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— No me interrumpas, se me van las fuerzas. ¿Para qué te he llenado el cerebro de lectura durante tantos años? ¡Para que lo uses! Cuando uno se gana el sustento en lo que no le gusta se siente como un esclavo, cuando uno lo hace en lo que ama se siente como un príncipe. Coge el dinero y te vas lejos de esta ciudad ¿me has oído? Tuviste buenas notas en la escuela, te admitirán sin problemas en cualquier universidad. Júrame que lo harás. — Pero… — ¡Júramelo!

— Te juro que lo intentaré… — No me basta. — Júrame que lo harás.

— Está bien, lo haré–y Gregory Reeves tuvo que salir al pasillo para que su amigo no lo viera llorar. Como un zarpazo le había vuelto un miedo antiguo. Después de ver a Martínez destrozado en la línea del tren creyó que había superado su obsesión con la muerte y en verdad no pensó en ella por años, pero al sentir en el aire del cuarto de Cyrus ese tenue aroma de almendras amargas, el terror le volvió con la misma intensidad de su infancia. Se preguntó por qué ese olor le producía náuseas, pero no pudo recordarlo. Esa noche Cyrus murió con discreción y dignidad, tal como había vivido, acompañado del hombre a quien consideraba su hijo. Poco antes del fin sacaron al moribundo de la sala común y lo trasladaron a un cuarto privado. Advertido por Carmen Morales el Padre Larraguibel se presentó a ofrecer los consuelos de su fe, pero el enfermo ya estaba inconsciente y Gregory consideró una falta de respeto molestar a Cyrus, agnóstico, irrestricto, con aspersiones de agua bendita y latinazgos. — Esto no puede hacerle mal y quién sabe si le haga bien–razonó el cura.

— Lo siento Padre, a Cyrus no le gustaría, usted perdone. — No te toca a ti decidir, muchacho–replicó el otro, categórico, y sin más dilaciones lo apartó de un empujón, extrajo de su maletín la estola de su autoridad y el óleo santo de la extremaunción y procedió a cumplir su cometido aprovechando que el enfermo no estaba en condición de defenderse.

La muerte fue tranquila y pasaron varios minutos antes de que Gregory se diera cuenta de lo ocurrido. Se quedó un largo rato sentado junto al cuerpo de su amigo hablándole por primera vez, agradeciéndole lo que debía agradecer, pidiéndole que no lo abandonara y velara por él desde el cielo de los incrédulos, mira qué tonto soy, Cyrus, pedirte esto justamente a ti, que si no crees en Dios menos debes creer en los ángeles de la guarda. A la mañana siguiente sacó el modesto tesoro de la casilla y le agregó algunos ahorros propios para financiar un solemne funeral con música de órgano y profusión de gardenias, al cual invitó al personal de la biblioteca y a otras personas que desconocían la existencia de Cyrus y asistieron sólo porque se los pidió, como su madre, Judy y la tribu de los Morales, incluyendo a la abuela chiflada, quien se acercaba a los cien años y aún era capaz de regocijarse con un sepelio ajeno, feliz de no ser ella quien iba en el ataúd. El día del entierro amaneció un sol radiante, hacía calor y Gregory sudaba en su traje oscuro alquilado. Al marchar tras el féretro por el sendero del cementerio se despedía calladamente de su viejo maestro, de la primera etapa de su vida, de esa ciudad y de los amigos. Una semana más tarde tomó el tren a Berkeley. Llevaba noventa dólares en el bolsillo y muy pocos buenos recuerdos. Salté del tren con la anticipación de quien abre un cuaderno en blanco; mi vida empezaba de nuevo. Había oído tanto de aquella ciudad profana, subversiva, y visionaria, donde convivían los lunáticos junto a los Premios Nobel, que me pareció sentir el aire cargado de energía, aletazos de un viento contagioso sacudiéndome de encima veinte años de rutinas, fatiga y asfixia. Ya no daba más, Cyrus tenía ra zón, se me estaba pudriendo el alma. Vi una hilera de luces amarillas en la niebla lunar, un andén algo desportillado, sombras de viajeros silenciosos cargando maletas y bultos, oí los ladridos de un perro. Había una impalpable humedad fría y un extraño olor, mezcla de hierros de la locomotora y tufillo de café. Era una estación tristona como muchas, pero eso no derrotó mi entusiasmo, me eché el saco de lona a la espalda y partí dando brincos de mocoso y gritando a pleno pulmón que ésa era la primera noche de todos los demás días estupendos de mi fantástica vida. Nadie se volteó a mirarme, como si aquel arrebato de súbita demencia fuera de lo más normal, y así era en verdad, como comprobé a la mañana siguiente apenas salí del hostal de jóvenes y puse los pies en la calle para emprender la aventura de inscribirme en la universidad, conseguir un empleo y encontrar un lugar donde vivir. Era otro planeta. A mí, que había crecido en una especie de ghetto, la atmósfera cosmopolita y libertaria de Berkeley me emborrachó. En un muro estaba escrito a brochazos con pintura verde: «todo se tolera menos la intolerancia». Los años que pasé allí fueron intensos y espléndidos, todavía cuando voy de visita, cosa que hago a menudo, siento que pertenezco a esa ciudad. Cuando llegué, al comienzo de la década de los sesenta, no era ni sombra del circo indescriptible que llegó a ser en la época en que me fui al otro lado de la bahía, pero ya era extravagante, cuna de movimientos radicales y atrevidas formas de rebelión. Me tocó asistir a la transformación del gusano en capullo al insecto de grandes alas multicolores que alborotó a una generación. De los cuatro puntos cardinales llegaban jóvenes tras ideas nuevas que aún no tenían nombre, pero se percibían en el aire como pulsaciones de un tambor en sordina. Era la Meca de los peregrinos sin dios, el otro extremo del continente, donde se iba escapando de viejas desilusiones o en busca de alguna utopía, la esencia misma de California, el alma de este vasto territorio iluminado y sin memoria, una Torre de Babel de blancos, asiáticos, negros, algunos latinos, niños, viejos, jóvenes, sobre todo jóvenes: No confíes en nadie mayor de treinta. Estaba de moda ser pobre, o al menos aparentar serlo, y siguió estándolo en las décadas futuras, cuando el país entero se abandonó a la embriaguez de la codicia y del éxito. Sus habitantes me parecieron todos algo andrajosos, con frecuencia el mendigo de la esquina tenía un aspecto menos lamentable que el pasante generoso que le daba una limosna.^ Yo observaba con curiosidad de provinciano. En mi barrio de Los Ángeles no había un solo hippie, los machos mexicanos lo habrían destrozado, y aunque había visto algunos en la playa, en el centro o por televisión, nada era comparable a ese espectáculo. En torno a la univer sidad los herederos de los Beatles se habían tomado las calles con sus melenas, barbas y patillas, flores, collares, túnicas de la India, bluyines pintarrajeados y sandalias de fraile. El olor de la marihuana se mezclaba con el del tráfico, incienso, café y oleadas de especias de las cocinerías orientales. En la universidad todavía se usaba el pelo corto y la ropa convencional, pero creo que ya se vislumbraban los cambios que un par de años más tarde acabarían con esa prudente monotonía. En los jardines los estudiantes se quitaban los zapatos y las camisas para tomar sol, como anticipo de la época cercana en que hombres y mujeres se desnudarían por completo festejando la revolución del amor comunitario. «Jóvenes para siempre», decía el graffiti de un muro, y cada hora el despiadado carillón del Campanile nos recordaba el paso inexorable del tiempo. Me había tocado ver de cerca varios rostros del racismo, soy de los pocos blancos que lo ha sufrido en carne propia. Cuando la hija mayor de los Morales se lamentó de sus pómulos indígenas y su color canela, su padre la cogió por un brazo, la arrastró ante un espejo y le ordenó que se mirara bien mirada y agradeciera a la Santísima Virgen de Guadalupe no ser una negra cochina. En esa ocasión pensé que a don Pedro Morales le había servido de muy poco el diploma del Plan Infinito colgado en la pared certificando la superioridad de su alma; en el fondo tenia los mismos prejuicios de otros latinos que detestan a negros y asiáticos. A la universidad no entraban hispanos en ese tiempo, todos eran blancos excepto unos pocos descendientes de los inmigrantes chinos. Tampoco había negros en las salas de clases, apenas unos cuantos en los equipos deportivos. Se veían muy pocos en oficinas, tiendas y restaurantes, en cambio atestaban cárceles y hospitales. Es cierto que había segregación. pero los negros no tenían la condición de extranjeros, tan humillante para mis amigos latinos, al menos ellos caminaban sobre su propio suelo y muchos empezaban a hacerlo con grandes trancos ruidosos.