Выбрать главу

Los soldados del rey cogieron los caballetes y las tablas que habían sostenido y los usaron para defenderse. Los que tenían hachas y se habían retirado del exterior cortaron garrotes para sus compañeros de los revestimientos y pilares. Además, un cuchillo, una cornamenta cogida de la pared, el extremo de un cuerno para beber, una copa romana rota o una tea eran armas mortales. A medida que el combate era cada vez más cercano —carne contra carne, amigo en el paso de un amigo, empujando, tropezando, llenos de sangre y sudor— las espadas y las hachas resultaban cada vez menos útiles. Las lanzas y los palos eran inútiles, a no ser para los guardias que, desde su posición sobre los bancos junto a la silla alta, podían atacar desde arriba.

De esa forma la lucha se convirtió en desordenada, ciega, tan furibunda como el Lobo desatado.

Pero aun así, Hathawulf, Solbern y sus mejores hombres se abrieron paso, empujando, atacando, talando, cortando, clavando entre gritos y rugidos, golpes y choques, hacia delante, como vientos vivos… hasta que llegaron a su destino.

Allí estaban escudo contra escudo, acero contra acero, ellos y las tropas del rey. Ermanarico no se encontraba al frente, pero con descaro se alzaba sobre el asiento, a la vista de todos, agitando una lanza. A menudo miraba a Hathawulf o Solbern, y cada uno expresaba su odio.

Fue el viejo Liuderis el que rompió la defensa. La sangre le manaba de caderas y brazos, pero el hacha golpeaba de lado a lado; llegó hasta el banco y golpeó el cráneo de Sibicho. Agonizando, pudo decir:

—Una serpiente menos.

Hathawulf y Solbern pasaron sobre su cuerpo. Un hijo de Ermanarico se arrojó frente a su padre. Solbern derribó al muchacho. Hathawulf dio otro golpe. La lanza de Ermanarico se rompió. Hathawulf atacó de nuevo. El rey se retiró contra la pared. El brazo derecho le colgaba medio cortado. Solbern atacó por debajo, a la pierna izquierda, y le cortó los tendones. Ermanarico se derrumbó. Los dos hermanos se acercaron a matar. Sus seguidores luchaban para mantener a raya al resto de la guardia.

Alguien apareció.

La lucha se detuvo como la onda producida cuando una piedra cae al agua. Los hombres estaban boquiabiertos. Por entre las tinieblas inciertas, aún mayor por la cantidad de hombres presentes, apenas podían ver lo que flotaba sobre el trono.

Sobre el esqueleto de un caballo cuyos huesos eran de metal, iba sentado un hombre alto de barba gris. La capa y el sombrero lo ocultaban. En la mano derecha llevaba una lanza. Su punta, por encima de todas las demás armas y destacada contra la noche bajo el techo, se encendió… ¿un cometa, un mensajero de infortunios?

Hathawulf y Solbern bajaron sus armas.

—Antepasado —dijo el mayor al silencio—. ¿Habéis venido en nuestra ayuda?

La respuesta fue profunda, como no podía producirla ninguna garganta humana, fuerte y despiadada.

—Hermanos, vuestro destino está decidido. Recibidlo bien y vuestros nombres vivirán para siempre.

»Ermanarico, todavía no te ha llegado la hora. Envía a tus hombres por detrás y ataca a los tervingos por la espalda.

»Id, todos los que estáis aquí, a donde Weard quiera enviaros.

Se esfumó.

Hathawulf y Solbern estaban atónitos.

Mutilado, sangrando, Ermanarico aún pudo gritar:

—¡Obedeced! Aguantad los que estáis contra el enemigo. El resto coged la puerta de atrás, dad la vuelta. ¡Obedeced las palabras de Wodanl.

Sus guardaespaldas fueron los primeros en comprender. Rugieron de alegría y cayeron sobre los enemigo. Éstos retrocedieron, horrorizados, hacia la renovada confusión. Solbern permaneció en su lugar, caído bajo el trono, sobre un charco de sangre.

Los hombres del rey salieron en torrente por la pequeña salida. Corrieron apresurados a la parte delantera. La mayoría de los tervingos habían entrado. Los greutungos eran mayoría en el patio. A falta de mejor arma, arrancaron las piedras del suelo y las lanzaron. La luna que salía daba luz suficiente.

Aullando, los guerreros retomaron la sala de entrada. Se equiparon y cayeron sobre los invasores por ambos lados.

Terrible fue la batalla. Sabiendo que iban a morir pasase lo que pasase, los tervingos lucharon hasta caer. Hathawulf por sí solo acumuló una muralla de muertos frente a él. Cuando cayó, pocos quedaban para alegrarse.

El mismo rey no hubiese estado entre ellos si uno de sus súbditos no se hubiese apresurado a curar sus heridas. De esa guisa, lo sacaron, apenas consciente, del salón donde ya no quedaban sino los muertos.

1935

¡Laurie, Laurie!

372

La mañana trajo la lluvia. Conducida por el viento ululante, lo ocultaba todo excepto el asentamiento que se acurrucaba debajo, corno si el resto del mundo hubiese desaparecido. El rugido del tejado resonaba por toda Heorot.

La oscuridad del interior parecía mayor por el vacío. Ardían los fuegos, las lámparas alumbraban bien alto para nadie entre las sombras. El aire era pesado.

Había tres personas de pie cerca del centro. De lo que hablaban les impedía sentarse. De sus labios salía el aliento en hálitos blancos.

—¿Muertos? —murmuró Alawin aturdido—. ¿Todos ellos?

El Errante asintió.

—Sí —le volvió a decir—, aunque habrá tanta pena entre greutungos como entre tervingos. Ermanarico vive, pero mutilado y lisiado, y con dos hijos menos.

Ulrica le dirigió una mirada afilada.

—Si eso sucedió la pasada noche —dijo—, no habéis venido en ningún caballo terrestre para contárnoslo.

—Sabes quién soy —contestó él.

—¿Lo sé? —Levantó hacia él unos dedos doblados como espolones. La voz se hizo más aguda—. Si sois en verdad Wodan, se trata de un dios maldito, que no estaba dispuesto o no podía ayudar a mis dos hijos en un momento de necesidad.

—Calma, calma —le rogó Alawin, mientras miraba avergonzado al Errante.

Este último dijo con suavidad:

—Lloro contigo. Pero la voluntad de Weard no debe ser alterada. Y a medida que la historia de lo sucedido llegue al oeste, descubriréis que yo estaba allí, e incluso que salvé a Ermanarico. Sabed que frente al tiempo los propios dioses están indefensos. Hice lo que estaba destinado a hacer. Recordad que al enfrentarse al final que estaba decidido para ellos, Hathawulf y Solbern redimieron el honor de su casa, y ganaron para ellos mismos un nombre que vivirá mientras lo haga su raza.

—Pero Ermanarico permanece sobre la tierra —soltó Ulrica—. Alawin, el deber de la venganza ha pasado a ti.

—¡No! —dijo el Errante—. Su tarea es mayor que eso. Es salvar la sangre de la familia, la vida del clan. Por eso he venido.

Se volvió hacia el joven, que lo miraba con los ojos abiertos de par en par.

—Alawin —dijo—, conozco el futuro y es una pesada carga. Pero en ocasiones puedo usar ese conocimiento para evitar el mal. Escúchame bien, porque es la última vez que me oirás.

—¡Errante, no! —gritó Alawin. El aliento surgió de entre los labios de Ulrica.

El Gris levantó la mano que no sostenía la lanza.

—El invierno pronto estará sobre vosotros —dijo—, pero seguirán la primavera y el verano. El árbol de tu familia carece de hojas, pero sus raíces son fuertes, y volverá a ser verde… si no lo tala un hacha.