Etienne volvió a su asiento.
– Si mi hijo ha sido asesinado, quiero que su asesino comparezca ante la justicia, aunque desconfíe de ella -le aseguró-. Quizá no sea necesario que le diga esto, pero es importante que se lo diga y que usted me crea. Si me encuentra poco servicial es porque no puedo prestarle ninguna ayuda.
– ¿Sabe si su hijo tenía algún enemigo?
– No conozco a ninguno. Sin duda tenía rivales profesionales, autores insatisfechos, colegas que no lo apreciaban, estaban molestos con él o lo envidiaban; eso es lo que suele pasar tratándose de un hombre de éxito. Pero no sé de nadie que pudiera desear su muerte.
– ¿Hay algo en su pasado o en el de usted, alguna injusticia, algún agravio antiguo o imaginario que hubiera podido provocar un rencor duradero?
Etienne hizo una pausa antes de responder y Dalgliesh advirtió por primera vez el silencio que reinaba en la habitación. El fuego crepitó de pronto con un pequeño estallido de llamas y una lluvia de chispas cayó sobre el hogar. Etienne miró el fuego.
– ¿Rencor? -repitió-. Hubo un tiempo en que los enemigos de Francia fueron mis enemigos y combatí contra ellos de la única manera que podía. Algunos de los que sufrieron deben de tener hijos y nietos. Me parece absurdo suponer que hayan decidido vengarse en mi hijo. Y luego está mi propia gente, las familias de los franceses que fueron detenidos y fusilados a consecuencia de las actividades de la Resistencia. Algunos podrían sostener que tenían un agravio legítimo, pero sin duda no contra mi hijo. Le sugiero que concentre su atención en el presente, no en el pasado, y en las personas que normalmente tenían acceso a Innocent House. A mi entender, ésa sería la línea de investigación más adecuada.
Dalgliesh cogió la taza. El café, solo, como él lo quería, aún estaba demasiado caliente para beberlo. Volvió a dejarlo en la repisa y prosiguió:
– La señorita Etienne nos ha dicho que su hijo solía venir a verle con regularidad. ¿Discutían ustedes los asuntos de la empresa?
– No discutíamos nada. Por lo visto, sentía la necesidad de mantenerme informado de los acontecimientos, pero no me pedía consejo ni yo se lo daba. Ya no me interesa la empresa; de hecho, apenas me interesó durante los últimos cinco años que trabajé en ella. Gerard quería vender Innocent House y trasladarse a Docklands. No es, creo, ningún secreto. Él lo consideraba necesario y sin duda lo era. Sin duda lo sigue siendo. Guardo un recuerdo confuso de nuestras conversaciones; hablaba de dinero, adquisiciones, cambios en la plantilla, alquileres, un posible comprador para Innocent House. Lamento que mi memoria no sea más precisa.
– ¿Pero los años que pasó usted en la empresa no fueron desdichados?
La pregunta, advirtió Dalgliesh, fue recibida como una impertinencia. Se había aventurado en un terreno prohibido. Etienne respondió:
– Ni felices ni desdichados. Desempeñaba una función, aunque, como le digo, en los últimos cinco años fue cada vez menos importante. Sin embargo, dudo que ningún otro trabajo me hubiera satisfecho más. Henry Peverell y yo hubiéramos tenido que marcharnos antes. La última vez que visité Innocent House fue para arrojar una parte de sus cenizas al Támesis. No volveré a ir.
Dalgliesh comentó:
– Su hijo tenía previstos diversos cambios, algunos, sin duda, mal acogidos.
– Todo cambio es siempre mal acogido. Me alegro de haberme situado fuera de su alcance. Algunos de los que sentimos aversión por ciertos aspectos del mundo moderno podemos considerarnos afortunados: ya no necesitamos vivir en él.
Al observarlo mientras por fin bebía a sorbos el café, Dalgliesh vio que el hombre estaba tan tenso como si fuera a saltar del sillón y se dio cuenta de que Etienne era un verdadero recluso. La compañía humana, excepto la de las pocas personas que vivían con él, le resultaba intolerable durante más de un breve lapso, y estaba llegando al final de su resistencia. Era hora de irse; no averiguaría nada más.
Unos minutos más tarde, mientras Etienne lo acompañaba hasta la puerta principal -una cortesía que no había esperado-, Dalgliesh hizo un comentario sobre la edad y la arquitectura de la casa. De todo lo que había dicho, fue lo único que suscitó en su anfitrión una respuesta interesada.
– La fachada es de estilo reina Ana, como supongo que usted sabrá, pero el interior es principalmente Tudor. La casa original que se alzaba en este lugar era mucho más antigua. Al igual que la capilla, está construida sobre las murallas del establecimiento romano de Othona; de ahí el nombre de la casa.
– Estaba pensando que me gustaría visitar la capilla, si me permite dejar el coche aquí.
– Por supuesto.
Pero concedió el permiso de mala gana, como si hasta la presencia del Jaguar en su patio delantero constituyera una intrusión perturbadora. Apenas Dalgliesh había cruzado la puerta cuando ésta se cerró firmemente a sus espaldas y se oyó el chirrido del cerrojo.
39
Dalgliesh medio esperaba encontrar la capilla cerrada, pero la puerta cedió bajo su mano, de modo que se internó en su silencio y sencillez. El aire estaba muy frío y olía a tierra y argamasa, un olor nada eclesiástico, sino más bien doméstico y contemporáneo. La capilla estaba escasamente amueblada. Había un altar de piedra con una cruz griega sobre él, unos cuantos bancos, dos jarrones con flores secas, uno a cada lado del altar, y un casillero con guías y folletos. Dalgliesh dobló un billete, lo metió en el cepillo y, a continuación, cogió una de las guías y se sentó en un banco a estudiarla, sin saber muy bien por qué experimentaba aquella sensación de vacío y de leve depresión. La capilla, después de todo, era uno de los edificios eclesiásticos más antiguos de Inglaterra, acaso el más antiguo, el único monumento que sobrevivía en aquella parte de Inglaterra de la Iglesia anglocelta, fundada por san Cedd, quien desembarcó en el viejo fuerte romano de Othona en el remoto año 653. La capilla, pues, se había alzado plantando cara al frío e inhóspito mar del Norte durante trece siglos. Si había algún lugar en el que pudiera percibir los ecos moribundos del canto llano y la vibración de 1.300 años de plegaria musitada, sin duda era aquél.
Que el edificio fuese considerado santo o vacío de santidad era una cuestión de percepción personal, y su incapacidad para experimentar en aquellos momentos algo distinto a la descarga de tensión que sentía siempre que se encontraba completamente a solas constituía un fracaso de su imaginación, no del lugar en sí. Deseó, con una intensidad que era casi un anhelo, poder oír el mar sentado allí en silencio; aquel incesante ir y venir que, más que ningún otro sonido natural, conmovía la mente y el corazón con la sensación del inexorable paso del tiempo, de los siglos de vidas humanas desconocidas e incognoscibles, con sus fugaces miserias y sus alegrías aún más fugaces. Pero él no había ido allí a meditar, sino a pensar en el asesinato y en las vejaciones más inmediatas del asesinato. Dejó la guía a un lado y repasó mentalmente la recién concluida entrevista.
Había sido una visita insatisfactoria. El viaje era necesario, pero había resultado aún más improductivo de lo que se temía. Sin embargo, no lograba desprenderse de la convicción de que en Othona House había algo importante que averiguar y que Jean-Philippe Etienne había elegido no decírselo. Cabía la posibilidad, por supuesto, de que Etienne no se lo hubiera dicho porque era algo que había olvidado, algo que él consideraba insignificante, tal vez incluso algo que no era consciente de saber. Dalgliesh volvió a pensar en el hecho central del misterio: la grabadora desaparecida y los arañazos que Gerard Etienne tenía en la boca. El asesino se había sentido en la necesidad de decirle algo a su víctima antes de que muriera, de hablarle mientras se estaba muriendo. Quienquiera que hubiese sido el responsable, quería que Etienne muriese, pero también quería que supiera por qué moría. ¿Se debía sólo a una vanidad irresistible del asesino o acaso existía otra razón enterrada en la vida pasada de Etienne? De ser así, parte de esa vida estaba presente en Othona House y él no había logrado descubrirla.