Los árboles formaban en la oscuridad una muralla alrededor del claro. El humo iluminado por las llamas se elevaba para ocultar las estrellas. Ululaba un búho, una y otra vez. La noche todavía era agradable, pero el rocío ya había empezado a enfriar la hierba. Los hombres estaban sentados con los pies cruzados cerca del fuego, excepto Ulfilas y yo. Él se había puesto en pie en su celo, y yo no podía permitirme ser dominado en presencia de los otros. Ellos miraban, escuchaban y furtivamente trazaban el gesto del hacha o la cruz.
A pesar de su nombre —originalmente había sido Wulfila— era bajo, recio y de nariz ancha, porque provenía de abuelos de Capadocia, que habían huido de los ataques godos en el 264. De acuerdo con el tratado del 332, había ido a Constantinopla como embajador y rehén. Con el tiempo volvió con los visigodos como misionero. El credo que predicaba no era el del Concilio de Nicea, sino la austera doctrina de Arrio, que había sido rechazada como herética. Sin embargo, se movía en la vanguardia de la cristiandad, en el mañana.
—No, no deberíamos limitarnos a intercambiar historias de nuestros viajes —dijo—. ¿Como podrían separarse de nuestras creencias? —Su tono era tranquilo y razonable, pero la mirada era aguda—. No sois un hombre normal, Carl. Eso lo veo claramente en vos y en los ojos de vuestros seguidores. Que nadie se ofenda si me pregunto si sois por completo humano.
—No soy un demonio malvado —dije.
¿Realmente le sacaba tanta altura, era yo gris, cubierto por una capa, conocedor ya del destino, una figura surgida de la oscuridad y el viento? Hasta hoy, mil quinientos años después de esa noche, me sentía como si fuese otra persona, el mismo Wodan, el siempre errante.
En Ulfilas ardía el fervor:
—Entonces no temeréis el debate.
—¿Qué sentido tendría, sacerdote? Sabéis bien que los godos no son gente de¡ Libro. En sus tierras harían ofrendas a Cristo, a menudo lo hacen. Pero en las de ellos, vos nunca hacéis ofrendas a Tiwaz.
—No, porque Dios nos ha prohibido que nos inclinemos ante ningún otro. Sólo se puede adorar a Dios Padre. Al Hijo, que los hombres presten debida reverencia, sí, pero la naturaleza de Cristo… —Y Ulfilas se lanzó a un sermón.
No era una diatriba. Sabía que no era lo mejor. Habló con calma y razón, incluso con buen humor. No vaciló en emplear imágenes paganas, ni intentó más que sentar las bases de las ideas antes de permitir que la conversación se desviase por otros derroteros. Vi que algunos de mis hombres asentían pensativos. El arrianismo encajaba mejor con sus tradiciones y temperamento que el catolicismo, del que, de todos modos, no sabían nada. Sería la forma de cristiandad que finalmente adoptarían todos los godos; y de ahí surgirían siglos de problemas.
La verdad es que no estuve especialmente bien. Pero claro, ¿cómo podría sinceramente haber defendido un paganismo en el que realmente no creía y que sabía que iba a desaparecer? Igualmente, ¿cómo podría sinceramente haber defendido a Cristo?
Mi ojos, en 1858, buscaron a Tharasmund. Mucho quedaba en su joven rostro de los adorables rasgos de Jorith …
—¿Y cómo va la investigación literaria? —preguntó Ganz al terminar la escena.
—Bastante bien. —Huí hacia los hechos—. Nuevos poemas; con versos que definitivamente parecen anteriores a los versos de Widsith y Walthere. Específicamente, desde la batalla junto al Dniéper… —Eso dolía, pero saqué las notas y grabaciones, y seguí hablando.
344–347
El mismo año que Tharasmund regresó a Heorot y ocupó la jefatura de los tervingos, murió Geberico en el salón de sus padres, en el pico del Alto Tatra. Su hijo Ermanarico se convirtió en rey de los ostrogodos.
Posteriormente, ese mismo año, Ulrica, hija del visigodo Atanarico, vino a su prometido Tharasmund, a la cabeza de un gran y rico séquito. Su matrimonio fue una fiesta recordada durante mucho tiempo, una semana durante la que la comida, la bebida, los regalos, los juegos, la alegría y la fanfarria no se escatimaron para cientos de invitados. Como su propio nieto se lo había pedido, el Errante bendijo a la pareja, y bajo la luz de las antorchas guió a la novia hasta la habitación donde la aguardaba el novio.
Hubo algunos, no de la tribu tervinga, que murmuraron que Tharasmund parecía demasiado arrogante, como si se creyese mejor que los hombres de su rey.
Poco después de la boda tuvo que apresurarse. Los hérulos habían salido y las llamas estaban encendidas. Derrotarlos y destruir parte de su región se convirtió en labor de invierno. Apenas había terminado cuando Ermanarico envió el mensaje de que quería que todas las cabezas de tribu se reuniesen con él en la tierra materna.
Resultó provechoso. Se trazaron planes para conquistas y otras cosas que era preciso hacer. Ermanarico desplazó su corte al sur, donde se encontraba la mayoría de su gente. Además de muchos greutungos, también acudieron los jefes tribales y muchos guerreros. Fue un viaje espléndido, sobre el que los bardos tejieron palabras que el Errante pronto oyó cantar.
Por tanto, Ulrica tardó en dar a luz. Sin embargo, después de que Tharasmund se encontrase nuevamente con ella, pronto llenó su vientre, y muy bien. Ella dijo a sus mujeres que claro que sería un niño, y que viviría para ser tan recordado como sus antepasados.
Dio a luz una noche de invierno; algunos dijeron que sin problemas, otros dijeron que despreciando cualquier dolor. Toda Heorot se alegró. El padre envió la noticia de quedaría una fiesta para conceder el nombre.
Aquélla era una agradable pausa en el trabajo de la estación, añadido al encuentro de invierno. La gente llegó en torrentes. Entre ellos se encontraban hombres que lo tomaban como una oportunidad para intercambiar unas palabras en privado con Tharasmund. Sentían rencor por el rey Ermanarico.
El salón estaba adornado con ramas de hojas perenne, tejidos, metal pulido, vidrio romano. Aunque el día reinaba sobre el manto de nieve, las lámparas iluminaban la larga estancia. Vestidos con sus mejores ropas, los terratenientes más importantes de los tervingos y sus esposas rodeaban el alto asiento donde se encontraban la cuna y el bebé. Gente inferior, niños, perros, se congregaron alrededor de los muros. La dulzura del pino y del prado llenaba el aire y las cabezas.
Tharasmund dio un paso al frente. En su mano llevaba el hacha sagrada, para sostenerla sobre su hijo mientras recitaba la bendición de Donar. A su lado Ulrica sacó agua del pozo de Frija. Nadie allí había visto algo similar, más que para el primogénito de una casa real.
—Nos hemos reunido… —Tharasmund se detuvo. Todos los ojos se dirigieron hacia la puerta, y la respiración se detuvo—. ¡Oh, tenía esperanzas! ¡Bienvenido!
Con la lanza golpeando ligeramente el suelo, el Errante se acercó. Inclinó su figura gris sobre el niño.
—¿Le concederéis, señor, su nombre? —preguntó Tharasmund.
—¿Cuál ha de ser?
—De la gente de su madre, para unirnos más a los godos del oeste, Hathawulf.
El Errante permaneció inmóvil un momento que se hizo eterno. Finalmente levantó la cabeza. El ala del sombrero le ensombrecía la cara.
—Hathawulf —dijo en voz baja, como para sí—. Oh, sí, ahora lo entiendo. —Un poco más alto añadió—: Weard así lo desea. Bien, que así sea. Le daré su nombre.
1934
Salí de la base de Nueva York a la fría y temprana oscuridad de diciembre y me alejé a pie. Las luces y los escaparates me arrojaban la Navidad, pero no había muchos compradores. En las esquinas bajo el viento, los músicos del Ejército de Salvación tocaban o los Santa Claus hacían sonar campanas sobre sus calderos de caridad, mientras tristes vendedores ofrecían esto y aquello. Los godos no sufren la depresión, pensé. Pero los godos tenían menos que perder. Materialmente, en todo caso. Espiritualmente… ¿quién lo sabía? Yo no, por mucha historia que hubiese visto o llegase a ver.