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Liuderis volvió a asentir.

—He dicho lo que pienso, tú has dicho lo que piensas. Ahora dejemos de hablar. Mañana cabalgaremos. —Se sentó.

—Es un riesgo —dijo Ulrica—. Éstos son mis últimos hijos vivos, y quizá vayan a su muerte. Eso será como desee Weard, que decide por igual el destino de hombres y dioses. Pero preferiría que mis hijos muriesen con valor antes de que se arrodillasen frente al asesino de su hermana. Eso no traería suerte.

El joven Alawin volvió a ponerse en pie de un salto. Sacó el cuchillo.

—¡Nosotros no moriremos! —gritó—. ¡Ermanarico morirá, y Hathawulf será rey de los ostrogodos!

De los hombres se elevó un rugido lento, como una ola que se aproximase.

Solbern el Sobrio recorrió la estancia. La multitud lo dejó pasar. El junco trenzado y el suelo de barro resonaron bajo sus botas.

—¿Te he oído decir «nosotros»? —preguntó por entre los retumbos—. No, eres un muchacho. Te quedarás en casa.

Las aterciopeladas mejillas se sonrojaron.

—¡Soy suficiente hombre para luchar por mi casa! —gritó Alawin.

Ulrica se envaró allí donde estaba. De ella saltó la crueldad.

—¿Tu casa, bastardo?

El alboroto creciente murió. Los hombres se miraron incómodos. No Presagiaba nada bueno que en una hora aciaga como aquélla se liberase un odio antiguo como ése. La madre de Alawin, Erelieva, no sólo había sido una amante para Tharasmund, se había convertido en la única mujer que le importaba, y Ulrica se había regocijado casi abiertamente cuando cada hijo que paría Erelieva, excepto el primero, moría joven. Después de que el jefe guerrero hubiese tomado el camino del infierno, los amigos de Erelieva se habían apresurado a casarla con un terrateniente que vivía lejos de la casa comunal. Alawin se había quedado, lo adecuado para el hijo de un señor, pero Ulrica siempre lo aguijoneaba.

Los ojos se encontraron entre el humo y la luz del fuego llena de sombras.

—Sí, mi casa —gritó Alawin—, y Swanhild también era m—m—m—mi hermana. —El tartamudeo le hizo morderse el labio inferior con vergüenza.

—Calma, calma. —Hathawulf volvió a levantar el brazo—. Tienes derecho, muchacho, y haces bien en reclamarlo. Sí, cabalga con nosotros cuando llegue la aurora. —Su mirada desafió a Ulrica. Ella torció la boca pero no dijo nada. Todos supieron que deseaba que el joven muriese.

Hathawulf caminó hacia la silla alta situada en medio del salón. Resonaron sus palabras:

—¡No más peleas! Esta noche seremos felices. Pero primero, Anslaug —a su esposa— ven a sentarte a mi lado y juntos beberemos de la copa de Wodan.

Resonaron los pies, los puños golpearon la madera, los cuchillos se encendieron como antorchas. Las mujeres empezaron a rugir con los hombres.

Hail!Hail!Hail!

La puerta se abrió.

La noche llegaba rápido en otoño, por lo que el recién llegado permanecía de pie en la oscuridad. El viento agitaba los bordes de su manto, levantaba hojas muertas, silbaba y enfriaba la habitación. Todos se volvieron para ver quién había llegado, tomaron aliento, e incluso aquellos que habían estado sentados se pusieron en pie. Era el Errante.

Era más alto que ellos y sostenía la lanza más como un bastón que como un arma, como si no tuviese necesidad del hierro. Un sombrero de ala ancha le cubría el rostro, pero no el pelo gris como el de un lobo ni la barba, no el brillo de sus ojos. Pocos de ellos le habían visto alguna vez, pocos habían estado presentes cuando hacía sus apariciones; pero todos reconocían al antepasado de los jefes tervingos.

Ulrica fue la primera en recuperarse.

—Saludos, Errante, y bienvenido —dijo—. Honráis nuestro techo. Venid, ocupad la silla alta y os traeremos un cuerno de vino.

—No, una copa, una copa romana, la mejor que tenemos —dijo Solbern.

Hathawulf fue a la puerta, cuadró los hombros y permaneció frente al Anciano.

—Sabéis lo que pasa —dijo—. ¿Qué tenéis para nosotros?

—Esto —contestó el Errante. Tenía la voz profunda, con un acento distinto del de los godos del sur o de cualquiera de los que conocían. Los hombres suponían que su lengua natal era la lengua de los dioses. Esa noche sonaba pesada, como si la empujase la pena—. Estáis dispuestos a la venganza, Hathawulf y Solbern, y eso no puede cambiarse; es la voluntad de Weard. Pero Alawin no irá con vosotros.

El joven se hundió, poniéndose blanco. De su garganta salió un débil gemido.

La mirada del Errante recorrió el salón para mirarlo.

—Es necesario. —Siguió hablando, lenta palabra tras lenta palabra—. No te insulto cuando digo que sólo eres medio adulto y que morirás con valor pero sin necesidad. Todos los hombres que están aquí fueron antes muchachos. No, en lugar de eso te digo que tu tarea ha de ser otra, más dura y extraña que la venganza, para bien de esa gente que surgió de la madre del padre de tu padre, Jorith … —¿había temblado ligeramente el tono?— y yo mismo. Aguanta, Alawin. Tu hora llegará pronto.

—Se… se hará… como deseáis, señor —dijo Hathawulf con la garganta agarrotada—. Pero ¿qué significa eso… para los que cabalgaremos mañana?

El Errante lo miró durante un rato en que se hizo el silencio antes de contestar.

—No deseas saberlo. Sean buenas o malas palabras, no deseas conocerlas.

Alawin se derrumbó sobre su banco, puso la cabeza entre las manos y se estremeció.

—Adiós —dijo el Errante. La capa se arremolinó, la lanza se agitó, la puerta se cerró y se fue.

1935

No me cambié de ropa hasta que mi vehículo me llevó por el espacio-tiempo. Entonces, en la base de la Patrulla camuflada como almacén, me quité la ropa del valle del Dniéper, finales del siglo XX, y me puse la de Estados Unidos, mediados del siglo XX.

La forma básica, camisas y pantalones para los hombres, vestidos para las mujeres, era la misma. Las diferencias en los detalles eran incontables. A pesar de la tela basta, el traje godo era más cómodo que una chaqueta y corbata. Lo guardé en la caja de mi saltador, junto con dispositivos especiales como el pequeño aparato que usé para escuchar, desde el exterior, lo que sucedía en el salón del pez gordo tervingo. Como la lanza no cabía, la dejé atada a un lateral de la máquina. No iba a ir a ninguno sitio más que al entorno al que pertenecía aquel arma.

El agente de guardia de ese día rondaba los veinte años —joven para los tiempos modernos; en la mayor parte de las épocas ya hubiese sido un hombre situado y con familia— y yo lo desconcertaba un tanto. Cierto, mi situación como miembro de la Patrulla del Tiempo era un tecnicismo, como en su caso. Yo no participaba en la vigilancia de los senderos espaciotemporales, en el rescate de viajeros en apuros o un algo tan glamoroso como eso. No era más que un científico; «estudioso» sería probablemente más adecuado. Sin embargo, yo realizaba viajes solo, algo para lo que él no estaba cualificado.

Me miró mientras salía del hangar de la anónima oficina, supuestamente una empresa de construcción, que era nuestra fachada en aquella ciudad y en esa época.

—Bienvenido a casa, señor Farness —dijo—. Eh, tuvo un viaje agitado, ¿no?

—¿Qué te hace pensarlo? —contesté automáticamente.

—Su expresión, señor. La forma en que anda.

—No corrí peligro —dije. No quería hablar de ellos más que con Laurie, y quizá ni siquiera con ella durante un tiempo, así que lo dejé atrás y salí a la calle.

Aquí también era otoño, uno de esos días serenos y brillantes de los que a menudo disfrutaba Nueva York antes de volverse inhabitable; ese año resultaba ser el anterior al de mi nacimiento. El cemento y el vidrio relucían más altos que el cielo, hasta el azul donde unas cuantas nubes fragmentadas corrían empujadas por una brisa que me daba su beso frío. Los coches eran pocos y no hacían sino añadir al aire cierto aroma, superado por el olor de los carritos de castañas que empezaban a surgir del letargo. Fui por la Quinta Avenida y dejé atrás tiendas llenas de encanto, algunas de las mujeres más hermosas del mundo y gente de toda la rica diversidad de nuestro planeta.