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Laurie oyó mis pasos en la entrada y abrió la puerta del apartamento.

Habíamos fijado la fecha de antemano, después de que ella volviese de Chicago donde tenía una exposición. Me abrazó con fuerza.

Al entrar, su alegría se apagó. Nos detuvimos en medio del salón. Me cogió ambas manos, me miró en silencio y me preguntó:

—¿Qué te ha hecho daño… en este viaje?

—Nada que no debiese haber previsto —contesté, oyendo mi voz tan aburrida como mi alma—. Eh, ¿cómo fue la exposición?

—Bien —respondió con eficacia—. De hecho, se han vendido dos cuadros por una buena suma. —Volvió a mostrar preocupación—. Bueno, dicho esto, siéntate. Deja que te sirva algo de beber. Dios, pareces apaleado.

—Estoy bien. No tienes que ocuparte de mí.

—Quizá me haga falta. ¿Lo has pensado alguna vez? —Laurie me arrojó sobre mi sillón habitual. Me senté en él y miré por la ventana. Las luces lejanas producían una agitado resplandor en el alféizar, a los pies de la noche. La radio sintonizaba un programa de villancicos. «Oh pueblecito de Belén … »

—Quítate los zapatos —me aconsejó Laurie desde la cocina. Lo hice, y fue como realizar un verdadero gesto de vuelta a casa, como un godo soltándose el cinturón de la espada.

Ella trajo un par de whiskis con hielo, y me rozó con los labios la frente antes de sentarse en un sillón, frente al mío.

—Bienvenido —dijo—. Siempre eres bienvenido. —Levantamos los vasos y bebimos.

Ella esperó tranquilamente a que estuviese listo.

Lo solté de improviso.

—Ha nacido Hamther.

—¿Quién?

—Hamther. Él y su hermano Sorli murieron intentado vengar a su hermana.

—Lo sé —murmuró—. Oh, Carl, querido.

—Primer hijo de Tharasmund y Ulrica. El nombre es realmente Hathawulf, pero es fácil ver cómo se convirtió en Hamther a medida que la historia viajaba al norte durante siglos. Y quieren llamar Solbern a su siguiente hijo. Las fechas también encajan. Serán jóvenes, lo habrán sido, cuando… —No podía continuar.

Se inclinó hacia mí lo suficiente para registrar el toque de su mano en mi conciencia.

Después, desolada, dijo:

—No tienes que seguir con esto. ¿Verdad, Carl?

—¿Qué? —Durante un momento el asombro apagó el dolor Claro que tengo que hacerlo. Es mi trabajo, es mi deber.

—Tu trabajo es descubrir lo que la gente pone en versos e historias. No lo que realmente hicieron. Salta al futuro, querido. Deja que… Hathawulf esté muerto cuando vuelvas a regresar.

—¡No!

Comprendí que había gritado, tomé un largo y cálido trago, y me obligué a encararme con ella y decir con voz llana:

—Ya lo he pensado. Créeme, lo he hecho. Y no puedo. No puedo abandonarlos.

—Tampoco puedes ayudarlos. Todo está predestinado.

—No sabemos exactamente lo que sucederá… lo que sucedió. O cómo podría… No, Laurie, por favor, no digas nada más.

Ella suspiró.

—Bien, puedo entenderlo. Has estado con varias generaciones, mientras crecían, vivían, sufrían y morían; pero para ti no ha sido tanto tiempo. —No dijo: «para ti Jorith es un recuerdo muy cercano»—. Sí, haz lo que debas, Carl, mientras debas hacerlo.

Yo no tenía palabras, porque podía sentir su propio dolor.

Sonrió con inquietud.

—Pero ahora estás de permiso —dijo—. Deja el trabajo a un lado. Hoy he salido y he comprado un pequeño árbol de Navidad. ¿Qué te parece si lo decoramos esta noche, después de preparar una cena de gourmet?

Paz en la tierra, a los hombres de buena voluntad, Desde el cielo y su benévolo Rey…

348–366

Atanarico, rey de los godos del oeste, odiaba a Cristo. Además de entregar ofrendas a los dioses de sus padres, temía a la Iglesia como taimada agente del Imperio. Dejadla roer lo suficiente, decía, y la gente se encontrará doblando las rodillas ante los amos romanos. Por tanto, enviaba hombres contra ella, frustraba a los familiares de los cristianos asesinados cuando pretendían conseguir una compensación y, finalmente, dictó leyes para la Gran Asamblea que dejaban la posibilidad de matanzas tan pronto como un acontecimiento calentase los ánimos. O eso pensaba. Por su parte, los godos bautizados, que para entonces ya no eran pocos, se reunieron y hablaron sobre dejar que el Señor Dios de las Huestes decidiese el resultado.

El obispo Ulfilas dijo que no era muy inteligente. Admitía que los mártires se convertían en santos, pero era el conjunto de los creyentes lo que mantenía la Palabra viva sobre la Tierra. Buscó y consiguió el permiso de Constantino para que su rebaño se trasladase a Mesia. Guiándolos al otro lado del Danubio, se aseguró de que se asentaban bajo las montañas Haemus. Allí se convirtieron en un grupo pacífico de pastores y granjeros.

Cuando esa noticia llegó a Heorot, Ulrica rió en voz alta.

—¡Así que mi padre se ha librado de ellos!

Su júbilo era prematuro. Durante los siguientes treinta años, Ulfilas trabajó en sus viñedos. No todos los visigodos cristianos lo habían seguido al sur. Quedaban algunos, entre ellos algunos jefes guerreros con el poder suficiente para protegerse a sí mismos y a sus súbditos. Recibían a los misioneros, cuya labor producía frutos. Las persecuciones de Atanarico hicieron que los cristianos buscasen un líder propio. Lo encontraron en Fritigemo, también de la casa real. Aunque nunca se produjo una guerra abierta entre las facciones, hubo muchos enfrentamientos. Más joven, y pronto más rico que su rival al recibir el favor de los mercaderes del Imperio, Fritigerno hizo que muchos godos del oeste se uniesen a la Iglesia con el paso de los años, simplemente porque parecía un acto muy prometedor.

A los ostrogodos los afectó poco. El número de cristianos entre ellos creció, pero lentamente y sin causar problemas. Al rey Ermanarico no le preocupaba ningún dios ni el otro mundo. Estaba demasiado ocupado conquistando todo lo que podía de este mundo.

Sus guerras rugían por toda la Europa orienta¡. En varias temporadas de feroz campaña derrotó a los hérulos. Aquellos que no se sometieron se trasladaron para unirse a tribus occidentales del mismo nombre. Aestios y vendios fueron presas fáciles para Ermanarico. Insaciable, llevó sus ejércitos al norte, más allá de las tierra que su padre había controlado. Al final, toda la franja desde el río Elba hasta el Dniéper le reconocía como señor.

En esos enfrentamientos Tharasmund se ganó un nombre y obtuvo un gran botín. Pero no le gustaban las crueldades de] rey. En ocasiones, en las asambleas, se ponía en pie no sólo para hablar por su tribu sino por otros, en nombre de sus antiguos derechos. Entonces Ermanarico debía ceder, aunque a regañadientes. Los tervingos eran todavía demasiado peligrosos, o él no lo suficientemente poderoso, para convertirlos en enemigos. Eso era aún más cierto porque muchos godos hubiesen temido levantar sus armas contra una casa que todavía recibía de vez en cuando a su extraño antepasado.

El Errante estaba allí cuando dieron nombre al tercer hijo de Tharasmund y Ulrica, Solbern. El segundo había muerto en la cuna, pero Solbern, como su hermano, creció fuerte y hermoso. El cuarto hijo fue una niña, a la que llamaron Swanhild. Para ella también apareció el Errante, pero brevemente, y después no se le vio durante años. Swanhild se convirtió en hermosa a la rnirada, y era tan dulce y alegre como la naturaleza.