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– ¿Por qué no jugamos al bridge? -propuso Marta. Se enorgullecía de su irreverencia por los convencionalismos. En la mayoría de las cosas, Marta seguía el estilo de finales de los sesenta. Entonces había sido una niña y la consideraba una época aventurera; llevaba batas ondulantes y botas labradas, el cabello suelto-. A mamá le gustaba que jugáramos.

– Claro -dijo Peter-. También le gustaba que bailáramos, cuando éramos niños. Podemos ir bailando a la capilla.

– No jodas -susurró Marta, pero sonrió.

Marta siempre había moderado su rivalidad con Peter y ahora le otorgaba concesiones especiales. Las lágrimas de Kate eran constantes, pero Peter era el más afectado de los tres. Estaba pensativo, desequilibrado. A menudo se aislaba, pero inevitablemente regresaba al consuelo de las hermanas. Muy unidos, los hijos de Stern se respaldaban unos a otros.

Marta volvió a mencionar el bridge.

– Papá, ¿te molesta?

Stern alzó las manos sin dar una respuesta específica.

– ¿Juegas? -le preguntó Kate.

Silvia alentó a Stern a jugar.

– Tengo que encargarme de algunas cosas para después.

Ella estaba preparando la casa para la invasión de visitantes que acudirían después del entierro.

– Yo ayudaré a la tía Silvia. Vosotros cuatro podéis jugar.

– Yo ayudaré a la tía Silvia -intervino John.

Ya estaba de pie, un joven corpulento, un rubio enorme con el cuello grueso como un neumático. Nunca había dominado el juego, como muchas otras cosas asociadas con sus parientes políticos. Los Stern habían desconcertado a John durante casi toda una década con sus modales silenciosos e intensos.

– Vamos -llamó Marta.

Estaba en la sala, buscando la baraja. Stern comprendía la excitación de su hija. Por un momento regresaría a los diecisiete años, cuando todos estaban a salvo del mundo de las responsabilidades adultas. Stern, como de costumbre, se sintió irritado y conmovido por los impulsos de Marta.

– Kate, yo jugaré contigo -anunció Stern.

Siempre era compañero de una de las hijas, por lo general Kate. Él y Peter discutían cuando jugaban juntos. Stern había dedicado buena parte del poco tiempo que pasaba en casa practicando juegos de mesa con los hijos. Chutes & Ladders, Monopoly. Juegos de palabras cuando estaban en la escuela primaria. Los cuatro pasaban horas alrededor de una mesa de juegos del solario. Clara rara vez participaba. A menudo se sentaba en una quinta silla, cruzando las manos y los tobillos, observando, o ayudando a Kate cuando era necesario. Pero no intervenía. Para bien o para mal, éste era el momento de Alejandro: reglas, maniobras, estrategias.

Peter barajó los naipes y se los dio a Stern para que repartiera. El solario era una zona estrecha, rodeada de ventanas, con suelo de pizarra. Desde allí se veía el jardín de Clara. Era la época del año en que ella habría empezado a remover el suelo. Los tallos de los gladiolos del año anterior, podados casi a ras de suelo, se elevaban en hileras, sobrevivientes del moderado invierno.

Stern abrió con tréboles. Respetaba todos los convencionalismos. Cualquier cosa menos señas con las manos, decía Clara.

– ¿Volverás a trabajar después de tener el niño? -le preguntó Marta a su hermana.

Kate pareció desconcertada. El futuro parecía fuera de su alcance. Stern se encogió interiormente. ¡Una hija con un hijo! Con John, nada menos. Kate le dijo a Marta que aún no sabían cómo se las apañarían con el dinero o si le agradaría dejar el bebé.

– Oh, será el primero -dijo Peter-. Querrás brindarle mucha atención. Siempre será especial.

Sonó el timbre. Stern vio a su cuñado a través de los vidrios del frente y se levantó para recibirlo. Dixon había regresado a la ciudad la noche anterior. Había estado en Nueva York por negocios urgentes y había pospuesto el vuelo a casa. Stern se había sentido burlado -algo habitual con Dixon- y por lo tanto la noche anterior se había sorprendido de su alivio al ver a Dixon en el umbral con sus bártulos. Su cuñado, un hombre macizo y fornido, había abrazado a Stern demostrando un gran pesar, pero era imposible saber qué sentía Dixon. Eso formaba parte de su genio: era como un bosque, lleno de colores. Podía encararte en cualquier momento con el descaro de un vendedor o espetarte las verdades más irritantes.

Sin embargo, esa mañana Dixon parecía más típicamente concentrado en sí mismo. Cuando Stern le cogió la chaqueta, Dixon bajó la voz discretamente.

– Cuando vuelvas al trabajo, Stern, me gustaría hacerte un par de preguntas.

Dixon siempre lo llamaba por el apellido, al estilo militar. Se habían conocido en el ejército, y así Dixon había conocido a Silvia y la había cortejado, un episodio al cual Stern aún no se adaptaba del todo, tres décadas después.

– ¿Preguntas de negocios? -inquirió Stern.

– Algo así. No quiero molestarte ahora. Quiero saber cosas acerca de tu viaje a Chicago.

En efecto, pensó Stern: los senderos del egocentrismo eran inescrutables y la vida continuaba.

– Comprendo tu preocupación, Dixon. Pero la situación puede ser compleja. Será mejor que hablemos en otra oportunidad.

Como era previsible, una sombra cruzó la cara de Dixon. Era un hombre de cincuenta y cinco años, bronceado y pulcro y, a pesar de ese aire ceñudo, era la imagen de la vitalidad. Era un hombre enérgico; todos los días se ejercitaba con pesas. Dixon adoraba el mismo altar que muchos norteamericanos: el cuerpo y sus usos. Su pelo cobrizo se había vuelto más ralo y quebradizo con la edad, pero estaba sagazmente cortado para darle aire de hombre de negocios.

– ¿No te gustó lo que oíste? -preguntó a Stern.

Stern no se había enterado de nada importante. Los documentos que había examinado en Chicago, declaraciones contables y registros comerciales de los clientes por un período de ocho o nueve meses, no habían revelado nada. No se sabía qué delito investigaba el gobierno ni quién le había sugerido la posibilidad de un delito.

– Tal vez haya problemas, Dixon, pero es prematuro alarmarse ahora.

– Claro.

Dixon asintió y extrajo un cigarrillo de un bolsillo interior. Volvía a fumar en exceso, un viejo hábito que recientemente había empeorado y que para Stern era indicio de preocupación.

Tres años antes el Servicio Fiscal Interno había montado un embate en su sala de conferencias y Dixon lo había encarado con su brioso estilo. Pero esta vez estaba crispado. Al recibir noticias de la primera citación, había llamado a Stern para exigirle que detuviera al gobierno. Por el momento, sin embargo, Stern se negaba a entablar contacto con Klonsky, la ayudante del fiscal. En la fiscalía rara vez revelaban más de lo que querían que uno supiera. Además Stern temía que una llamada suya concentrara la atención del gobierno en Dixon, cuyo nombre no se había mencionado hasta el momento. Tal vez el gran jurado estaba investigando varias empresas de corretaje. Tal vez había otra conexión entre los clientes además de MD. Por el momento era mejor andar con cautela, observando al gobierno sin asomar la cabeza.

– Siempre están buscando algo -comentó Dixon con mayor aplomo y fue a buscar a Silvia.

En el solario, los hijos de Stern todavía hablaban acerca del bebé.

– ¿John te ayudará a cambiar pañales y todo eso? -preguntó Marta.

Kate la miró atónita.

– Claro. Está encantado. ¿Por qué no iba a ayudar?

Marta se encogió de hombros. En momentos como éste, Stern notaba que Marta parecía turbada por los hombres. Marta, hija de su padre, por desgracia no era una mujer bonita. Tenía la nariz ancha y los pequeños ojos oscuros de Stern. Peor aún, había heredado su figura. Stern y su hija eran bajos, con una tendencia a acumular peso en las partes inferiores. Marta se sometía casi con placer a los rigores de la dieta y el ejercicio, pero no había manera de escapar a lo que daba la naturaleza. Ella solía reconocer que no tenía la figura que promovían las revistas de moda. Aun así, Marta tenía siempre sus admiradores, pero sus relaciones parecían marcadas por la fatalidad. En sus conversaciones aludía a una procesión de hombres que iban y venían. Mayores, jóvenes. Las cosas siempre andaban mal.