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—He dicho que pueden ser muy sutiles —repitió—. Examiné con mayor profundidad el caso por una corazonada, una sensación incómoda de que algo no iba bien. Representaba mucho más que leer tus informes…, que, por cierto, son satisfactorios. Simplemente son insuficientes. No por tu culpa. Incluso con mucha experiencia a las espaldas, probablemente no hubieses apreciado las consecuencias por estar tan íntimamente implicado en los acontecimientos. Yo tuve que sumergirme en ese entorno, y recorrerlo de un extremo a otro, antes de que la situación se me presentase con claridad.

Chupó con fuerza la pipa.

—Los detalles técnicos no importan —siguió diciendo—. Básicamente, tu Errante cobró más fuerza de lo que habías previsto. Resulta que de los poemas, historias y tradiciones que fluyen de esos siglos transmutando, cruzándose, influyendo en otras gentes, en gran parte te tienen a ti como fuente, no al Wedan mítico, sino a la persona físicamente presente, tú.

Había previsto aquello y presenté mi defensa.

—Un riesgo calculado desde el principio —dije—. No es raro. Si se produce una retroalimentación como ésa tampoco es un desastre. Lo que mi equipo busca no son más que palabras, orales y literarias. Su inspiración original no importa. Ni tampoco afecta a la historia subsecuente… sí o no durante un tiempo allí había un hombre que algunos individuos tomaron por uno de sus dioses… siempre que el hombre no se aprovechase de su posición —vacilé—. ¿Cierto?

Él cortó mis vanas esperanzas.

—No necesariamente. Ciertamente no en este caso. Un bucle causal incipiente es siempre peligroso, ya lo sabes. Puede producir una resonancia y los cambios históricos que produzca multiplicarse de forma catastrófica. La única forma de hacer que sea seguro es cerrarlo. Cuando la serpiente Ouroboros se muerde su propia cola no puede morder nada más.

—Pero… Manse, dejé a Hathawulf y Solbern camino de su muerte… Cierto, confieso que intenté evitarlo, suponiendo que no importaba para la humanidad como un todo. Fracasé. Incluso en algo tan minúsculo el continuo era demasiado rígido.

—¿Cómo sabes que fracasaste? Tu presencia a lo largo de las generaciones, el venerable Wodan, hizo más que poner tus genes en su familia. Dio corazón a sus miembros, los inspiró para ser grandes. Ahora al final la batalla contra Ermanarico parece fácil. Dada su convicción de que Wodan está de su lado, los rebeldes bien podrían ganar.

—¿Qué? Pretendes decir… ¡Oh, Manse!

—No deben ganar —dijo.

La agonía se hizo más intensa.

—¿Por qué no? ¿A quién le importará dentro de unas décadas, y menos aún un milenio y medio después?

—A ti y a tus colegas —declaró implacable pero compasivo—. Pretendías investigar las raíces de una historia específica sobre Hamther y Sorli, ¿recuerdas? Sin mencionar a los poetas de las Eddas y los escritores de sagas que te preceden, y Dios sabe cuántos narradores antes que ellos, afectados de una forma pequeña que podría dar un resultado final muy grande. Pero especialmente Ermanarico es una figura histórica, importante en su época. La fecha y forma de su muerte forman parte de la historia. Lo que vino inmediatamente después agitó al mundo.

»No, no se trata de una ligera conmoción en la corriente del tiempo. Esto es un vórtice en formación. Tenemos que detenerlo. Y la única forma es completando el bucle causal, cerrando el anillo.

Mis labios formaron el inútil e innecesario «¿Cómo?», que la garganta y lengua no pudieron articular.

Everard dictó mi sentencia:

—Lo siento más de lo que imaginas, Carl. Pero la Saga volsunga cuenta que Hamther y Sorli casi ganaron, pero que, por razones desconocidas, Odín apareció y los traicionó. Y él eras tú, No podía ser nadie más que tú.

372

La noche había caído tarde. La luna, aunque casi llena, seguía oculta. Las estrellas arrojaban su brillo sobre colinas y bosques, donde yacían las sombras. El rocío empezaba a relucir sobre las piedras. El aire estaba frío y quieto excepto por el retumbar de los cascos al galope. Brillaban yelmos y lanzas, elevándose y ocultándose como olas bajo una tormenta.

En el mayor de sus salones, el rey Ermanarico bebía con sus hijos y la mayoría de sus guerreros. Los fuegos ardían, silbaban y chasqueaban en sus fosos. La luz de las lámparas brillaba entre el horno. Cornamentas, pilotes, tapices y tallas parecían moverse frente a las paredes y columnas, como hacía la oscuridad.

En los brazos y alrededor de los cuellos relucía el oro; los vasos entrechocaban y las voces sonaban fuertes. Los esclavos iban de un lado para otro sirviendo. Por encima, las tinieblas fluían sobre las vigas y llenaban el techo.

Ermanarico estaba feliz. Sibicho le daba la lata:

—Señor, no deberíamos entretenernos. Os lo concedo, un ataque directo contra el jefe guerrero de los tervingos sería peligroso, pero podemos empezar inmediatamente a minar sus apoyos en su tribu.

—Mañana, mañana —dijo el rey con impaciencia—. ¿No te cansas nunca de los complots y los trucos? Esta noche pertenece a la apetitosa doncella esclava que compré…

Fuera resonaron los cuernos. Un hombre apareció tambaleándose por la entrada del edificio. Tenía la cara cubierta de sangre.

—Enemigos… ataque… —Un rugido apagó su grito.

—¿A esta hora? —gimió Sibicho—. ¿Y por sorpresa? Deben de haber matado a los caballos para llegar hasta aquí… sí, y deben de haber matado por el camino a todo el que pudiese ir más rápido…

Los hombres saltaron de los bancos y fueron en busca de las cotas y las armas. Como estaban apiladas en la habitación de entrada, ésta se lleno inmediatamente de cuerpos. Se lanzaron juramentos y se levantaron puños. Los guardias que habían permanecido armados se apresuraron a formar una defensa frente al rey y su familia. Ermanarico siempre mantenía a un grupo bien armado.

En el patio, los guerreros reales dieron la vida para que sus compañeros del interior se preparasen. Los recién llegados cayeron sobre ellos en sobrecogedor número. Las hachas tronaban, las espadas chocaban, los cuchillos y las lanzas se hundían. Con la presión, los hombres heridos no se derrumbaban inmediatamente; los que lo hacían no volvían a levantarse.

A la cabeza del asalto, un joven gritó:

—¡Wodan está con nosotros! ¡Wodan, Wodanl. ¡Ahl. —Su espada volaba asesina.

Los defensores equipados apresuradamente se dispusieron a defender la puerta principal. El enorme joven fue el primero en atacarlos. A derecha e izquierda, los que lo seguían embistieron, golpearon, clavaron, patalearon, empujaron, rompieron la línea y pasaron por encima de los restos.

A medida que la vanguardia entraba en la sala principal, los soldados sin armar retrocedían. Los atacantes se detuvieron, jadeando, cuando su líder gritó:

—¡Esperad a los demás!

En el interior se apagó el sonido de la batalla, que proseguía en el exterior.

Ermanarico se sentó en la silla alta y miró por encima de los cascos de sus guardias.

—Hathawulf Taharsmundsson, ¿qué nueva traición planeas? —lanzó al otro lado del salón.

El tervingo levantó en alto la espada chorreante.

—Hemos venido a limpiar la tierra de tu presencia —gritó.

—Ten cuidado. Los dioses odian a los traidores.

—Sí —contestó Solbern a la altura de su hermano—, esta noche Wodan te llevará, a ti que rompes los juramentos, y maldita es la casa a la que De llevará.

Entraron más invasores; Liuderis los dispuso en formación.

—¡Adelante! —rugió Hathawulf.

Ermanarico había estado dando sus propias órdenes. Sus hombres carecían en su mayoría de cascos, cotas, escudos y armas largas. Pero cada uno llevaba al menos un cuchillo. Tampoco los tervingos vestían demasiado hierro. Eran en su mayoría terratenientes, que podían permitirse poco más que una chapa de metal y una cota de cuero endurecido, y que iban a la batalla sólo cuando el rey lo requería. Lo que Ermanarico había reunido eran guerreros de profesión; cualquiera de ellos podía tener una granja, un barco o algo similar, pero ante todo y primero era un guerrero. Habían sido entrenados para atacar junto con sus compañeros.