– Pero ¿de veras creía que no íbamos a descubrir el rasguño?
– Por favor, Daniel. No sabía que le había hecho un rasguño en el paladar. Lo único que sabía era que tenía que romper la rigidez y que eso no podía pasarnos por alto. Así que utilizó la serpiente. Y, de no haber sido por el rasguño, nos lo habríamos tragado. Estamos buscando a un asesino que sabía algo acerca del tiempo que tarda en aparecer y desaparecer la rigidez y que esperaba que el cuerpo fuera encontrado en un plazo relativamente breve. Si se hubiera tardado un día más en encontrarlo, no habría hecho falta la serpiente.
Dalgliesh sabía que corrían el riesgo de teorizar antes de contar con todos los datos. La autopsia aún no había concluido. Todavía no se había confirmado la causa de la muerte, aunque se sentía razonablemente seguro, y sabía que también el doctor Wardle, de cuál sería esa causa.
Kate preguntó:
– ¿Qué clase de objeto? Algo pequeño y de aristas duras… ¿Una llave? ¿Un manojo de llaves? ¿Una cajita metálica?
– O la casete de una grabadora pequeña -sugirió Dalgliesh sosegadamente.
Dalgliesh se marchó antes de que terminara la autopsia. El doctor Wardle le explicaba a su ayudante que las muestras de sangre para el laboratorio debían tomarse de la vena femoral y no del corazón, y por qué. Dalgliesh dudaba que la autopsia pudiera revelar nada más, y si surgía algo no tardaría en saberlo. Había documentos que debía examinar antes de acudir a su cita en la Cámara y no andaba sobrado de tiempo. Habría sido inútil pasar primero por el Yard antes de ir a su casa, de modo que William, su chófer, había recogido el maletín de su despacho y lo esperaba en el patio exterior, reflejando en su rostro afable y mofletudo un nerviosismo cuidadosamente controlado.
La intensa lluvia de la tarde había ido amainando hasta convertirse en una llovizna fina y constante. Dalgliesh, con la ventanilla semiabierta, saboreaba el penetrante aroma salado del Támesis. Los semáforos del Embankment emborronaban el aire de escarlata y, mientras esperaba a que cambiaran, un caballo de la policía, de flancos relucientes, hollaba el asfalto brillante con sus finos cascos. La oscuridad había descendido a zancadas sobre la ciudad, convirtiéndola en una fantasmagoría de luz en la que calles y plazuelas se estremecían transformadas en movedizos collares de blanco, rojo y verde. Dalgliesh abrió el maletín y sacó los papeles para proceder a una lectura rápida de los principales asuntos. Había llegado el momento de adaptar los engranajes de su mente a una preocupación más inmediata y tal vez en último término más importante. Por lo general no le resultaba difícil hacerlo, pero esta vez persistían las imágenes del depósito.
Algo pequeño, algo de cantos agudos, había sido extraído de la boca de Etienne tras la instauración de la rigidez en la parte superior del cuerpo. Cabía dentro de lo posible que ese algo fuera una casete; la desaparición del magnetófono sugería ciertamente esa posibilidad. Ello permitía inferir que Etienne había grabado el nombre de su asesino y que éste había regresado más tarde para eliminar la prueba. Pero su mente rechazaba esta hipótesis sencilla. El asesino de Etienne había procurado que en la habitación no quedara nada que le permitiese dejar un mensaje: había limpiado el suelo y la repisa de la chimenea, se había llevado todos los papeles, la agenda de Etienne le había sido robada el día anterior con el correspondiente lápiz de oro. Incluso en eso había pensado el asesino. Etienne no había tenido ni siquiera la oportunidad de garabatear un nombre en el suelo de madera desnuda. ¿Por qué, pues, iba a cometer la estupidez de dejar un magnetófono a disposición de su víctima?
Había otra explicación, naturalmente: el magnetófono podía haber servido para un propósito específico. De ser así, el caso prometía resultar más intrigante y enigmático de lo que en un principio parecía.
34
Eran más de las diez y media cuando Dalgliesh regresó al centro de operaciones instalado en la comisaría de Wapping. Robbins ya había terminado su turno de servicio. Kate y Daniel habían comprado bocadillos al volver del depósito y se arreglaron con ellos y café mientras anochecía. Ya habían trabajado una jornada de doce horas, pero aún no habían terminado. Dalgliesh quería evaluar los progresos realizados y hacerse una idea clara de dónde se hallaban antes de iniciar la fase siguiente de la investigación.
Nada más llegar tomó asiento y se pasó diez minutos examinando los documentos que Daniel había traído del despacho de Gerard Etienne. Luego cerró la carpeta sin hacer ningún comentario, consultó su reloj y preguntó:
– Bien, entonces, ¿qué conclusiones provisionales han extraído de los datos que conocemos hasta el momento?
Daniel intervino de inmediato, como Kate imaginaba que haría. A ella no le molestó. Tenían la misma graduación, pero Kate era su superior por antigüedad en el servicio; a pesar de ello, no experimentaba ninguna necesidad de subrayarlo. Ser el primero en hablar tenía sus ventajas: impedía que otro se atribuyera el mérito de las ideas propias y demostraba entusiasmo. Por otra parte, había cierta sabiduría en esperar el momento adecuado. La inspectora observó que Daniel presentaba minuciosamente su exposición de los hechos; seguramente, pensó, había estado ensayándola mentalmente desde su regreso del depósito.
– Muerte natural, suicidio, accidente o asesinato. Las dos primeras posibilidades quedan descartadas. No necesitamos los informes del laboratorio para saber que se trata de una intoxicación por monóxido de carbono; la autopsia ya lo ha dejado claro. También ha dejado claro que, por lo demás, murió en perfecto estado de salud. Y no hay absolutamente nada que haga pensar en un suicidio, así que no creo que haga falta perder el tiempo en eso.
»De modo que llegamos al supuesto de una muerte accidental. Si se trata de un accidente, ¿qué hemos de creer? Que Etienne decidió subir a trabajar en el despachito de los archivos por alguna razón, dejándose la chaqueta en el sillón de su despacho y las llaves en el cajón de la mesa. Que tuvo frío, que encendió el fuego con unas cerillas que nada nos permite suponer que llevara encima y que, luego, el trabajo lo absorbió de tal manera que no se dio cuenta de que la estufa funcionaba defectuosamente hasta que fue demasiado tarde. Aparte de las evidentes incongruencias, sugiero que, si la cosa se hubiera desarrollado así, lo habríamos encontrado desplomado sobre la mesa, no tendido en el suelo de espaldas, semidesnudo y con la cabeza apuntando a la estufa. Por el momento, dejo la serpiente al margen. Creo que debemos distinguir con claridad entre lo que ocurrió en el momento de la muerte y lo que le ocurrió después al cadáver. Es obvio que alguien lo encontró cuando ya se había instaurado el rigor mortis en la parte superior del cuerpo, pero nada nos indica que la persona que le metió la serpiente en la boca le quitara la camisa o lo trasladara de la mesa al lugar donde fue descubierto.
– La camisa debió de quitársela él mismo -opinó Kate-. La aferraba con la mano derecha. Daba la impresión de que se la había quitado con la idea de utilizarla para apagar el fuego. Observen la fotografía. La mano derecha sigue sujetando parte de la camisa y el resto aparece cubriendo el cuerpo. A mí me da la impresión de que murió boca abajo y que el asesino dio la vuelta al cuerpo, tal vez con el pie, y luego le abrió la boca por la fuerza. Miren la posición de las rodillas, ligeramente dobladas. No murió en esa postura. Los resultados de la autopsia permiten suponer que murió boca abajo. Creo que iba andando a gatas en dirección al fuego.
– Bien, estoy de acuerdo. Pero no podía tener la esperanza de apagarlo de esa manera. La camisa habría prendido.
– Ya sé que no podía, pero es la impresión que da. Quizás en su estado de confusión le pareció posible extinguir así el fuego.
Dalgliesh no intervino, pero escuchó con atención mientras ellos discutían.