ver con su muerte. Hice lo que había que hacer por los intereses de la empresa y en su momento estuviste de acuerdo. Ni tú ni yo tenemos la culpa de que se suicidara. Por otro lado, su muerte tampoco guarda ninguna relación con las otras malas pasadas. -Hizo una pausa y añadió-: A no ser, claro, que fuera ella la responsable.

A su hermana no le pasó por alto la repentina nota de esperanza que sonó en su voz. Así que estaba más preocupado de lo que quería reconocer. Replicó con acritud:

– Sería una bonita solución a nuestros problemas, ¿verdad? Pero ¿cómo habría podido ser ella, Gerard? Cuando alteraron las pruebas del Stilgoe estaba de baja por enfermedad, recuerda, y cuando perdimos las ilustraciones del libro sobre Guy Fawkes se encontraba en Brighton visitando a un autor. No, no pudo ser ella.

– Es verdad. Sí, lo había olvidado. Mira, voy a llamar a la policía ahora mismo y tú mientras te das una vuelta por la casa y explicas lo que ha pasado. Será menos teatral que reunirlos a todos para hacer un anuncio general. Diles que permanezcan en sus despachos hasta que hayan retirado el cuerpo.

– Hay una cosa que deberíamos tener en cuenta -dijo ella lentamente-. Creo que fui la última persona que la vio viva.

– Alguien tenía que ser.

– Fue anoche, apenas pasadas las siete. Me había quedado a trabajar. Al salir del vestíbulo del primer piso la vi subir la escalera. Llevaba una botella de vino y un vaso.

– ¿Y no le preguntaste qué estaba haciendo?

– Claro que no. No era una mecanógrafa jovencita. Quizá se dirigía con el vino a los archivos para tomarse unos tragos en secreto. Y en tal caso, no era asunto mío. Me pareció extraño que se hubiera quedado a trabajar hasta tan tarde, pero nada más.

– ¿Te vio ella?

– Creo que no. No volvió la cabeza.

– ¿Y no había nadie más por allí?

– A aquellas horas ya no. Yo era la última.

– Pues no se lo digas a nadie. No tiene importancia. No es un dato útil.

– Sin embargo, me dio la sensación de que actuaba de un modo extraño. Tenía un aire, no sé, furtivo. Casi se escabullía.

– Eso te lo parece ahora. ¿No le echaste una ojeada al edificio antes de cerrar?

– Miré en su despacho. La luz estaba apagada. No había nada suyo, ni el abrigo ni el bolso. Supongo que debió de guardarlos en el armario. Naturalmente, pensé que ya se había marchado a casa.

– Puedes declarar eso en el interrogatorio, pero nada más. No digas que la viste antes. Sólo serviría para que te preguntaran por qué no subiste a mirar también arriba.

– ¿Por qué había de subir?

– Exactamente.

– Pero, Gerard, si me preguntan cuándo la vi por última vez…

– Entonces, miente. Pero, por el amor de Dios, Claudia, miente de un modo convincente y no incurras en ninguna contradicción. -Se acercó al escritorio y descolgó el auricular-. Vale más que llame al 999. Es curioso; que yo recuerde, es la primera vez que la policía viene a Innocent House.

Ella apartó la vista de la ventana y lo miró de hito en hito.

– Esperemos que sea la última.

3

En el despacho exterior, Mandy y la señorita Blackett estaban sentadas cada una ante su ordenador, tecleando y con los ojos fijos en la pantalla. Ninguna de las dos hablaba. Al principio los dedos de Mandy se habían negado a trabajar y temblaban inciertos sobre las teclas, como si las letras estuvieran inexplicablemente traspuestas y el teclado entero se hubiera convertido en una maraña de signos sin sentido. Pero apretó con fuerza las manos sobre el regazo por espacio de medio minuto y, haciendo un esfuerzo, consiguió dominar el temblor. Cuando empezó a escribir, se impuso su habitual pericia y todo fue bien. De vez en cuando dirigía tina fugaz mirada de soslayo a la señorita Blackett. Era evidente que la mujer estaba profundamente afectada. Su cara, grande, con mejillas de marsupial y una boca pequeña que expresaba cierta obstinación, estaba tan blanca que Mandy temía que la mujer cayese desmayada sobre el teclado en cualquier momento.

Hacía más de media hora que la señorita Etienne y su hermano se habían marchado. A los diez minutos de cerrar la puerta, la señorita Etienne había asomado la cabeza para anunciarles:

– Le he pedido a la señora Demery que traiga té. Ha sido una conmoción para las dos.

El té llegó a los pocos minutos, servido por una pelirroja con un delantal de flores que depositó la bandeja sobre un archivador mientras comentaba:

– Se supone que no debo hablar, así que no hablaré. Pero no pasará nada si les digo que la policía acaba de llegar. Eso sí que es trabajar rápido. Seguro que ahora querrán té.

Y desapareció de inmediato, como movida por el convencimiento de que era más emocionante lo que ocurría fuera de la habitación que dentro de ella.

El despacho de la señorita Blackett era una habitación desproporcionada, demasiado estrecha para su altura, y esta discordancia quedaba subrayada por una espléndida chimenea de mármol con un friso de dibujo convencional y una pesada repisa sostenida por las cabezas de dos esfinges. El tabique, de madera hasta un metro del suelo y con paneles de vidrio por encima, cortaba por la mitad una de las estrechas ventanas en arco y bisecaba también un adorno del cielo raso en forma de losange. Mandy pensó que, si realmente era necesario dividir la sala grande, habrían podido hacerlo con más respeto hacia la arquitectura, por no hablar de la comodidad de la señorita Blackett. Tal como estaba, daba la impresión de que se le escatimaba incluso el espacio suficiente para trabajar.