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— A ver, muéstremelo–ordenó Olga y procedió a examinarlo largamente con una linterna de bolsillo y una lupa, mientras Gregory se mordía las manos para no estallar de risa bajo la cama. — Me hice los remedios que me recetaron en el hospital, pero nada. Hace cuatro meses que me estoy muriendo, doña. — Hay enfermedades del cuerpo y enfermedades del alma–diagnosticó la maga volviendo a su trono a la cabecera de la mesa-. Esta es una enfermedad del alma, por eso no se cura con medicinas normales. Por donde pecas, pagas.

— ¿Ah? — Usted le ha dado mal uso a su órgano. A veces las faltas se pagan con pestes y otras con picazón moral–explicó Olga, que estaba al tanto de todos los chismes del barrio, conocía la mala reputación del cliente y la semana anterior le había vendido polvos para la fidelidad a la desconsolada esposa del tabernero-. Puedo ayudarlo, pero le advierto que cada consulta le costará cinco dólares y que no va a ser muy agradable. Al ojo puedo calcular que necesitará cinco sesiones por lo menos. — Si con eso me voy a mejorar…

— Tiene que pagarme quince dólares al empezar. Así nos aseguramos de que no se arrepienta por el camino; mire que una vez comenzado el ensalmo debe terminarse o si no se le seca el miembro y le queda como un ciruela pasa ¿me entiende? — Cómo no, doñita, usted manda–accedió aterrorizado el galán.

— Quítese todo para abajo, puede dejarse la camisa–ordenó ella antes de desaparecer tras el biombo a preparar los elementos necesarios para la curación.

Colocó al hombre de pie al centro del cuarto, lo rodeó con un círculo de velas encendidas, le echó unos polvos blancos en la cabeza, al tiempo que recitaba una letanía en lengua desconocida, enseguida untó la zona afectada con algo que Gregory no pudo ver, pero sin duda era de gran efectividad, porque a los pocos segundos el infeliz daba saltos de mono y gritaba a todo pulmón.

— No se me salga del circulo–indicó Olga mientras esperaba calmadamente a que se le pasara la picazón.

— ¡Ay qué chingadera, madrecita! Esto es peor que salsa de chile piquín… — gimió el paciente cuando recuperó la respiración. — Si no duele no cura–determinó ella, conocedora de los beneficios del castigo para quitar la culpa, lavar la conciencia y aliviar las enfermedades nerviosas-. Ahora le voy a poner algo fresquecito y lo pintó a brochazos con tintura azul de metileno, luego le ató una cinta rosada y le ordenó regresar a la semana siguiente sin quitarse la cinta por ningún motivo y echarse la tintura todas las mañanas. — Pero cómo voy a… bueno, usted me entiende, con ese lazo ahí… — Tendrá que portarse como un santo no más. Esto le pasó por andar de picaflor ¿por qué no se conforma con su esposa? Esa pobre mujer tiene ganado el cielo, usted no la merece–y con esa última recomendación de buena conducta lo despachó.

Gregory le apostó un dólar a Juan José y a Carmen Morales que el dueño del bar tenía el pirulo azul decorado con una cinta de cumpleaños. Los muchachos pasaron una mañana trepados al techo de «Los Tres Amigos» espiando el baño por un agujero hasta comprobar con sus propios ojos el fenómeno.

Poco después todo el barrio sabía el cuento y desde entonces el tabernero debió soportar el apodo de Pito–de–lirio, que había de acompañarlo hasta su tumba.

Como Olga no siempre le abría la puerta porque solía estar ocupada con algún cliente, Gregory se sentaba en la escalera a hacer un inventario de los nuevos adornos de la fachada, maravillado del talento de la mujer para renovarse cada día. En algunas ocasiones ella se asomaba, apenas cubierta por una bata, con el pelo revuelto como una maraña de algas rojas, y le daba galletas o una moneda; no puedo verte hoy, Greg, tengo trabajo, regresa mañana, le decía con un beso fugaz en la mejilla. El chico partía frustrado, pero compren día que ella tenía deberes ineludibles. Los clientes eran de muchos tipos: desesperados en busca de mejorar su fortuna, mujeres preñadas dispuestas a utilizar cualquier recurso para derrotar a la naturaleza, enfermos desalentados por la medicina tradicional, amantes despechados y ansiosos de venganza, solitarios atormentados por el silencio y gente ordinaria que sólo quería un masaje, un fetiche, una lectura de la palma de las manos o té de flores orientales para el dolor de cabeza. Para cada uno Oiga disponía de una dosis de magia e ilusión, sin detenerse a considerar la legitimidad de sus métodos, porque en ese barrio nadie entendía y ni daba importancia a las leyes de los gringos.

La adivina no tuvo hijos propios y adoptó en su corazón a los de Charles Reeves. No se ofendió con los desaires de Judy, porque sabía que apenas la niña la necesitara estaría de nuevo a su lado, y agradeció calladamente la fidelidad de Gregory, a quien premiaba con mimos y regalos. Por él se enteraba del destino de los Reeves. Muchas veces el chiquillo le preguntó por qué no visitaba la casa, pero sólo obtuvo respuestas vagas. En una de aquellas oportunidades en que la adivina no pudo recibirlo, creyó escuchar la voz de su padre a través de la puerta y el corazón casi le revienta en el pecho; se vio de pie al borde de un abismo sin fondo, a punto de destapar una caja de horrores. Disparó corriendo, sin deseos de averiguar lo que temía, pero la curiosidad pudo más y a medio camino volvió para esconderse en la calle a esperar que saliera el cliente de Olga. Cayó la noche sin que la puerta se abriera y por fin debió regresar a su casa. Al llegar encontró a Charles Reeves leyendo el periódico en su sillón de mimbre.¿Cuánto vivió mi padre en realidad? ¿Cuándo empezó a morirse? En los meses finales ya no era él, su cuerpo había cambiado tanto que era difícil reconocerlo y su espíritu tampoco estaba allí. Un soplo maléfico animaba a ese viejo que seguía llamándose Charles Reeves, pero no era mi padre. Por eso yo no tengo malos recuerdos. Judy, en cambio, está llena de odio. Hemos hablado de esto y no coincidimos en los hechos ni en los personajes, como si cada uno fuera protagonista de un cuento diferente. Vivíamos juntos en la misma casa al mismo tiempo, sin embargo su memoria no registró lo mismo que la mía. Mi hermana no comprende por qué sigo aferrado a la imagen de un padre sabio y a una época dichosa acampando al aire libre bajo la cúpula profunda de un cielo lleno de estrellas o cazando patos agazapado entre unos juncos al amanecer. Jura que las cosas nunca fueron así; que siempre hubo violencia en nuestra familia, que Charles Reeves fue un charlatán de poca monta, un vendedor de mentiras, un degenerado que murió de puro vicioso y no nos dejó nada bueno. Me acusa de haber bloqueado el pasado; dice que prefiero ignorar sus vicios; debe ser verdad porque no sabía que fuera alcohólico y lleno de maldad, como ella sostiene. ¿No te acuerdas cómo te azotaba por cualquier tontería con un cinturón de cuero? me repite Judy. Sí, pero no le guardo rencor por eso, en aquellos tiempos a todos los muchachos les pegaban, era parte de la educación. A Judy la trataba mejor, no se acostumbraba golpear tanto a las niñas, parece. Además yo era muy inquieto y testarudo; mi madre nunca pudo doblegarme, por eso intentó deshacerse de mí en más de una ocasión. Poco antes de morir, en uno de esos raros encuentros en que pudimos hablar sin herirnos, me aseguró que no lo hizo por falta de cariño; siempre me quiso mucho, dijo, pero no podía mantener a dos niños y naturalmente prefirió quedarse con mi hermana, que era más dócil, en cambio a mí no era capaz de controlarme. A veces sueño con el patio del orfelinato. Judy era mucho mejor que yo, de eso no hay duda, una chiquilla mansa y simpática, siempre estaba dispuesta a obedecer y tenía esa coquetería natural de las niñas bonitas. Así fue como hasta los trece o catorce años, después se transformó.