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—Bien, agente Farness —dijo al fin Mendoza en temporal, el lenguaje de la Patrulla—, ¿cómo se siente?

—Aturdido pero con la cabeza despejada —murmuré—. No. Como un asesino.

—Ciertamente debía haber dejado a esa niña en paz.

Forcé mi atención en su dirección y contesté:

—No era una niña. No en su sociedad, o en la mayor parte de la historia. La relación me ayudó mucho a conseguir la confianza de la comunidad, y por tanto en el avance de mi misión. No es que lo considerase con sangre fría, créame por favor. Estábamos enamorados.

—¿Qué opina su mujer de este asunto? ¿O nunca se lo ha dicho?

Mi defensa me había dejado demasiado cansado para que me ofendiese lo que por otra parte hubiese podido considerarse un atrevimiento.

—Sí, lo hice. Yo… le pregunté si le importaría. Ella lo consideró y decidió que no. Recuerde que habíamos pasado nuestros años de juventud en los sesenta y los setenta… No, claro, apenas habrá oído hablar de ello, pero fue un periodo de revolución en las costumbres sexuales.

Mendoza sonrió con tristeza.

—Las modas vienen y van.

—Mi mujer y yo hemos sido monógamos, pero más por preferencia que por principios. Y mire, siempre la visitaba. La amo de verdad.

—Y sin duda ella consideró que era mejor dejarle tener su aventura de mediana edad —respondió Mendoza.

Eso lo hirió.

—¡No era una aventura! Se lo he dicho, amaba a Jorith, la chica goda, y también la amaba a ella. —La tristeza le cerró la garganta—. ¿No había absolutamente nada que pudiese hacer?

Mendoza movió la cabeza. Tenía las manos sobre la mesa. Suavizó el tono:

—Ya se lo he dicho. Le contaré los detalles si lo desea. Los instrumentos, su funcionamiento no importa, mostraban un aneurisma de la arteria cerebral anterior. No era lo suficientemente grave para producir síntomas, pero el esfuerzo de un largo parto hizo que estallase. No hubiese sido adecuado revivirla después de sufrir un daño cerebral tan amplio.

—¿No podía repararlo?

—Bien, hubiésemos podido traer el cuerpo al futuro, volver a poner en marcha el corazón y los pulmones, y emplear técnicas de clonación neuronal para producir una persona que se pareciese a ella, pero hubiese tenido que aprenderlo casi todo desde el principio. Mi cuerpo no realiza ese tipo de operaciones, agente Farness. No es que no tengamos compasión, es simplemente que ya tenemos suficientes obligaciones ayudando a los agentes de la Patrulla y a sus… verdaderas familias. Si alguna vez empezamos a hacer excepciones no daríamos abasto. Y comprenda que tampoco hubiese recuperado a su amor. No la hubiese recuperado a ella.

Reuní la fuerza de voluntad que me quedaba.

—Supongamos que vamos al pasado de su embarazo —dije—. Podríamos traerla aquí, arreglar la arteria, borrar el viaje de su memoria, y devolverla para que viva una vida feliz.

—Eso son fantasías. La Patrulla no cambia lo que ha sido. Lo preserva.

Me hundí aún más en la silla. Los contornos variables pretendían en vano consolarme.

Mendoza volvió a hablar.

—Pero no sienta demasiada pena —dijo—. No podía saberlo. Si la chica se hubiese casado con otro, como así habría hecho, el final hubiese sido el mismo. Tengo la impresión de que la hizo más feliz que a la mayoría de las mujeres de esa época.

Su tono ganó fuerza:

—Pero usted, usted se ha causado una herida que tardará en cicatrizar. Nunca lo hará a menos que resista la suprema tentación de volver continuamente a la vida de ella, para verla, para estar con ella. Eso está prohibido, bajo penas muy duras, y no sólo por los riesgos que pudiese traer al flujo temporal. Rompería su espíritu, incluso su mente. Y le necesitamos. Su esposa lo necesita.

—Sí —conseguí decir.

—Ya será muy duro observar cómo sus descendientes sufren lo que deben sufrir. Me pregunto si no debería dejar por completo su proyecto.

—No. Por favor.

—¿Por qué no? —me preguntó.

—Porque… porque no puedo abandonarlos, como si Jorith hubiese muerto en vano.

—Eso lo tendrán que decidir sus superiores. Como mínimo recibirá una dura reprimenda, porque ha estado muy cerca del agujero negro. Nunca más vuelva a interferir como lo ha hecho. —Mendoza hizo una pausa, me miró, se frotó la barbilla, y murmuró—: A menos que ciertas acciones resulten necesarias para restaurar el equilibrio… Pero ése no es mi terreno.

Su mirada me devolvió la tristeza. De pronto se inclinó sobre la mesa, hizo un gesto y dijo:

—Escúchame, Carl Farness. Me van a preguntar mi opinión sobre tu caso. Por eso te he traído aquí, y porque quiero que estés aquí una semana o dos… para tener una mejor idea. Pero ya, ¡y no eres único, amigo mío, en millones de años de operaciones de la Patrulla!, ya he empezado a verte como un tipo decente, que puede haber cometido errores pero en su mayoría por inexperiencia.

»Sucede, ha sucedido, sucederá, una y otra vez. El aislamiento, a pesar de viajes a casa y relaciones con compañeros como yo. Confusión, a pesar de los cuidadosos preparativos; choque cultural; impacto humano. Presenciaste lo que para ti eran crueldad, pobreza, maldad, ignorancia, tragedia innecesaria, peor aún, insensibilidad, brutalidad, injusticia, masacres. No podías enfrentarte a ello sin que te hiciese daño. Tenías que asegurarte de que los godos no eran peores que tú, sólo diferentes; y tenías que ver más allá de esa diferencia hasta la identidad subyacente; y luego debías intentar ayudar, y durante el proceso encontraste de pronto una puerta abierta a algo hermoso y maravilloso…

»Sí, es inevitable que muchos viajeros temporales, incluidos los patrulleros, formen lazos. Realizan acciones y en ocasiones son íntimas. Normalmente no es una amenaza. ¿Qué importa la precisa, oscura y remota ascendencia de una figura clave? El continuo cede pero se recupera. Si no se superan los límites de tensión, la pregunta de si esas pequeñas acciones cambian el pasado o han sido «siempre» parte del pasado deja de tener sentido y no se puede responder.

»No te sientas culpable, Famess —terminó diciendo—. También me gustaría empezar tu recuperación en ese aspecto, así como la de tu pena. Eres un agente de campo de la Patrulla del Tiempo; no será ésta la última vez que tengas que llorar.

302–330

Carl mantuvo su palabra. Callado como una piedra, se apoyó en su lanza y observó mientras su pueblo dejaba a Jorith sobre la tierra y amontonaba un túmulo. Después, él y su padre recordaron su memoria con un festín al que invitaron a todos los vecinos, y que duró tres días. Hablaba sólo cuando le hablaban, aunque en esas ocasiones era amable a su modo señorial. Aunque no intentó apagar la alegría de nadie, esa fiesta fue más tranquila de lo habitual.

Una vez que su hubieron ido los invitados, y Carl se encontraba sentado a solas con Winnithar, le dijo al jefe guerrero:

—Mañana yo también me iré. No me verás a menudo.

—¿Has hecho lo que habías venido a hacer?

—No, todavía no.

Winnithar no preguntó de qué se trataba. Carl suspiró y añadió:

—En la medida en que lo permita Weard, tengo la intención de cuidar de tu casa. Pero quizá no sea suficiente.

Con la aurora se despidió y se alejó. La niebla era pesada y fría, y pronto lo ocultó a ojos de los hombres.

En los años siguientes crecieron las historias. Algunos creían haber entrevisto la alta forma en el crepúsculo, entrando en la tumba como si tuviese una puerta. Otros decían que no; él se la había llevado de la mano. Los recuerdos que tenían de él pronto perdieron humanidad.