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Los abuelos de Dagoberto se ocuparon del bebé, encontraron una mujer que le diese de mamar y lo criaron como si fuese suyo. A pesar de su extraña concepción, no se le apartó ni se dejó que creciese solo. En lugar de eso, la gente consideraba que valía la pena tener su amistad, porque podría estar destinado a grandes obras… por lo que debería aprender honor y modales adecuados, así como las habilidades de un guerrero, cazador y marido. Los hijos de dioses no eran desconocidos.

Se convertían en héroes, o en mujeres sabias y hermosas, pero sin embargo eran mortales.

Después de tres años, Carl vino de visita. Mientras miraba a su hijo, murmuró:

—Cómo se parece a su madre.

—Sí, en el rostro —admitió Winnithar—, pero no le falta masculinidad; eso ya está claro, Carl.

Ya nadie más se atrevía a hablarle al Errante por ese nombre… ni tampoco por el nombre que suponían era el correcto. Cuando bebían, hacían lo que él deseaba, contando historias y versos que habían oído hacía poco. Él preguntaba de dónde venían, y ellos podían indicarle un bardo o dos, a los que él decía que visitaría. Lo hacía, después, y los hacedores se consideraban afortunados por haber llamado su atención. Por su parte, contaba cosas asombrosas de lugares lejanos. Pero ahora se iba pronto, para no dejarse ver en años.

Mientras tanto Dagoberto creció de prisa, un muchacho rápido, alegre y guapo, y querido por todos. Tenía doce años cuando acompañó a sus medio hermanos, los dos hijos mayores de Winnithar, en un viaje al sur con una tripulación de comerciantes. Allí pasaron el invierno, y regresaron en primavera llenos de maravillas. Sí, más allá había tierras que conquistar, ricas, amplias, bañadas por el río Dniéper que hacía que el Vístula pareciese un arroyuelo. En los valles del norte había espesos bosques, pero más al sur se abría el campo, pastos para ganado y bandadas, esperando como una novia el arado del granjero. Quien las poseyese también se sentaría en medio de un flujo de bienes de los puertos del mar Negro.

Y sin embargo, no muchos godos se habían trasladado hasta allí. Eran las tribus del oeste las que habían realizado el viaje realmente grande, al Danubio. Allí se encontraban en la frontera de Roma, lo que implicaba algo de trueque. Por lo negativo, si hubiese una guerra, los romanos seguían siendo formidables… especialmente si podían dar fin a sus luchas civiles.

El Dniéper fluía saliendo del Imperio. Cierto, los hérulos habían venido del norte y se habían establecido entre las costas del Azov: hombres salvajes que sin duda causarían problemas. Pero por ser seres tan brutales, que se negaban a llevar cotas o luchar en formación, eran menos terribles que los vándalos. Igualmente cierto era que al norte y al este se encontraban los hunos, jinetes, criadores de ganado, similares a los trols en su fealdad, suciedad y sed de sangre. Se decía que eran los más terribles guerreros de todo el mundo. Pero más gloria tenía derrotarlos si atacaban; y una liga goda podía derrotarlos, porque estaban divididos en clanes y tribus, tan dispuestos a luchar entre sí como a atacar granjas y ciudades.

Dagoberto estaba dispuesto a partir, y sus hermanos ansiosos. Winnithar aconsejó prudencia. Mejor aprender más antes de realizar un movimiento que no pudiese deshacerse. Además, llegada la hora, no deberían ir unas cuantas familias, fáciles de atacar, sino juntos, con toda su fuerza. Parecía sin embargo que pronto sería posible.

Porque ésos eran los días en que Geberico de la tribu greutunga estaba reuniendo a los godos del este. Algunos habían luchado y habían sido derrotados, otros habían sido ganados con palabras, ya fuesen amenazas o promesas. Entre estos últimos se encontraban los tervingos, que en el decimoquinto año de Dagoberto saludaron a Geberico como su rey.

Eso significaba que le pagaban tributo, lo que no era mucho; enviaban hombres a luchar con él cuando quería, a menos que fuese la estación de la siembra o la cosecha, y obedecían las leyes que la Gran Asamblea declaraba para todo el reino. A cambio, ya no tenían que temer a los godos que se habían unido a él, sino que tenían su ayuda contra los enemigos comunes; el comercio floreció, y ellos mismos enviaban cada año hombres a la Gran Asamblea para hablar y votar.

Dagoberto se portó bien en las guerras del rey. En las pausas, viajaba al sur como capitán de las guardias de las bandas de comerciantes ambulantes. Allí veía todo lo posible y aprendía mucho.

De alguna forma, las raras visitas de su padre siempre tenían lugar cuando estaba en casa. El Errante le daba bonitos regalos y sabios consejos, pero la charla entre ellos era incómoda, porque ¿qué podía decir un joven a alguien como él?

Dagoberto hacía sacrificios en el altar que Winnithar había construido donde antes se alzaba la casa en la que había nacido el muchacho. Winnithar había quemado la casa, para que ella tuviese paredes en las que apoyarse. De forma extraña, era en ese lugar sagrado donde el Errante prohibía el derramamiento de sangre. Sólo podían ofrecerse los primeros frutos de la tierra. Creció la leyenda de que las manzanas arrojadas al fuego frente a la piedra se convertían en las Manzanas de la Vida.

Cuando Dagoberto era ya todo un hombre, Winnithar le buscó una esposa. Era Waluburga, una doncella fuerte y atractiva, hija de Optaris de Staghom Dale, que era el segundo hombre más poderoso entre los tervingos. El Errante bendijo la unión con su presencia.

También estaba allí cuando Waluburga tuvo su primer hijo, un muchacho al que llamaron Tharasmund. En el mismo año nació el primer hijo del rey Geberico que vivió hasta hacerse un hombre, Ermanarico.

Waluburga fue fértil y le dio a su hombre hijos sanos. Pero Dagoberto seguía inquieto; la gente decía que tenía la sangre de su padre, y que oía continuamente la llamada del viento en el borde del mundo. Cuando volvió de su viaje al sur, trajo noticias de que un señor romano llamado Constantino había finalmente derrotado a sus rivales y se había convertido en amo de todo el Imperio.

Puede que eso enardeciese a Geberico, aunque el rey ya había avanzado mucho. Pasó algunos años más reuniendo a los godos del este; luego los convocó para seguirle y acabar de una vez con la peste vándala.

Dagoberto ya había decidido que se trasladaría al sur. El Errante le había dicho que no estaría del todo mal; era el destino de los godos, y bien podía ir primero para reservar un buen trozo. Lo habló con terratenientes grandes y pequeños, porque sabía que su abuelo tenía razón en lo referente a la fuerza. Pero cuando llegó la flecha de guerra, su honor le obligaba a obedecer. Cabalgó a la cabeza de un centenar de hombres.

Fue una lucha terrible, que terminó en una batalla que engordó a lobos y cuervos. Allí cayó el rey vándalo Visimar. Allí también murió el hijo mayor de Winnithar, que había esperado irse con Dagoberto. Él sobrevivió, sin ni siquiera recibir una herida seria, y ganó fama por su valor. Algunos dijeron que el Errante había cuidado de él en el campo de batalla, matando a sus enemigos, pero eso lo negó.

—Mi padre estaba allí, sí, para acompañarme en la noche antes de la última batalla… nada más. Hablamos de muchas cosas extrañas. Le pedí que no me rebajase luchando por mí, y él dijo que no era ése el deseo de Weard.

El resultado fue que los vándalos fueron derrotados, superados y obligados a dejar sus tierras. Después de vagar de un lado a otro durante varios años, más allá del Danubio, peligrosos pero destrozados, buscaron el permiso del emperador Constantino para asentarse en su territorio. Deseoso de tener buenos guerreros cuidando sus fronteras, los dejó cruzar a Panonia.

Mientras tanto, Dagoberto se encontró como líder de los tervingos, por su matrimonio, su herencia, y el nombre que se había ganado. Pasó un tiempo preparándolos y luego los llevó al sur.

Pocos se quedaron atrás, así de reluciente era la esperanza. Entre los que se quedaron estaban Winnithar y Salvalindis. Cuando los carromatos se hubieron alejado, el Errante buscó a esos dos, una última vez, y fue amable con ellos, en honor a lo que habían sido y por el honor de la que dormía junto al río Vístula.