Resultaba menos fácil ver la esfera del reloj, de modo que se acercó al río. En ambos extremos de la terraza, los dos grandes globos de luz sostenidos por delfines de bronce proyectaban charcos brillantes sobre la movediza superficie del agua, que temblaba como una gran capa de satén negro, sacudida, alisada y suavemente ondulada por una mano invisible. Mandy consultó su reloj: las ocho y veinte; era más tarde de lo que suponía. De pronto se dio cuenta de que su entusiasmo por la actuación había menguado mucho. La oleada de alivio experimentada al encontrar el monedero había infundido en ella cierta renuencia a emprender cualquier actividad que requiriese esfuerzo, y, en ese estado de letargia satisfecha, la perspectiva de la acogedora claustrofobia que le ofrecía su habitación, de la cocina por una vez a su entera disposición y del resto de la velada ante el televisor iba ganando en atractivo segundo a segundo. Tenía aquel vídeo de De Niro, El cabo del miedo, que había que devolver al día siguiente: dos libras esterlinas tiradas si no lo veía esa noche. Sin prisas ya, se volvió casi inconscientemente para contemplar la fachada de Innocent House.
Las dos plantas inferiores se hallaban tenuemente iluminadas por las luces del patio, y las esbeltas columnas de mármol relucían con suavidad contra las ventanas muertas, negras y cavernosas aberturas hacia un interior que ya conocía muy bien, pero que ahora se le antojaba misterioso e imponente. Qué curioso, pensó, que allí dentro todo estuviera igual que cuando se había marchado: los dos ordenadores cubiertos con sus fundas, el pulcro escritorio de la señorita Blackett con su pila de bandejas portapapeles y la agenda colocada justo a la derecha, el archivador cerrado con llave, el tablón de anuncios a la derecha de la puerta. Todas esas cosas ordinarias permanecían allí aun cuando no hubiera nadie para verlas. Y no había nadie, nadie en absoluto. Pensó en el cuartito desnudo del último piso, el cuarto en que habían muerto dos personas. La silla y la mesa debían de seguir en su lugar, pero no habría ninguna cama, ningún cadáver de mujer, ningún hombre semidesnudo arañando las tablas del suelo. De súbito volvió a ver el cuerpo de Sonia Clements, pero más real, más pavoroso que cuando lo viera en carne y hueso. Y entonces recordó lo que le había contado Ken, el del almacén, cuando fue a llevar un mensaje al número 10 y se quedó charlando: que lady Sarah Peverell, la esposa del Peverell que construyera Innocent House, se había arrojado desde el balcón más alto y había muerto aplastada contra el mármol.
– Aún se ve la mancha de sangre -le había dicho Ken mientras trasladaba una caja de libros del estante al carro-. Eso sí: procura que la señorita Frances no te pille buscándola; a la familia no le gusta que se hable de esa historia. Pero no pueden borrarla, aunque ya les gustaría, y no habrá suerte en esta casa hasta que la borren. Y todavía ronda por aquí, esa lady Sarah. Pregúntaselo a cualquier barquero del río.
Ken, naturalmente, pretendía asustarla, pero eso había ocurrido a finales de septiembre, un suave día de sol, y Mandy había disfrutado con el relato, que sólo creyó a medias y le produjo un agradable escalofrío de autoinducido temor. Luego le preguntó a Fred Bowling si era cierto, y recordaba su respuesta:
– En este río hay muchos fantasmas, pero ninguno que ronde por Innocent House.
Eso fue antes de que muriera el señor Gerard. Quizás ahora sí rondaban.
Mientras pensaba en ello, el miedo empezó a hacerse real. Alzó la mirada hacia el balcón más alto y se imaginó el horror de esa caída, el agitar de brazos, el único grito -por fuerza tenía que haber gritado-, el siniestro crujido del cuerpo al estrellarse contra el mármol. De pronto se oyó un chillido frenético que la sobresaltó, pero sólo era una gaviota. El pájaro descendió en picado hacia ella, se posó por unos instantes en la barandilla y reanudó su aleteo río abajo.
Mandy se dio cuenta de que estaba quedándose helada. Era un frío extraño, que rezumaba del mármol como si la terraza fuera de hielo, y el viento del río que le soplaba en la cara era cada vez más crudo. Estaba echándole una última mirada al río, a la lancha que yacía vacía y silenciosa, cuando sus ojos divisaron algo blanco en lo alto de la barandilla, a la derecha de los escalones de piedra que bajaban hacia el Támesis. Al principio le pareció que alguien había atado un pañuelo a la baranda. Se acercó con curiosidad y vio que era una hoja de papel clavada en una de las estrechas púas. Y había algo más, un destello de metal dorado al pie de la barandilla. Mandy se agachó y, un poco desorientada por el miedo autoinducido, tardó unos segundos en descubrir de qué se trataba. Era la hebilla de una estrecha correa de cuero, la correa de un bolso marrón. La correa, muy tirante, se sumergía bajo la rugosa superficie del agua, y bajo esa superficie había algo apenas visible, algo grotesco e irreal, como la cabeza abombada de un insecto gigantesco con millones de patas peludas que la marea agitaba suavemente. Y de súbito Mandy comprendió que estaba viendo la coronilla de una cabeza humana. Al final de la correa había un cuerpo humano. Y mientras lo contemplaba horrorizada, la corriente desplazó el cuerpo y una mano blanca surgió lentamente del agua, la muñeca lacia como el tallo de una flor marchita.
Durante unos segundos la incredulidad luchó contra la comprensión, hasta que, medio desvanecida de espanto y horror, hincó las rodillas y se aferró a la baranda. Percibió el metal frío que le raspaba las manos y luego su presión contra la frente. Se quedó de rodillas, incapaz de moverse, mientras el terror le estrujaba el estómago y convertía sus extremidades en piedra. En esa fría nada, sólo su corazón estaba vivo, un corazón convertido en una gran bola de hierro candente que le golpeaba las costillas como si pudiera hacerle atravesar la barandilla y empujarla al río. No se atrevía a abrir los ojos; abrirlos era ver lo que aún no podía creer del todo: la doble correa de cuero tensada por el horror de más abajo.
No habría sabido decir cuánto tiempo permaneció arrodillada allí antes de recobrar el sentido y la capacidad de movimiento, pero poco a poco fue percibiendo el intenso olor del río en las fosas nasales, la frialdad del mármol en las rodillas, el paulatino apaciguamiento de su corazón. Las manos que sujetaban la barandilla estaban tan rígidas que necesitó unos dolorosos segundos para desprender de ella los dedos. Se puso en pie y, repentinamente, recuperó las fuerzas y la lucidez.
Cruzó el patio a la carrera, sin decir palabra, y empezó a aporrear la primera puerta, la de Dauntsey, y a llamar al timbre. Las ventanas estaban oscuras y no perdió tiempo esperando una respuesta que sabía no iba a llegar, sino que echó a correr a lo largo de la casa hasta llegar a la fachada de Innocent Walk y pulsó el timbre de Frances Peverell, dejando el pulgar derecho sobre el botón mientras sacudía el llamador con la mano izquierda. La respuesta fue casi inmediata. No oyó el precipitado rumor de pasos en la escalera, pero la puerta se abrió de par en par y vio a James de Witt con Frances Peverell a su lado. Mandy balbució algunas incoherencias, señaló hacia el río y echó a correr de nuevo, consciente de que iban tras ella. Se detuvieron al borde de la terraza y miraron los tres hacia el agua. Mandy se sorprendió pensando: «No estoy loca. No ha sido un sueño. Todavía está aquí.»
La señorita Peverell exclamó:
– ¡Oh, no! ¡Oh, por favor, Dios mío, no! -Y a continuación se volvió, desfallecida.
James de Witt la cogió entre sus brazos, pero no antes de que Mandy la hubiera visto santiguarse.
– No pasa nada, cariño, no pasa nada -trató él de consolarla.
La voz de Frances quedó medio sofocada por la chaqueta de James.
– Sí pasa. ¿Cómo no va a pasar? -Luego se desasió y, con una energía y una serenidad asombrosas, preguntó-: ¿Quién es?
De Witt no volvió a mirar lo que había en el río, sino que desprendió con cuidado la hoja de papel de la barandilla y la examinó.