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– Pero en Innocent House debían de saber que usted tenía una hija.

– No estoy seguro. Sabían que era viudo, pero nunca me preguntaban por la familia. Además, Julie no vivía conmigo; trabajaba en la delegación de Hacienda de Basingstoke y no venía mucho por casa. Creo que debían de saberlo, pero nunca me preguntaban por ella. Por eso fue tan fácil mantener la boda en secreto.

– ¿Y por qué no había de saberse?

– El señor Bartrum, Sydney, dijo que quería que su vida privada fuera privada, que el matrimonio no tenía nada que ver con la Peverell Press, que no quería que los empleados chismorrearan sobre sus asuntos particulares. No invitó a nadie de la empresa a la boda, aunque sí les dijo a los directores que se casaba. Bueno, claro que no tenía más remedio, porque habían de cambiarle el código fiscal. Y luego les dijo lo de la niña y le enseñó la foto a todo el mundo. Está muy orgulloso de ella. Yo creo que al principio no quería que la gente supiera que se había casado…, bueno, que se había casado con la hija del recepcionista. Seguramente tenía miedo de perder prestigio. Se crió en un orfanato, y hace cuarenta años esas instituciones para niños no eran lo que son ahora. En la escuela lo despreciaban, le hacían sentir inferior, y no creo que lo haya olvidado nunca. Siempre se ha preocupado mucho por su posición en la empresa.

– ¿Y qué opina su hija de todo esto, del secreto, del ocultar que el señor Bartrum es su yerno?

– No creo que le importe. A estas alturas ya no debe ni acordarse. La empresa no significa nada para ella. Desde que se casaron, la única vez que ha estado en Innocent House fue con motivo de la fiesta de compromiso del señor Gerard. Quería ver la casa por dentro y, sobre todo, quería ver el número 10, el despacho donde él trabaja. Está muy enamorada de él. Ahora tienen la niña y son felices los dos. Sydney le ha cambiado la vida. Supongo que si sólo los viera en la oficina no sería lo mismo, pero voy a visitarlos casi todos los fines de semana y veo a Rosie, la niña, siempre que quiero.

Paseó la mirada de Daniel a Kate, como implorando su comprensión, y prosiguió.

– Ya sé que parece extraño y creo que ahora Sydney lo lamenta. Más o menos me lo ha dado a entender. Pero comprendo cómo ocurrió. Nos pidió de forma impulsiva que no se lo dijéramos a nadie y, cuanto más tiempo pasaba, más imposible resultaba decir la verdad. Además, nadie nos preguntó nada. A nadie le interesaba saber con quién se había casado. Nadie me preguntaba por mi hija. La gente sólo se interesa por tu familia si hablas de ella, y aun así es más que nada por cortesía. En realidad no les importa. Pero sería muy malo para el señor Bartrum, para Sydney, que se supiera ahora. Y no me gustaría que él pensara que he venido a decírselo. ¿Tiene que saberse?

– No -respondió Kate-. Creo que no.

Pareció quedarse más tranquilo. Daniel le ayudó a ponerse el abrigo. Cuando regresó, después de acompañarlo a la puerta, se encontró a Kate dando vueltas por la habitación y completamente enfurecida.

– ¡A la mierda todos los malditos esnobs idiotas y pomposos…! ¡Este hombre vale por diez Bartrums! Sí, claro, ya entiendo cómo ocurrió, la inseguridad social, quiero decir. Es el único de los empleados de alto nivel que no ha estado en Oxford ni en Cambridge, ¿verdad? Parece ser que a tu sexo le importan estas cosas, sabe Dios por qué. Y te dice algo de la Peverell Press, ¿eh? Ese hombre lleva trabajando para ellos…, ¿desde cuándo? Desde hace casi veinte años, y ni siquiera le han preguntado nunca por su hija.

– Si le hubieran preguntado -señaló Daniel-, habría contestado que estaba casada y muy satisfecha, gracias. Pero ¿por qué habían de preguntar? El jefe no se interesa por tu vida doméstica. ¿Te gustaría que lo hiciera? Está claro lo que sucedió: sintió el pretencioso impulso de mantenerlo en secreto y luego se dio cuenta de que tenía que seguir haciéndolo si no quería quedar como un tonto. Me gustaría saber lo que Bartrum estaría dispuesto a pagar para que no se descubriera. Pero al menos ya sabemos por qué Copeland y la señora Bartrum subieron juntos al último piso; aunque a él no le hacía falta ninguna excusa, puede subir siempre que quiera. Un pequeño problema que nos quitamos de encima.

– En realidad, no -objetó Kate-. En Innocent House han sido todos muy discretos, especialmente los socios, pero la señora Demery y los empleados jóvenes nos han dicho lo suficiente para hacernos una idea bastante aproximada de lo que ocurría. Con Gerard Etienne al mando, ¿cuánto crees que habrían durado Copeland y Bartrum en la empresa? Copeland quiere a su hija y ella quiere a su marido; sabe Dios por qué, pero por lo visto es así. Viven felices juntos, tienen una hija. Los dos tenían mucho que perder, ¿no?, tanto Bartrum como Copeland. Y no olvidemos una cosa de George Copeland: es el que se ocupa de las pequeñas reparaciones de la casa. Es un manitas. Probablemente es el sospechoso que habría tenido menos problemas para desconectar la estufa de gas. Y habría podido hacerlo en cualquier momento sin ningún peligro; la única persona que utiliza habitualmente el despachito de los archivos es Gabriel Dauntsey, y él nunca enciende la estufa. Si tiene frío, se trae su propia estufa eléctrica. No es un pequeño problema que nos quitamos de encima; es otra maldita complicación.

Libro cuarto . La evidencia escrita

46

El anochecer del jueves 21 de octubre, Mandy salió de la oficina una hora más tarde de lo acostumbrado. Había quedado con Maureen, su compañera de piso, en que se encontrarían en el pub White Horse de la calle Wanstead para cenar allí y asistir a la actuación de un grupo musical. Se trataba de una celebración por partida doble: Maureen cumplía diecinueve años y había empezado a salir con el batería del conjunto Los diablos a caballo. La actuación estaba prevista para las ocho, pero el grupo se reuniría en el pub una hora antes para cenar. Mandy se había llevado una muda de ropa a la oficina en la maleta de la moto y pensaba ir directamente al White Horse. La perspectiva de la velada y, sobre todo, de volver a ver al líder del conjunto, Roy -del que había decidido que le gustaba bastante o, al menos, que estaba dispuesta a que le gustara si la noche iba bien-, había proyectado sobre la jornada un resplandor de alegre expectación que ni siquiera la silenciosa y casi maníaca concentración de la señorita Blackett en el trabajo consiguió oscurecer. Ahora la señorita Blackett trabajaba para la señorita Claudia, que se había instalado en el despacho de su difunto hermano. Tres días después de su muerte, Mandy alcanzó a oír cómo la alentaba a ello el señor De Witt.

– Es lo que él hubiera querido. Ahora eres la presidenta y directora gerente, o lo serás cuando aprobemos la necesaria resolución. No podemos dejar el despacho vacío. A Gerard no le habría gustado que lo conserváramos como un santuario a su memoria.

Unos cuantos empleados se habían marchado de la empresa inmediatamente, pero los que se quedaron, ya fuera por deseo o por necesidad, se encontraron unidos por una camaradería tácita basada en la experiencia compartida. Juntos esperaban, se interrogaban y, cuando no estaban presentes los socios, intercambiaban rumores y conjeturas. Los ojos brillantes de Mandy y sus oídos atentos no dejaban escapar nada. Había llegado a parecerle que Innocent House la tenía cautivada de un modo misterioso, y se dirigía cada mañana a trabajar estimulada por una mezcla de excitación y curiosidad sazonada de miedo. Aquel cuartito desnudo, donde el día que se presentó en la empresa había podido contemplar el cadáver de Sonia Clements, dominaba su imaginación tan poderosamente que todo el último piso, todavía cerrado salvo para la policía, había adquirido para ella algo del poder aterrador de un cuento de hadas: era como el cubil de Barba Azul, el territorio prohibido del horror. No había visto el cadáver de Gerard Etienne, pero en su imaginación refulgía con la vivida nitidez de un sueño. A veces, antes de dormirse, se imaginaba los dos cuerpos juntos en el cuarto -la señorita Clements tendida en su triste decrepitud, el semidesnudo cuerpo masculino en el suelo a su lado- y observaba aterrorizada cómo sus ojos vidriosos y apagados parpadeaban y se iluminaban, y cómo la serpiente empezaba a palpitar y cobraba una vida legamosa, extendiendo su roja lengua en busca de la boca muerta para contraer los músculos y sofocar la respiración. Pero sabía que estas imaginaciones aún eran controlables. La seguridad que le proporcionaba el conocimiento de su inocencia, así como el sentimiento permanente de que no corría verdadero peligro, le permitían disfrutar de la euforia medio culpable del terror simulado. Pero también sabía que Innocent House estaba infectada de un miedo que iba más allá de sus caprichosas imaginaciones. Por la mañana, cuando bajaba de la moto, el olor del miedo empezaba a impregnarla como si se tratase de la niebla del río, y cuando cruzaba el portal ese miedo se intensificaba y la envolvía. Veía el miedo en la amable mirada de George cuando la saludaba, en la cara tensa y los ojos inquietos de la señorita Blackett, en los pasos del señor Dauntsey mientras, súbitamente envejecido y sin rastro alguno de vigor, subía penosamente la escalera. Oía el miedo en las voces de todos los socios.