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Durante la Gran Depresión se ganó la vida pintando murales en las oficinas postales; así conoció casi todo el país, desde las tierras húmedas y calientes donde todavía se escuchaban ecos del llanto de los esclavos, hasta las montañas de hielo y los altos bosques; pero siempre volvía al oeste. Le había prometido a su mujer que su peregrinación terminaría en San Francisco, donde arribarían un luminoso día de verano en un futuro hipotético, y allí descargarían el camión por última vez y se instalarían para siempre. Aunque el trabajo de los murales para el correo había terminado hacía mucho, todavía conseguía de vez en cuando pintar un letrero comercial para una tienda o un cuadro alegórico para una parroquia, en cuyo caso los viajeros se detenían por un tiempo en el mismo sitio y los niños tenían oportunidad de hacer amigos. Fanfarroneaban ante otras criaturas enredándose en tantas exageraciones y mentiras que ellos mismos acababan temblando ante la visión pavorosa de osos y coyotes que los asaltaban de noche, indios que los perseguían para arrancarles el cuero cabelludo y bandoleros que su padre combatía a escopetazos. De las brochas y pinceles de Charles Reeves brotaban con asombrosa facilidad desde una rubia opulenta con una botella de cerveza en la mano, hasta un tremebundo Moisés aferrado a las Tablas de la Ley, pero esos trabajos importantes no eran frecuentes, en general sólo lograba vender modestas telas fabricadas a medias con Olga. Prefería pintar la naturaleza que lo apasionaba, rojas catedrales de roca viva, secas planicies del desierto y costas abruptas, pero nadie compraba lo que podía mirar con sus propios ojos y le recordaba las asperezas de su suerte. ¿Para qué colgar en la pared lo mismo que se divisaba por la ventana? El cliente seleccionaba en el National Geographic el paisaje más próximo a sus fantasías o aquel cuyo colorido hiciera juego con los gastados muebles de su sala. Otros cuatro dólares le daban derecho a un indio o un vaquero, y el resultado era un piel roja emplumado en las gélidas cumbres del Tibet o un par de vaqueros con sombrero de alas y botas de tacón batiéndose en duelo sobre las arenas nacaradas de una playa polinésica. Olga no demoraba mucho en copiar el paisaje de la revista, Reeves hacía la figura humana de memoria en pocos minutos y los clientes pagaban al contado y partían con el óleo aún fresco.

Gregory Reeves hubiera jurado que Olga siempre estuvo con ellos. Mucho más tarde preguntó cuál era su papel en la familia, pero nadie pudo contestarle porque en esos entonces su padre había muerto y del tema no se hablaba. Nora y Olga se conocieron en el barco de refugiados que las trajo de Odesa a través del Atlántico hasta Norteamérica, se perdieron de vista por muchos años y la casualidad las reunió cuando Nora ya estaba casada y la otra había consolidado su vocación de curandera. Entre ellas hablaban en ruso. Eran totalmente diferentes, tan introvertida y tímida la primera como exuberante la segunda. Nora, de huesos largos y movimientos lentos, tenía rostro de gato y peinaba en un moño sus largos cabellos pálidos, no usaba maquillaje ni adornos y siempre parecía recién aseada. En esos viajes polvorientos donde escaseaba el agua para lavarse y resultaba imposible planchar un vestido, ella se las arreglaba para presentarse tan pulcra como el blanco mantel almidonado de su mesa. Su carácter reservado se acentuó con los años, poco a poco se desprendió de la tierra, elevándose a una dimensión donde nadie pudo darle alcance. Oiga, varios años menor, era una morena bien plantada, baja de estatura, con redondos volúmenes, cintura apretada y piernas cortas, pero bien formadas e insolentes. Una mata de pelo salvaje teñido con henna caía sobre sus hombros como una estrafalaria peluca en diversos tonos de bermellón; se colgaba tantos abalorios que parecía un ídolo cubierto de baratijas, aspecto que la ayudaba en sus tareas divinatorias; la bola de vidrio y las cartas del Ta–rot brotaban como extensiones naturales de sus manos con anillos en todos los dedos. No tenía la menor curiosidad intelectual, sólo leía los crímenes en la prensa amarilla y una que otra novela romántica; también cultivaba la clarividencia con algún estudio sistematizado, porque la consideraba un talento visceral. O se tiene o no se tiene. es inútil tratar de adquirirla en los libros, decía. Nada Sabía de magia, astrología, cábala y otros temas propios de su oficio, apenas conocía los nombres de los signos zodiacales, pero a la hora de usar su bola de maga o sus naipes marcados resultaba un portento. Lo suyo no era una ciencia oculta, sino arte de fantasía, compuesto en su mayor parte de intuición y astucia. Estaba genuinamente convencida de sus poderes sobrenaturales; hubiera apostado la cabeza en favor de sus profecías y si le fallaban siempre tenía a flor de labios una disculpa razonable, por lo general se trataba de una mala interpretación de sus palabras. Cobraba un dólar por adelantado para adivinar el sexo de los niños en el vientre de la madre. Acostaba a la mujer en el suelo, con la cabeza hacia el norte, le colocaba una moneda en el ombligo y balanceaba sobre su barriga un trozo de plomo atado a un hilo de pescar. Si ese improvisado péndulo se movía en la dirección de las agujas del reloj nacería un niño y al revés una niña. El mismo sistema aplicaba con vacas y yeguas preñadas, apuntando a las ancas del animal. Daba su veredicto, lo escribía en un papel y lo guardaba como prueba contundente. Cierta vez regresaron a un caserío donde habían estado meses antes y una mujer acudió, acom pañada por una procesión de curiosos mal dispuestos, a reclamar su dólar.

— Usted me aseguró que iba a tener un niño y mire lo que me salió, otra chiquilla. ¡Y ya tengo tres! — No puede ser ¿está segura que le pronostiqué un varón? — ¡Claro. Cómo no voy a saber lo que usted me dijo, si para eso le pagué! — Me entendió mal–replicó Olga terminante. Se encaramó al camión, hurgó un rato en su baúl y produjo un trozo de papel que mostró a los presentes, donde había una sola palabra escrita: niña. Un hondo suspiro de admiración recorrió a los visitantes, incluyendo a la madre, que se rascó la cabeza, confundida. Olga no tuvo que devolverle el dólar y además fortaleció su reputación de adivina, no le alcanzó la tarde y parte de la noche para atender a la fila de clientes dispuestos a verse la suerte. Entre los amuletos y po–tiches que ofrecía, lo más solicitado era su «agua magnetizada, milagroso líquido envasado en toscos frascos de vidrio verde. Explicaba que se trataba sólo de agua común, pero dotada de poderes curativos porque estaba impregnada de fluidos psíquicos. Realizaba esta operación en noche de luna llena y, según habían comprobado Judy y Gregory, consistía simplemente en llenar los frascos, taparlos con un corcho y ponerles las etiquetas. pero ella aseguraba que al hacerlo cargaba el agua de fuerza positiva, y así debía ser, porque las botellas se vendían como pan caliente y los usuarios nunca se quejaron de los resultados. Según cómo se empleara prestaba diversos servicios: bebiéndola lavaba los riñones, frotándola aliviaba dolores de artritis y en el peinado mejoraba la concentración mental, pero no tenía efecto en dramas pasionales, como celos, adulterio o involuntaria soltería, en este punto la hechicera era muy clara y así se lo advertía a los compradores.