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Su esperanza, nunca realista, de robar cinco minutos para una caminata a paso vivo por el borde de la playa se vio frustrada. El convento se alzaba en terreno elevado, junto a una carretera principal insulsa pero con mucho tráfico, de la que se hallaba separado por una pared de ladrillo de dos metros y medio. La cancela estaba abierta y, al cruzarla, vieron un ornado edificio de crudo ladrillo rojo, a todas luces Victoriano y a todas luces diseñado con fines a una institución, seguramente para albergar a las primeras hermanas de la orden. Los cuatro pisos de ventanas idénticas, muy juntas y ordenadas con precisión, evocaron en Dalgliesh la incómoda imagen de una prisión, idea que quizá se le había ocurrido también al arquitecto, pues el fino chapitel que coronaba un extremo del edificio y la torre del otro extremo parecían más bien un añadido de última hora, destinado tanto a humanizar como a embellecer. Una amplia franja de grava ascendía en curva hasta una puerta principal de roble casi negro con refuerzos de hierro, que se hubiera dicho más apropiada para la entrada de una fortaleza normanda. A la derecha distinguieron una iglesia también de obra vista, lo bastante grande para servir como parroquia, con un campanario desprovisto de gracia y angostas ventanas en arco apuntado. A la izquierda, el contraste: un edificio bajo, moderno, con una terraza cubierta y un pequeño jardín convencional, que Dalgliesh supuso sería el hospicio para moribundos.

Ante el convento sólo había un coche, un Ford, y Dalgliesh aparcó limpiamente a su lado. Al bajar, se detuvo un instante y volvió la vista atrás por encima de los jardines adosados hasta que pudo vislumbrar el canal de la Mancha. Cortas calles de casitas pintadas de color azul celeste, rosa y verde, cuyos tejados presentaban una frágil geometría de antenas de televisión, discurrían en paralelo hasta las capas azuladas del mar; una domesticidad precisamente ordenada que contrastaba con el pesado mazacote Victoriano que tenía a sus espaldas.

No se veía señal de vida en el edificio principal, pero, al volverse para cerrar el coche, vio asomar por una esquina del hospicio a una monja con un paciente en silla de ruedas. El paciente llevaba una gorra de rayas blancas y azules con una borla roja y se cubría con una manta recogida hasta la barbilla. La monja se inclinó para susurrar algo y el paciente se rió, una leve cascada tintineante de alegres notas en el aire callado.

Dalgliesh tiró de la cadena de hierro que colgaba a la izquierda de la puerta; incluso a través de la gruesa puerta de roble con flejes de hierro, oyó su retintín resonante. La mirilla cuadrada se abrió y apareció una monja de rasgos apacibles. Dalgliesh dio su nombre y alzó la tarjeta de identificación. La puerta se abrió de inmediato y la monja, sin hablar pero todavía sonriendo, hizo ademán de invitarles a entrar. Se encontraron en un vestíbulo espacioso que olía, no desagradablemente, a desinfectante suave. El suelo, de baldosas blancas y negras formando cuadros, parecía recién fregado, y en las desnudas paredes destacaba el retrato en sepia, sin duda alguna Victoriano, de una formidable monja de expresión grave que Dalgliesh supuso sería la fundadora de la orden, así como una reproducción del Cristo en la carpintería, de Millais, en un marco de madera profusamente tallado. La monja, todavía sonriendo, todavía callada, los condujo a un cuartito adyacente al vestíbulo y, con un gesto algo teatral, les indicó que tomaran asiento. Dalgliesh se preguntó si sería sordomuda.

La sala de espera estaba amueblada de un modo austero, pero no inhóspito. La mesa central, sumamente pulida, sostenía un cuenco de rosas tardías, y había dos sillones tapizados en cretona descolorida ante las ventanas dobles. El único adorno de las paredes era un gran crucifijo barroco en madera y plata, de un horrendo realismo, situado a la derecha de la chimenea. Parecía español, pensó Dalgliesh, y daba la impresión de haber formado parte de la decoración de una iglesia. Sobre la chimenea había una copia al óleo de una Virgen María ofreciéndole uvas al Niño Jesús, que tardó algún tiempo en identificar como La Virgen de las uvas, de Mignard. Una placa de latón ostentaba el nombre del donante. Había cuatro sillas de comedor de respaldo recto, poco tentadoramente alineadas contra la pared de la derecha, pero Dalgliesh y Kate permanecieron de pie.

No les hicieron esperar mucho. La puerta se abrió y entró una monja de ademanes enérgicos y seguros que les tendió la mano.

– ¿Son ustedes el comandante Dalgliesh y la inspectora Miskin? Bienvenidos a St. Anne. Soy la madre Mary Clare. Ya hablamos por teléfono, comandante. ¿Quieren tomar una taza de café?

La mano que apretó brevemente la de él era rolliza, pero estaba fría.

– No, gracias, madre -rehusó-. Es usted muy amable, pero esperamos no molestarla mucho rato.

No había nada intimidante en ella. El largo hábito azul grisáceo ceñido por un cinturón de cuero confería dignidad a su cuerpo bajo y robusto, pero ella parecía sentirse tan cómoda como si aquel atuendo formal fuese la ropa de trabajo diaria. Una sencilla y pesada cruz de madera oscura le colgaba de un cordón en torno al cuello, y su rostro, blando y blanquecino como masa de pan, sobresalía como el de un bebé de la toca que lo oprimía. Sin embargo, los ojos que había tras las gafas de acero eran astutos, y la boquita, con toda su delicada suavidad, encerraba la promesa de una firmeza sin componendas. Dalgliesh se dio cuenta de que Kate y él eran sometidos a un escrutinio tan minucioso como discreto.

Luego, con una pequeña inclinación de cabeza, les dijo:

– Haré llamar a la hermana Agnes. Hace un día precioso, quizá les gustaría dar un paseo con ella por la rosaleda.

Dalgliesh comprendió que era una orden, no una sugerencia, pero supo que en ese breve primer encuentro habían superado alguna prueba particular; si ella no hubiera quedado satisfecha, estaba seguro de que la entrevista se habría celebrado en aquel cuarto y supervisada por ella. La madre superiora tiró del cordón de la campanilla y la monjita sonriente que les había abierto la puerta acudió de nuevo.

– ¿Querrá preguntarle a la hermana Agnes si tendría la bondad de venir?

Siguieron esperando en silencio, aún de pie. En menos de dos minutos se abrió la puerta y una monja alta entró sola. La madre superiora los presentó.

– La hermana Agnes. Hermana, el comandante Dalgliesh de New Scotland Yard y la inspectora Miskin. Les he sugerido que quizá les gustaría pasear por la rosaleda.

Con una inclinación de cabeza, pero sin despedida formal, los dejó a solas.

La monja que los contemplaba con ojos cautelosos no habría podido ser más distinta de la madre superiora. Llevaban el mismo hábito, aunque la cruz era más pequeña, pero a ella le daba una dignidad hierática, remota y un poco misteriosa. La madre superiora parecía vestida para una sesión en los fogones; en cambio, resultaba difícil imaginarse a la hermana Agnes en un lugar que no fuera ante el altar. Era muy flaca, de miembros largos y facciones pronunciadas, y la toca contribuía a poner de relieve sus pómulos altos, la poderosa línea de sus cejas y la configuración inflexible de su ancha boca.