Выбрать главу

—He dicho lo que debía decir. —Suspiró el Errante. Ahora haz lo que puedas.

Volvieron a la fiesta. Por la mañana se fue.

Ulrica siguió bien el consejo, aunque con amargura. No era fácil la tarea, hacer que Hathawulf y Solbern lo aceptasen. Ellos gritaron palabras referidas al honor y al buen nombre. Ella les dijo que el valor no era lo mismo que la estupidez. Jóvenes, sin preparar, sin las habilidades del liderazgo, simplemente no tenían ninguna esperanza de convencer a suficientes godos para que se rebelasen. Liuderis, al que ella había llamado, la apoyó a disgusto. Ulrica les dijo a sus hijos que no tenían derecho a causar la destrucción de la casa de su padre.

Mejor sería que negociasen, que llevaran el caso ante la Gran Asamblea y aceptaran la decisión si el rey también lo hacía. Los que habían sufrido el daño no eran familiares muy cercanos; sus herederos podrían mejor aprovechar la compensación que les habían ofrecido que la venganza de otros; muchos jefes y terratenientes se alegrarían de que los hijos de Tharasmund hubiesen evitado la división del reino, y en los años posteriores los tratarían con respeto.

—Pero recuerda lo que temía padre —dijo Hathawulf—. Si cedemos ante Ermanarico, hará más presión.

Ulrica apretó los labios.

—No he dicho que debáis permitir tal cosa—contestó—. No, si lo intenta, ¡entonces por el Lobo de Tiwaz, sabrá lo que es pelear! Pero mi esperanza es que sea demasiado sagaz. Se contendrá.

—Hasta tener el poder para destruirnos.

—Oh, eso llevará tiempo, y mientras tanto, claro está, nosotros buscaremos con calma nuestra propia fuerza. Recordad, sois jóvenes. Si no sucede nada más, le sobreviviréis. Pero podría ser que no necesitaseis esperar tanto tiempo. A medida que envejezca.

De esa forma, día a día, semana a semana, Ulrica calmó a sus hijos hasta que se sometieron a sus deseos.

Randwar los llamó cuervos traicioneros. Casi hubo golpes. Swanhild se arrojó entre 61 y sus hermanos.

—¡Sois amigos! —gritó.

No podían hacer más que recorrer el camino hacia una especie de calma.

Más tarde Swanhild consoló a Randwar. Ella y él paseaban juntos por un camino en el que crecían moras, los árboles buscaban y atrapaban la luz del sol y los pájaros cantaban. Ella tenía el pelo largo y dorado, sus ojos eran grandes y azules como el cielo engarzados sobre un rostro delicado y se movía como un cervatillo.

—¿Siempre tienes que estar triste? —preguntó—. Este día es demasiado hermoso para eso.

—Pero ellos, los que me criaron —dijo Randwar con voz entrecortada—, yacen sin ser vengados.

—Estoy segura de que saben que te encargarás de eso en cuanto puedas, y serán pacientes. Tienen hasta el fin del mundo, ¿no? Vas a ganarte un nombre que hará que ellos también sean recordados; espera y verás… ¡Mira, mira! ¡Mariposas! ¡La puesta de sol está viva!

Aunque Randwar ya nunca más reveló a Hathawulf y Solbern lo que le pasaba por el corazón, volvió a llevarse bien con ellos. Después de todo, eran los hermanos de Swanhild.

Hombres que sabían hablar diplomáticamente recorrieron el camino entre Heorot y el rey. Ermanarico los sorprendió aceptando más que antes. Era como si sintiese, después de que su oponente Tharasmund hubiese desaparecido, que podía permitirse algo más de generosidad. No estaba dispuesto a pagar doble compensación, porque sería admitir que había hecho algo mal. Sin embargo, dijo, si aquellos que sabían dónde estaba escondido el tesoro lo llevaban a la siguiente Gran Asamblea, él dejaría que los representantes decidiesen quién era su dueño.

Ése fue el acuerdo. Pero mientras se realizaba el regateo, Hathawulf, guiado por Ulrica, hizo que otros hombres hiciesen una ronda, y el mismo habló con muchos propietarios, Así fue hasta la reunión posterior al equinoccio de otoño.

En ella el rey defendió su derecho al tesoro. Era una costumbre antigua, dijo, que cualquier cosa de valor que un hombre fiel pudiese ganar mientras luchaba al servicio de su señor fuese para ese señor, que repartiría el botín entre aquellos que se lo mereciesen o cuyo favor necesitase. En caso contrario, la guerra se convertiría en una lucha de cada soldado para sí mismo; la fuerza del grupo se reduciría, ya que la avaricia podía más que la gloria; las tropas se dedicarían a luchar por el botín. Embrica y Fritla lo sabían bien, pero prefirieron no obedecer la ley.

Después, tomaron la palabra representantes que Ulrica había escogido, para asombro del rey. No había esperado que fuesen tantos.

En formas diferentes, defendieron la misma idea. Sí, los hunos y sus vasallos alanos eran enemigos de los godos. Pero ese año Ermanarico no había luchado contra ellos. El ataque fue un acto que Embrica y Fritla habían realizado por sí solos, como si de una empresa comercial se tratara. Habían ganado con justicia el tesoro y era suyo.

La discusión fue larga y acalorada, tanto en la sala del consejo como en las casetas levantadas fuera, en el campo. Aquello era más que una cuestión de ley; se trataba de decidir qué voluntad debía prevalecer. Las palabras de Ulrica, en boca de sus hijos y sus mensajeros, habían convencido a muchos hombres de que, aunque Tharasmvlnd se hubiese ido —sí, porque Tharasinund se había ido—, sería mejor reprender al rey.

No todos estaban de acuerdo o no se atrevían a decir que lo estaban. Por tanto, al final los godos votaron por dividir el tesoro en tres partes iguales, una para Ermanarico, y una para cada hijo de Embrica y Fritla. Como los hombres del rey habían matado a esos hijos, los dos tercios serían para Randwar el adoptado. De la noche a la mañana, se hizo rico.

Ermanarico se fue lívido y mudo de la reunión. Pasó mucho tiempo antes de que alguien reuniese el coraje para hablar con él. Sibicho fue el primero. Se lo llevó a un lado y hablaron durante horas. Lo que dijeron nadie lo oyó; pero después Ermanarico se manifestó de mejor humor.

Cuando llegaron las noticias a Heorot, Randwar murmuró que si la comadreja se sentía feliz eso era malo para los pájaros. Pero el resto del año transcurrió en paz.

Al verano siguiente, que también había sido tranquilo, sucedió algo extraño. El Errante apareció en el camino del oeste, corno hacía siempre. Liuderis guió a los hombres para recibirlo y escoltarlo.

—¿Cómo está Tharasmund y su pueblo? —dijo el recién llegado.

—¿Qué? —contestó Liuderis asombrado—. Tharasmund está muerto, señor. ¿Lo habéis olvidado? Vos mismo estuvisteis en su funeral.

El Gris se detuvo apoyándose en su lanza como un hombre aturdido. De pronto, para los otros, el día parecía menos cálido y soleado.

—Cierto —dijo al fin, casi demasiado bajo—. Me he confundido. —Agitó los hombros, miró a los jinetes y dijo con voz más alta—. He tenido muchas cosas en la cabeza. Disculpadme, pero me parece que en esta ocasión no podré estar con vosotros. Dadles mis saludos. Os veré más tarde. —Se dio la vuelta y se alejó por el mismo camino por el que había venido.

Los hombres lo miraron fijamente, asombrados, e hicieron gestos para alejar los malos augurios. Un poco después, un vaquero vino a la casa y contó que el Errante se había encontrado con él en un prado y le había interrogado durante mucho tiempo sobre la muerte de Tharasmund. Nadie sabía lo que aquello podía indicar, pero una sirviente cristiana dijo que el hecho demostraba que los antiguos dioses tenían cada vez menos fuerza y se desvanecían.

En cualquier caso, los hijos de Tharasmund recibieron al Errante con deferencia cuando regresó en otoño. No se atrevieron a preguntar cual había sido el problema en la ocasión anterior. Por su parte, se manifestaba más abierto que antes y, en lugar de un día o dos, se quedó un par de semanas. La gente comentó la atención que prestaba a los jóvenes hermanos, Swanhild y Alawin.