El resultado fue una gran fiesta de bodas que agitó y estremeció Heorot aquel otoño. Para Swanhild sólo había una sombra, que el Errante se encontrase en otro lugar. Ella había dado por hecho que él la bendeciría a ella y a su hombre. ¿No era él el Guardián de su familia?
Mientras tanto, Randwar envió hombres al este a sus posesiones. Levantaron una nueva casa donde había estado la de Embrica y la acondicionaron bien. La joven pareja viajó hasta allí en espléndida compañía. Swanhild atravesó el umbral con aquellas ramas de hoja perenne que traían la bendición de Frija; Randwar dio una fiesta para los vecinos, y allí se establecieron.
Pero pronto, a pesar de lo mucho que amaba a su esposa, partía a menudo durante días. Recorría el país de los greutungos para conocer a sus habitantes. Cuando un hombre le parecía del temperamento adecuado, Randwar se lo llevaba aparte y hablaban de otras cosas además del ganado, el comercio y los hunos.
En un día oscuro antes del solsticio, cuando unos pocos copos de nieve caían sobre la tierra congelada, los perros ladraron fuera del salón. Randwar cogió una lanza de la puerta y salió a ver qué sucedía. Dos fuertes granjeros lo siguieron, igualmente armados. Pero cuando reconoció la alta silueta que caminaba por su patio, Randwar clavó el arma y gritó:
—Hail! ¡Bienvenido!
Al oír que no había peligro, Swanhild salió corriendo. Sus ojos y pelo, bajo un pañuelo de esposa, y el vestido blanco que acariciaba su agilidad eran lo único brillante alrededor. Habló con alegría:
—¡Oh, Errante, querido Errante, bienvenido!
Él se acercó hasta que ella pudo ver bajo el sombrero y se llevó la mano a los labios.
—Pero estáis lleno de congoja —dijo alterada—. ¿No es así? ¿Qué pasa?
—Lo siento —contestó con palabras pesadas como piedras—. Algunas cosas deben permanecer en secreto. Me mantuve apartado de vuestra boda porque no podía llevar la tristeza. Ahora… Bien, Randwar, he recorrido un camino agitado. Déjame tornar algo caliente y recordar viejos tiempos.
Algo de su viejo interés se manifestó esa noche cuando un hombre cantó un poema sobre la última campaña en tierra de los hunos. A cambio él contó nuevas historias, aunque con menos ánimo que antaño, como si tuviese que obligarse a hacerlo. Swanhild suspiraba de felicidad.
—No puedo esperar a que mis hijos puedan oíros —dijo, aunque todavía no esperaba a ninguno. Se asustó un poco al ver que él se estremecía.
Al día siguiente se alejó con Randwar. Pasaron horas a solas. Más tarde el greutungo le dijo a su mujer:
—Me advirtió una y otra vez de¡ odio que Ermanarico siente por nosotros. Aquí estamos, en medio de la región tribal del rey sin fuerza firme mientras nuestra fortuna siga atrayéndolo con su brillo. Quería que retirásemos las empalizadas y nos trasladásemos pronto, muy lejos, hasta el oeste de la tierra de los godos. Claro está, no puedo. Ya he estado sondeando a los hombres sobre la posibilidad de unirnos contra el rey para resistir su autoritarismo y, si es necesario, luchar. El Errante dijo que no podía esperar mantenerlo en secreto y que era una locura.
—¿Qué contestaste a eso? —preguntó ella un tanto asustada.
—Dije que los godos libres tienen el derecho a abrir sus mentes unos a otros. Y dije que mis padres adoptivos nunca habían sido vengados. Si los dioses no hacen justicia, deben hacerla los hombres.
—Deberías escucharlo. Sabe más de lo que llegaremos a saber nosotros.
—Bien, no voy a ser imprudente. Esperaré mi oportunidad. Puede que no se necesite más. Los hombres a menudo mueren antes de su tiempo; si lo hacen hombres buenos como Tharasmund, ¿por qué no los malvados como Ermanarico? No, querida, nunca huiremos de éstas nuestras tierras, que pertenecen a nuestros hijos por nacer. Por tanto, debemos prepararnos para defenderlas, ¿no? —Randwar se abrazó a Swanhild—. Vamos —rió—, empecemos por encargarnos de esos hijos.
El Errante no podía cambiar su decisión y, al cabo de unos días, dijo adiós.
—Creo… —vaciló—. No puedo… ¡Oh, niña, te pareces tanto a Jorith! —La abrazó, la besó, la soltó y se alejó. Con asombro, la gente lo oyó llorar.
Pero entre los tervingos se presentó férreo. Mucho tiempo pasó allí en los meses siguientes, tanto en Heorot como entre los terratenientes, hombres libres o campesinos, trabajadores y marineros.
Incluso viniendo de él, lo que les conminaba a hacer era algo que no podían aceptar con rapidez. Quería que tuviesen lazos más estrechos con el oeste. No sólo iban a ganar por el incremento del comercio. Si les atacaba algún enemigo —digamos, por ejemplo, los hunos entonces tendrían un lugar al que ir. Al verano siguiente, debían enviar hombres y bienes a Fritigerno, que los protegería; y que conservasen barcos, carruajes, herramientas y comida a la espera; y que muchos de ellos aprendiesen sobre las tierras intermedias y cómo atravesarlas con seguridad.
Los ostrogodos estaban sorprendidos y murmuraban entre sí. Dudaban de un crecimiento rápido del comercio con tales distancias, y por tanto no tenían demasiados deseos de arriesgar trabajo y dinero. Y en cuanto a abandonar sus hogares, eso era impensable. ¿Decía la verdad el Errante? Y de todas formas, ¿quién era? En ocasiones lo trataban como un dios, y parecía llevar allí mucho tiempo; pero él mismo no se definía como tal. Podía ser un trol, un hechicero, o —decían los cristianos— un demonio enviado para tentar a los hombres. O simplemente la edad podría estar volviéndolo tonto.
El Errante siguió con su plan. Algunos de los que lo escucharon encontraron sus palabras dignas de mayor consideración; y a algunos jóvenes los enardeció. Entre estos últimos se encontraba Alawin de Heorot… aunque Hathawulf se volvió pensativo y Solbern se apartó.
El Errante recorrió de un lado a otro la tierra, hablando, planeando, ordenando. Para el equinoccio de otoño ya tenía una base de lo que quería. Oro, bienes y hombres para cuidarlos se encontraban ya en el trono de Fritigerno al oeste; Alawin iría allí al año siguiente, para conseguir mas comercio, sin que importase su juventud; en Heorot y otras muchas casas los ocupantes partirían inmediatamente en caso necesario.
—Os habéis agotado por nosotros —le dijo Hathawulf al final de su último día en el salón—. Si sois uno de los Anses, entonces no son infatigables.
—No —susurró el Errante—. Ellos también perecerán en la destrucción del mundo.
—Pero seguro que eso queda muy lejos en el tiempo.
—Un mundo tras otro han caído en ruinas desde siempre, hijo milo, y lo seguirán haciendo en los años y miles de años por venir. He hecho por ti lo que he podido.
Anslaug, la mujer de Hathawulf, entró para despedirse. De su pecho mamaba su primer nacido. La mirada del Errante se dirigió al pequeño.
—Aquí está el mañana —susurró.
Nadie comprendió lo quería decir. Pronto se alejaba, él y su lanza bastón, por un camino en el que las últimas hojas caídas volaban empujadas por un viento frío.
Y poco después de eso llegó la terrible noticia a Heorot.
Ermanarico el rey había dicho que tenía la intención de hacer una incursión en tierras de los hunos. No sería una guerra formal, como las que habían fracasado hasta entonces. Por tanto no pidió tropas, sino sólo su guardia, varios cientos de guerreros que conocía bien y sabía fieles. Con un golpe rápido y ágil podrían matar gran parte de su ganado. Con suerte, podrían pillar por sorpresa dos o tres de sus campamentos. Los godos asintieron cuando la noticia llegó a sus casas. Con cuervos más gordos en el este y la sucia escoria de la estepa reducida quizá podrían retirarse al lugar donde habían nacido.
Pero cuando hubo reunido a sus tropas, Ermanarico no partió inmediatamente. De pronto, allí estaba, en el salón de Randwar, mientras que los hogares de los amigos de Randwar ardían en llamas de horizonte a horizonte.