— ¿Qué quieres saber?
— Mi padre y tú… quiero decir, ustedes…
— Eso no te incumbe, no tiene nada que ver contigo.
— Tengo que saberlo… ustedes eran amantes ¿verdad?
— No, Gregory. Te lo diré una sola vez: no, no éramos amantes. No me vuelvas a tocar el tema, porque si lo haces no te veré nunca más, ¿me has entendido?
Gregory tenía tanta necesidad de creerle que no hizo más preguntas. A partir de esa tarde el mundo cambió de color para él, visitaba a Olga casi todos los días y, como un alumno esforzado, aprendió lo que ella tuvo a bien revelarle, hurgó en sus escondrijos, se atrevió a decir en murmullos todas las obscenidades posibles y descubrió maravillado que no estaba completamente solo en el universo y que ya no tenía ningunas ganas de morirse. Tal como se le esponjó el alma, se le desarrolló el cuerpo y en pocas semanas dejó de parecer un chiquillo y se fijó en su rostro una expresión de hombre contento. Cuando Olga se dio cuenta que de puro agradecido se estaba enamorando, lo zarandeó furiosa y lo obligó a mirarla desnuda y hacer un inventario meticuloso de su gordura, sus canas y arrugas, su fatiga de tantos años de andar a palos con el destino, y lo amenazó solemnemente con echarlo de su lado si persistía en ideas torcidas. Le hizo ver con claridad los límites de su relación y agregó que se diera con una piedra en el pecho, porque tenía una suerte brutal, no encontraría otra mujer que le ofreciera sexo gratis y seguro, le planchara las camisas, le metiera plata en los bolsillos y no le exigiera nada a cambio, que todavía era un mocoso y cuando dejara de serlo ella estaría convertida en una anciana, que se concentrara en estudiar, a ver si lograba salir del hoyo donde había crecido y convertirse en alguien, que vivía en la tierra de las oportunidades y si no las aprovechaba era un imbécil sin remedio.
Sus notas mejoraron, hizo nuevos amigos, empezó a colaborar en el periódico de la escuela y pronto se encontró escribiendo artículos encendidos y encabezando mítines de alumnos por diversas causas, algunas burocráticas, como el horario de deportes, y otras de principios, como la discriminación contra negros y latinos. Lo heredaste de tu padre, suspiraba Nora algo preocupada, porque no quería verlo convertido en predicador. Apaciguado por Olga pudo tomar el gusto a la lectura, aprovechaba todo momento libre para ir a la biblioteca municipal, donde hizo amistad con Cyrus, un viejo ascensorista. El hombre movía los controles con una mano y con la otra sostenía un libro, tan absorto que el ascensor funcionaba a su antojo, como una máquina desquiciada. Sólo levantaba los ojos cuando llegaba Gregory, entonces por unos segundos se iluminaba su anémica cara de profeta y una sonrisa leve cambiaba el rictus huraño de su boca, pero dominaba el gesto de inmediato y lo saludaba con un gruñido para dejar muy en claro que sólo los unía una cierta afinidad intelectual. El muchacho aparecía por lo general a media tarde, después de la escuela, y se quedaba sólo una media hora, porque debía trabajar. El anciano lo aguardaba desde temprano y a medida que se acercaba la hora se sorprendía mirando el reloj, siempre en guardia para dominar afectos innecesarios, pero si fallaba era como si no hubiera salido el sol.
Se hicieron buenos amigos. A Reeves le gustaba pasar los sábados en su compañía, lo visitaba en el sórdido cuarto de la pensión donde vivía, otras veces salían de paseo al cine, y al caer la tarde se despedía para ir con Carmen a los salones de baile. Tiempo después Cyrus lo citó en un parque con el pretexto de discutir filosofía y compartir una merienda. Lo esperaba con una cesta donde asomaba un pan y el cuello de una botella, lo condujo del brazo a un sitio aislado, donde nadie pudiera escucharlos, y allí le anunció en susurros que estaba dispuesto a revelarle un secreto de vida y muerte. Después de hacerlo jurar que jamás lo traicionaría, le confesó solemne su afiliación al Partido Comunista. El muchacho no tenía claro el significado de tal confidencia, a pesar de que estaban en plena época de la caza de brujas desencadenada contra las ideas liberales, pero imaginó que debía ser algo contagioso y de tan mala reputación como las enfermedades venéreas. Hizo algunas indagaciones que sólo contribuyeron a oscurecer más el panorama. Su madre le ofreció una respuesta vaga sobre Rusia y la masacre de una cierta familia real en un palacio de invierno, todo tan distante que le resultó imposible relacionarlo con su lugar y su tiempo. Cuando lo mencionó donde los Morales, Inmaculada se persignó espantada, Pedro le prohibió decir groserías en su casa y lo previno contra el desatino de meterse en asuntos que no eran de su incumbencia. La política es un vicio, la gente honesta y trabajadora no la necesita para nada, — determinó–El Padre Larraguibel, cuya inclinación hacia lo tremebundo aumentaba con los años, acusó a los comunistas de ser el AntiCristo en persona y enemigos naturales de los Estados Unidos. Aseguró que hablar a uno de ellos constituía una automática traición a la cultura cristiana y a la patria, puesto que todo lo dicho era de inmediato remitido a Moscú para fines diabólicos. Cuidado, puedes verte en líos con la autoridad y acabar en la silla eléctrica, en cuyo caso bien merecido lo tendrías, por ser tan pendejo, los rojos son ateos, bolcheviques y mala gente, no tienen nada que hacer en este país; que se vayan a Rusia si eso es lo que les gusta–concluyó con un puñetazo sobre la mesa que hizo saltar su taza de café con brandy-. Gregory comprendió que Cyrus le había dado la mayor prueba de amistad al contarle su secreto y a cambio se dispuso a no defraudarlo en el camino intelectual recién emprendido. El hombre, cultivó en él la pasión por ciertos autores y cada vez que Gregory formulaba una pregunta, lo mandaba a buscar la información por sí mismo, así aprendió a usar enciclopedias, diccionarios y otros recursos de la biblioteca. Si todo lo demás falla, revisa los periódicos antiguos, le aconsejó. Ante sus ojos se abrió un vasto horizonte, por primera vez le pareció posible salir del barrio, no estaba condenado a permanecer allí enterrado por el resto de sus días, el mundo era enorme, se le despertó la curiosidad y el deseo de vivir las aventuras que antes le bastaba ver en el cine. Cuando estaba libre de la escuela y del trabajo permanecía horas con su maestro, subiendo y bajando en el ascensor, hasta que lo vencía el mareo y salía a trastabillones a respirar aire puro. En las noches cenaba con los Morales y de paso ayudaba a Carmen en sus tareas, porque era pésima alumna, luego iba donde Olga y llegaba a su casa cuando Judy y su madre estaban dormidas. A veces, durante los fines de semana, buscaba la compañía de Nora para comentar sus lecturas, pero su relación se enfriaba día a día y no volvieron a disfrutar las conversaciones de los tiempos del camión bohemio, cuando ella le contaba argumentos de óperas y le descifraba los misterios del firmamento en las noches estrelladas. Con su hermana tenía muy poco en común y habría debido ser muy distraído para no percibir su firme hostilidad. En esos años la cabaña se había vuelto a deteriorar, las maderas crujían y se llovía el techo, pero el terreno se había valorizado con el avance de la ciudad en esa dirección. Pedro Morales sugirió vender la propiedad y que los Reeves se instalaran en un apartamento pequeño, donde los gastos serían menores y la manutención más fácil, pero Nora temía que su marido se perdiera en el traslado.
— Los muertos necesitan un hogar fijo, no pueden estar mudándose de un lado para otro. También las casas necesitan un muerto y un nacimiento. Un día nacerán aquí mis nietos–decía. Aparte de Olga, con quien compartía la prodigiosa intimidad de los amantes impúdicos, Carmen Morales era la persona más cercana a Gregory. Una vez que Olga le tranquilizó los instintos, pudo contemplar las prominencias de su amiga sin sufrir incómodos descalabros. Deseaba para ella un destino menos sórdido que el de las mujeres de su barrio, maltratadas por los maridos, abatidas por los hijos y pobres de solemnidad. creía que con un poco de ayuda podría terminar la escuela y estudiar un oficio. Trató de iniciarla en la lectura, pero ella se aburría en la biblioteca, detestaba los estudios y no demostraba el menor interés en las noticias de los periódicos.
— Si leo más de media página me duele la cabeza. Mejor lees tú y me cuentas… — se disculpaba cuando la acorralaba entre un libro y la pared.
— Es porque tiene los pechos grandes. A más senos, menos cerebro, es una ley de la naturaleza, por eso las desdichadas mujeres son como son–le explicó Cyrus a Gregory.
— ¡Ese viejo es un cretino! — estalló Carmen cuando lo supo, y a partir de ese día usaba sostenes con rellenos por simple espíritu de desafió, con tan espectaculares resultados que nadie en el vecindario dejó de comentar lo bien que se estaba desarrollando la menor de los Morales.
No sólo sus senos llamaban la atención, había dejado atrás su aspecto de ratón diligente y se estaba convirtiendo en una muchacha explosiva en torno a quien revoloteaban los pretendientes, pero sin atreverse a cruzar la delicada frontera del honor, porque al otro lado estaban Pedro Morales y sus cuatro hijos, todos macizos, determinados y celosos. En apariencia no era distinta a otras chicas de su edad, le gustaban las fiestas, escribía pensamientos románticos y versos copiados en un diario de vida, se enamoraba de los actores de cine y coqueteaba con cuanto muchacho se encontraba a su alcance, siempre que lograra eludir la vigilancia de su familia y de Gregory, posesionado del papel de caballero andante. Sin embargo, a diferencia de otras jóvenes, poseía una turbulenta imaginación que más tarde la salvaría de una existencia banal.