—Mira—dije—. Conozco mi lugar. Sólo soy un simple investigador lingüístico y literario. Pero si puedo ayudar, con toda la seguridad posible, tengo que hacerlo. ¿No?
—Sí, Carl.
Seguimos andando. Al rato dijo:
—Eh, hombre, estás de permiso, de vacaciones, ¿lo recuerdas? Se supone que debernos relajarnos y disfrutar de la vida. He estado haciendo planes para los dos. Escucha.
Vi lágrimas en sus ojos, e hice lo posible por devolverle la alegría con la que ella las cubría.
366–372
Tbarasmund llevó a sus hombres de vuelta a Beorot. Se separaron y cada uno buscó su propia casa. El Errante se despidió.
—No te apresures a actuar —fue su consejo—. Tórnate tu tiempo. ¿Quién sabe lo que podría suceder?
—Creo que vos lo sabéis —dijo Tharasmund.
—No soy un dios.
—Me lo habéis dicho muchas veces, pero nada más. Entonces, ¿qué sois?
—No puedo revelarlo. Pero si esta casa me debe algo por lo que h e hecho a lo largo de los años, reclamo ahora mi deuda, y te conmino a que actúes despacio y con precaución.
Tharasmund asintió:
—Lo haría en cualquier caso. Llevará tiempo y habilidad reunir a suficientes hombres en una hermandad a la que Ermanarico no pueda enfrentarse. Después de todo, la mayoría preferiría quedarse sentado en su casa esperando a que los problemas pasen de largo, aunque golpeen a otros. Mientras tanto, es probable que el rey no se atreva a una violación abierta antes de creerse preparado. Debo mantenerme por delante de él, pero sé muy bien que un hombre puede recorrer más distancia caminando que corriendo.
El Errante le cogió la mano, iba a hablar, pero parpadeó, se dio la vuelta y se alejó. Lo último que Tharasmund vio de él fue su sombrero, la capa y la lanza, alejándose por el camino del invierno.
Randwar se estableció en Heorot, un recuerdo vivo del agravio. Pero era demasiado joven y estaba demasiado lleno de vida para esperar mucho. Pronto él, Hathawulf y Solbern se hicieron amigos, cazaban juntos, hacían deporte, participaban en juegos y todo tipo de diversiones. A su vez se acercó mucho a su hermana Swanhild.
El equinoccio trajo hielo fundido, brotes, flores y hojas, Durante la estación fría Tharasniund había viajado mucho por entre los tervingos y más allá, para hablar en privado con hombres importantes. Durante la primavera permaneció en casa y se ocupó de trabajar sus tierras; y, cada noche, él y Erelieva disfrutaban juntos.
Llegó el día en que gritó con alegría:
—Hemos plantado y recogido, limpiado y reconstruido, ayudado a parir al ganado y lo hemos enviado a los pastos. ¡Tengamos libertad por un tiempo! Mañana nos vamos de caza.
Esa mañana besó a Erelieva frente a todos los hombres que iban a ir con él, antes de saltar a la silla y alejarse. Los perros ladraban, los caballos relinchaban, los cascos golpeaban y los cuernos gemían. Allí donde la carretera bordeaba un bosquecillo y se perdía de vista, se dio la vuelta para saludarla con la mano.
Lo volvió a ver esa tarde, pero era un cuerpo enrojecido.
Los hombres que lo trajeron a la casa, sobre una litera improvisada con una capa atada entre dos lanzas, contaron con voz apagada lo sucedido. Al entrar al bosque que comenzaba a unas millas, encontraron el rastro de un jabalí salvaje y lo siguieron. Larga fue la persecución antes de llegar hasta la bestia. Era grande, de cerdas brillantes y dientes como las hojas de una daga. Tharasmund gritó de alegría. Pero el corazón del jabalí era tan grande corno su cuerpo. No permaneció quieto mientras algunos cazadores descendían y otros lo incitaban a cargar. Atacó inmediatamente. El caballo de Tharasmund gritó, derribado y con el vientre abierto. El jefe cayó con fuerza. El jabalí lo vio y saltó sobre él. Los colmillos rasgaron el cuerpo entre monstruosos gruñidos. La sangre saltaba por todas partes.
Aunque los hombres se apresuraron a matar a la bestia, murmuraron algo de que bien podría haber sido un demonio, o estar poseído… ¿un enviado de Ermanarico o su intrigante consejero Sibicho? Fuese como fuese, las heridas de Tharasrnund eran demasiado profundas para restañar. Apenas tuvo tiempo de levantar la mano para agarrar las de sus hijos.
Las mujeres lloraron en el salón y las casas menores… excepto Ulrica, que permaneció pétrea, y Erelieva, que fue a llorar sola.
Mientras la primera lavaba y preparaba el cadáver, como era su derecho de esposa, los amigos de la segunda se la llevaron a otra parte. No mucho después la casaron con un terrateniente, un viudo cuyos hijos necesitaban una madrastra y que vivía bien lejos de Heorot. Aunque sólo tenía diez años, su hijo Alawin hizo lo que debía hacer un hombre y se quedó. Hathawulf, Solbern y Swanhild le defendieron de la mayor parte del desprecio de su madre, ganándose así el amor eterno de Alawin.
Mientras tanto, la noticia de la muerte de su padre se extendió por todas partes. La gente llenó el salón, donde Ulrica se honró y honró a su hombre. El cuerpo fue traído desde una casa de hielo, donde había descansado ricamente vestido. Liuderis guiaba a los guerreros que lo depositaron en una tumba de troncos a la que llevaron espada, lanza, yelmo, cota, tesoros de oro, plata, ámbar y vidrio y monedas romanas. Hathawulf, hijo de la casa, mató el caballo y el perro que seguirían a Tharasmund por el camino hacia el otro mundo. Un fuego rugía en el santuario de Wodan mientras los hombres acumulaban tierra sobre la tumba hasta que la depresión quedó cubierta y formó una elevación. Después cabalgaron alrededor una y otra vez, golpeando los escudos con las hojas y aullando como el lobo.
Siguió una celebración que duró tres días. El último día apareció el Errante.
Hathawulf le ofreció la silla alta. Ulrica le sirvió vino. En el silencio que había caído sobre toda la reluciente oscuridad, bebió en honor de] fantasma, la Madre Frija y el bienestar de la casa. Después dijo poco. Al cabo de un rato le indicó a Ulrica que se acercase y hablaron en susurros. Los dos abandonaron el salón y buscaron la casa de las mujeres.
La noche caía, de un gris azulado a través de las ventanas abiertas, oscura en la habitación. El frío traía el aroma de las hojas y la tierra, el trino de los ruiseñores, pero a Ulrica le parecían distantes, no de¡ todo reales. La mujer miro durante un rato la tela a medio terminar en el telar.
—¿Qué tejerá Weard a continuación? —preguntó en voz baja.
—Una mortaja —dijo el Errante—, a menos que desvíes la lanzadera por un nuevo camino.
Ella se volvió para mirarlo y contestó, casi en torno de burla:
—¿Yo? Sólo soy una mujer. Es mi hijo Hathawulf el que ahora dirige a los tervingos.
—Tu hijo. Es joven, y ha visto menos mundo que su padre a su edad. Tú, Ulrica, hija de Atanarico, esposa de Tharasmund, tienes conocimiento y fuerza, así como la paciencia que deben adquirir las mujeres. Si lo decides, puedes dar a Hathawulf sabios consejos. Y… está acostumbrado a escucharte.
—¿Y si me caso de nuevo? Su orgullo levantará un muro entre nosotros.
—De alguna forma tengo la sensación de que no lo harás.
Ulrica miró el crepúsculo.
—No, no es mi deseo. Ya he tenido suficiente. —Se volvió hacia el rostro ensombrecido—. Me pedís que permanezca aquí y conserve el poder que pueda tener sobre él y su hermano. Bien, ¿qué debo decirles, Errante?
—Habla con sabiduría. Te será duro tragarte tu orgullo y no buscar vengarte de Ermanarico. Más duro aún será para Hathawulf. Pero seguro que comprendes, Ulrica, que sin el liderazgo de Tharasmund, la enemistad sólo puede terminar de una forma. Haz que tus hijos comprendan que a menos que lleguen a un acuerdo con el rey, esta familia está condenada.
Ulrica guardó silencio mucho tiempo. Al final dijo:
—Tenéis razón y lo haré. —Una vez más sus ojos buscaron los de Carl entre la oscuridad—. Pero será por necesidad, no por deseo. Porque si alguna vez tenemos la oportunidad de hacer daño a Ermanarico, seré la primera en exigirlo. Y nunca nos inclinaremos ante ese trol, ni sufriremos con mansedumbre nuevas desgracias de su mano. —Sus palabras le golpearon como un halcón—. Lo sabéis bien. Vuestra sangre está en mis hijos.