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Olga tenía razón, al menos en parte. Un mes después de la operación Charles Reeves salió del hospital por sus propios pies, pero su idea de volver a deambular por los caminos resultaba absurda porque era evidente que la convalecencia sería muy larga. El médico ordenó tranquilidad, dieta y control permanente, ni pensar en una vida nómada por un buen tiempo, tal vez años. El dinero de los ahorros se había terminado hacía mucho y la familia le debía una suma respetable a los Morales. Pedro no quiso oír hablar de ese asunto pues tenía con su Maestro una deuda espiritual imposible de pagar. Charles Reeves no era hombre capaz de aceptar caridad, ni siquiera de un buen amigo y discípulo, tampoco podían seguir acampando en el patio de una casa ajena y a pesar de las súplicas de los niños, que veían alejarse para siempre la posibilidad de abandonar la opresión de la escuela, el camión fue vendido luego de quitarle el letrero y el megáfono. Con el dinero recaudado y otro tanto conseguido en préstamos, los Reeves pudieron comprar una cabaña en ruinas en los límites del barrio mexicano.

Los Morales movilizaron a sus parientes para ayudar a reconstruir la choza. Ése fue un fin de semana indeleble para Gregory Reeves, la música y la comida latinas quedarían para siempre unidas en su mente con la idea de amistad. El sábado en la madrugada apareció en el lugar una caravana de diversos vehículos, desde una camioneta manejada por un hombronazo de contagiosa sonrisa, hermano de Inmaculada, hasta una columna de bicicletas en las cuales se trasladaron primos, sobrinos y amigos, todos provistos de herramientas y materiales de construcción. Las mujeres instalaron mesones en el terreno y arremangadas cocinaron para esa multitud. Volaban las cabezas decapitadas de los pollos, se apilaban los trozos de cerdo y vacuno, hervían las mazorcas, los frijoles y las papas, se asaban las tortillas, bailaban los cuchillos picando, partiendo y pelando, relucían al sol las fuentes con fruta y aguardaban en la sombra las de jitomate con cebolla, salsa brava y guacamole. De las ollas escapaban aromas de guisos suculentos, de garrafas y botellas escanciaban el tequila y la cerveza, y de las guitarras brotaban las canciones de la tierra generosa del otro lado de la frontera. Los niños correteaban con los perros entre las mesa, las niñas, muy compuestas, ayudaban en el servicio; un primo retardado de plácido rostro asiático lavaba los platos, la abuela chiflada, sentada bajo un árbol contribuía al coro de rancheras con su voz de jilguero; Olga repartía tacos entre los hombres y mantenía a raya a los chiquillos. Durante todo el fin de semana, hasta muy tarde en la noche, trabajaron alegremente bajo las órdenes de Charles Reeves y Pedro Morales, aserruchando, clavando y soldando. Fue una parranda de sudor y canto y el lunes amaneció la casa con las paredes bien apuntaladas, las ventanas en sus goznes, las planchas de zinc en el techo, y un piso de tablas nuevas. Los mexicanos desarmaron las mesas de la comilona, recogieron sus herramientas, sus guitarras y sus hijos, subieron a sus vehículos y desaparecieron por donde habían llegado, discretamente para que nadie les diera las gracias.

Cuando los Reeves entraron en su nuevo hogar Gregory preguntó si esa casa no se desarmaba, incrédulo ante la firmeza de las paredes. A los niños ese par de modestas habitaciones les pareció un palacete, nunca antes habían dispuesto de un techo sólido sobre sus cabezas, sólo la tela de una carpa o el cielo. Nora instaló su cocina a queroseno, puso en su cuarto la vieja máquina de escribir y en la sala, en un sitio de honor, su fonógrafo a manivela para escuchar ópera y música clásica; enseguida se dispuso a iniciar una nueva etapa. Olga, sin muchas explicaciones, decidió separarse de ellos. Al principio se quedó en el patio de los Morales con el pretexto de que la casa de los Reeves estaba muy lejos y hasta allí no llegaría su clientela, y poco después consiguió un cuarto de alquiler en los altos de un garaje, en el otro extremo del barrio, donde colgó un letrero ofreciendo sus servicios de adivina, comadrona y curandera. El rumor de su talento se regó rápidamente y confirmó su reputación cuando hizo desaparecer para siempre la barba y los bigotes de la dueña del almacén. En ese lugar, donde ni los hombres tenían mucho pelo en la cara, la almacenera era blanco de las burlas más crueles hasta que Olga intervino liberándola con una pócima de su invención; la misma que recetaba para curar la sarna. Cuando por fin la barbuda pudo lucir sus mejillas a plena luz del día las malas lenguas dijeron que al menos los pelos le daban un aire interesante; en cambio sin ellos era sólo una señora con cara de pirata. Se corrió la voz de que así como la curandera sanaba con sus ensalmos y ungüentos, igual podía hacer mal con sus brujerías; y la gente le tuvo respeto. Judy y Gregory iban a verla seguido y ella aparecía de vez en cuando a almorzar los domingos donde los Reeves, pero sus visitas se espaciaron y al fin se suspendieron del todo. Poco a poco su nombre dejó de mencionarse en la familia porque al hacerlo el aire se cargaba de tensiones. Judy, distraída con tantas novedades, no la echaba de menos, pero Gregory no perdió contacto con ella.

Charles Reeves volvió a ganarse la vida pintando. A partir de una fotografía podía producir una imagen bastante fiel en el caso de los hombres y muy mejorada en el de las señoras, a quienes les borraba las huellas de la edad, les atenuaba la herencia indígena o africana, les aclaraba la piel y el cabello y las vestía de gala. Apenas se sintió con fuerzas suficientes regresó también a sus prédicas y a escribir sus libros, que él mismo imprimía. A pesar de los obstáculos económicos de la empresa, El Plan Infinito siguió su curso a trastabillones, pero con tenacidad. El público se componía principalmente de obreros y sus familias, muchos de los cuales apenas entendían inglés, pero el predicador aprendió algunas palabras claves en español y cuando le fallaba el vocabulario recurría a un pizarrón donde dibujaba sus ideas. Al comienzo asistían sólo amigos y parientes de los Morales, más interesados en ver de cerca a la boa que en los aspectos filosóficos de la conferencia; pero pronto se supo que el Doctor en Ciencias Divinas era muy elocuente y podía trazar a gran velocidad unas caricaturas de lo más chulas, fíjese, hay que ver cómo las hace, así no más, sin mirar siquiera, y los Morales no tuvieron necesidad de presionar a nadie para llenar la sala. Al enterarse de las precarias condiciones en que vivían sus vecinos, Reeves pasó semanas en la Biblioteca, estudiando las leyes; así pudo ofrecer a sus oyentes, además de apoyo espiritual, consejos para navegar en las aguas desconocidas del sistema. Gracias a él los inmigrantes supieron que a pesar de ser ilegales gozaban de algunos derechos ciudadanos, podían acudir al hospital, enterrar a sus muertos en el cementerio del condado aunque siempre preferían enviarlos a su pueblo de origen y un sinnúmero de otras ventajas que hasta entonces desconocían. En ese barrio El Plan Infinito competía con los oropeles del ceremonial católico, los bombos y platillos del Ejército de Salvación, la novedosa poligamia de los mormones y los ritos de las siete iglesias protestantes del vecindario, incluyendo a los bautistas que se sumergían vestidos en el río, los adventistas que regalaban tarta de limón los domingos y los pentecostales que andaban con las manos levantadas para recibir al Espíritu Santo. Como no era necesario renunciar a la propia religión, porque en el Curso de Charles Reeves se acomodaban todas las doctrinas, el Padre Larraguibel de la Iglesia de Lourdes y los pastores de las otras creencias no pudieron objetar, aunque por una vez estuvieron todos de acuerdo y cada uno desde su púlpito acusó al predicador de ser un charlatán sin fundamento. Desde el primer encuentro, cuando el camión de los Reeves desembarcó su cargamento en el patio de los Morales, Gregory y Carmen, la hija menor de la familia, se hicieron íntimos amigos. Una mirada les bastó para establecer la complicidad que habría de durarles toda la vida. La niña era un año menor, pero en los aspectos prácticos re sultaba mucho más avispada, a ella le tocaría revelarle al otro las claves y los trucos de la sobrevivencia en el barrio. Gregory era alto, delgado, muy rubio, y ella pequeña, rechoncha, color azúcar dorada. El muchacho había adquirido conocimientos poco usuales, podía lucirse contando argumentos de ópera, describiendo paisajes del National Geographic o recitando versos de Byron: sabía cazar un pato, destripar un pescado y calcular en un instante cuánto recorre un camión en cuarenta y Cinco minutos si viaja a treinta millas por hora, todo de escasa utilidad en su nueva situación. Sabía meter una boa en un saco, pero no podía ir a la esquina a comprar pan; no había convivido con otras criaturas ni había entrado a una sala de clases, nada sospechaba de la maldad de los niños ni de las tremendas barreras raciales, porque Nora le había inculcado que las personas son buenas–lo contrario es un vicio de la naturaleza–y todas son iguales. Hasta que fue a la escuela Gregory lo creyó. El color de su piel y su absoluta falta de malicia irritaban a los demás, que le caían encima cuando podían, por lo general en el baño, y lo dejaban medio aturdido a golpes. No siempre inocente, a menudo provocaba los enfren–tamientos. Con Juan José y Carmen Morales inventaban bromas pesadas, como quitar con una jeringa el relleno de menta a unos bombones de chocolate, reemplazarlo por la salsa más picante de la cocina de Inmaculada y ofrecerlo a la banda de Martínez como quien fuma una pipa de la paz, para que seamos amigos ¿okey? Después debieron ocultarse por una semana.