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El menú y la carta de vinos estaban colocados a la derecha del lugar que había ocupado Ackroyd. Mientras los cogía, éste comentó:

– Los Plant se han retirado, pero ahora tenemos a los Jackson y no sé si la cocina de la señora Jackson es mejor aún. Fue una suerte que los encontráramos. Ella y su marido llevaban una residencia para ancianos, pero se cansaron del campo y quisieron volver a Londres. No necesitan trabajar, pero creo que este empleo les gusta. Mantienen la política de ofrecer un menú único cada día tanto para el almuerzo como para la cena. Muy sensato. Hoy, ensalada de alubias blancas con atún, seguida de costillar de cordero con verduras frescas y ensalada verde. Luego hay la tarta de limón y queso. Las verduras serán frescas, seguro. Todavía las recibimos de la granja del joven Plant, y también los huevos. ¿Quieres ver la carta de vinos? ¿Tienes alguna preferencia?

– Lo dejo en tus manos.

Ackroyd reflexionó en voz alta mientras Dalgliesh, a quien le encantaba el vino pero le disgustaba hablar de él, recorría con una apreciativa mirada aquel desbarajuste de habitación que, a pesar de su ambiente de caos excéntrico pero organizado -o quizás a causa de él-, producía una sensación de sorprendente sosiego. Los discordantes objetos, colocados sin ánimo de producir determinado efecto, habían alcanzado con el paso del tiempo cierta justeza de lugar. Tras una prolija disertación sobre los méritos de la carta de vinos, en la que quedaba claro que Ackroyd no esperaba ninguna contribución de su invitado, aquél se decidió por un chardonnay. La señora Jackson, aparecida como en respuesta a una señal secreta, trajo consigo un olor a panecillos calientes y un aire de afanosa confianza.

– Es un placer conocerlo, comandante. Hoy tiene todo el reservado para usted, señor Ackroyd. El señor Jackson se ocupará del vino.

Una vez servido el primer plato, Dalgliesh preguntó:

– ¿Por qué la señora Jackson va vestida de enfermera?

– Porque lo es, supongo. Antes era enfermera jefe. También es comadrona, según creo, pero eso aquí no nos hace falta.

«Naturalmente», pensó Dalgliesh, puesto que el club no admitía a mujeres.

– Y esa cofia escarolada con cintas, ¿no es un poco excesiva?

– Ah, ¿tú crees? Supongo que ya nos hemos acostumbrado a verla. Dudo que ahora los miembros se sintieran cómodos si la señora Jackson dejara de llevarla.

Ackroyd abordó el objeto de la reunión sin pérdida de tiempo. En cuanto se hallaron a solas, le contó:

– La semana pasada estuve hablando con lord Stilgoe en Brooks. Es tío de mi esposa, entre paréntesis. ¿Lo conoces?

– No. Creía que había muerto.

– No sé de dónde has sacado esa idea. -Atacó la ensalada de alubias con aire irritado y Dalgliesh recordó que le molestaba cualquier insinuación de que alguien que él conocía personalmente pudiese llegar a morir, y mucho menos sin que él se hubiera enterado-. Ni siquiera es tan viejo como parece; todavía no ha cumplido los ochenta años. Y se mantiene notablemente activo para su edad. De hecho, está preparando sus memorias. Las publicará la Peverell Press en la próxima primavera. Por eso quería hablar conmigo. Ha ocurrido algo más bien inquietante. Al menos su esposa lo encuentra inquietante. Ella cree que lo han amenazado de muerte.

– ¿Y es cierto?

– Bien, ha recibido esto.

Le llevó algún tiempo sacar de la cartera un pequeño rectángulo de papel y entregárselo a Dalgliesh. El mensaje estaba pulcramente escrito con un ordenador y no iba firmado.

«¿De veras le parece prudente publicar en la Peverell Press? Acuérdese de Marcus Seabright, Joan Petrie y ahora Sonia Clements. Dos autores y su propia editora muertos en menos de doce meses. ¿Quiere usted ser el cuarto?»

– Más malintencionado que amenazador, diría yo -comentó Dalgliesh-, y la mala intención se dirige más contra la editorial que contra Stilgoe. No cabe duda de que la muerte de Sonia Clements fue un suicidio. Dejó una nota para el juez y le escribió una carta a su hermana anunciándole que iba a matarse. De las otras dos muertes no recuerdo nada.

– Oh, están bastante claras, creo yo. Seabright tenía más de ochenta años y el corazón delicado. Murió a consecuencia de una crisis de gastroenteritis que le provocó un ataque al corazón. De todos modos, no fue una gran pérdida para la Peverell Press. Hacía diez años que no escribía una novela. Joan Petrie se mató con el coche cuando iba a su casa de campo. Muerte accidental. Petrie tenía dos pasiones: el whisky y los automóviles rápidos. Lo único sorprendente es que se matara ella antes de matar a alguien más. Evidentemente, el autor del anónimo añadió estas dos muertes para dar peso al mensaje. Pero Dorothy Stilgoe es supersticiosa. Tal como ella lo ve, ¿qué necesidad hay de publicar en la Peverell Press, habiendo otros editores?

– ¿Quién está al frente de la empresa en estos momentos?

– Ahora, Gerard Etienne. Y muy al frente. El anterior presidente y director gerente, el viejo Henry Peverell, murió a principios de enero y dejó todas sus acciones a su hija Frances y a Gerard, en partes iguales. Su socio original, Jean-Philippe Etienne, se había retirado hacía cosa de un año, y ya iba siendo hora de que lo hiciera. Sus acciones también pasaron a Gerard. Los dos ancianos dirigían la editorial como si fuera una afición. El viejo Peverell siempre había sostenido la opinión de que los caballeros heredan el dinero, no lo ganan. Jean-Philippe Etienne no participaba de forma activa en la empresa desde hacía años. Tuvo su momento de gloria durante la última guerra, ya que se convirtió en un héroe de la Resistencia en la Francia de Vichy, pero no creo que hiciera nada memorable desde entonces. Gerard esperaba entre bastidores, como el príncipe heredero. Ahora se encuentra en el centro del escenario y es probable que pronto veamos acción, si es que no se desencadena un melodrama.

– ¿Y Gabriel Dauntsey? ¿Aún dirige la colección de poesía?

– Me sorprende que hayas de preguntármelo, Adam. No debes permitir que tu pasión por capturar asesinos te haga perder el contacto con la vida real. Sí, todavía la dirige, aunque no ha escrito ningún poema desde hace más de veinte años. Dauntsey es un poeta de antologías. Sus mejores obras son tan buenas que no dejan de aparecer en un sitio u otro, pero imagino que la mayoría de los lectores debe de creerle muerto. Pilotó un bombardero en la última guerra, así que debe de tener más de setenta años. Ya es hora de que se retire. Hoy en día, lo único que hace es dirigir la colección de poesía de la Peverell Press. Los tres socios restantes son Claudia Etienne, la hermana de Gerard, James de Witt, que ha estado en la casa desde que salió de Oxford, y Frances Peverell, la última de los Peverell. Pero es Gerard quien dirige la empresa.

– ¿Sabes cuáles son sus proyectos?

– Se rumorea que quiere vender Innocent House y trasladarse a Docklands. A Frances Peverell no le gustará nada. Los Peverell siempre han tenido cierta obsesión por Innocent House. Ahora pertenece a la empresa, no a la familia, pero todos los Peverell la han considerado siempre su hogar. Gerard ya ha hecho algunos cambios y despedido a parte del personal, como Sonia Clements, por supuesto. Y tiene razón, desde luego; debe adaptar la empresa a las necesidades del siglo xx si no quiere ver cómo se hunde. Pero lo cierto es que se ha creado enemigos. Resulta significativo que en la editorial no hubiera ningún problema hasta que Gerard se hizo cargo de ella. Esa coincidencia no le ha pasado por alto a Stilgoe, aunque su esposa sigue convencida de que la malevolencia se dirige contra su marido personalmente, no contra la empresa, y contra sus memorias en particular.

– ¿Perderá mucho la Peverell si se retira el libro?

– No gran cosa, imagino. Por supuesto, promocionarán las memorias como si sus revelaciones pudieran hacer caer al Gobierno, desacreditar a la oposición y acabar con la democracia parlamentaria tal como ahora se conoce, pero supongo que, como la mayor parte de las memorias políticas, prometerán más de lo que darán. Sin embargo, no creo que sea posible retirarlas. El libro está en producción y no lo soltarán por las buenas. En cuanto a Stilgoe, no querrá rescindir el contrato si ello le obliga a explicar públicamente por qué lo hace. Lo que Dorothy Stilgoe quiere saber es si Sonia Clements realmente se suicidó y si no se había manipulado el Jaguar de Petrie. Creo que está dispuesta a admitir que el viejo Seabright falleció de muerte natural.