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Mientras los cirujanos operaban, la policía, advertida por el hospital de las condiciones en que llegó la paciente, intentaba sonsacarle información a Gregory Reeves.

— Hagamos un trato–ofreció el oficial exasperado después de tres horas de inútil interrogatorio-. Me dices quién le hizo el aborto y te dejo ir de inmediato, ni siquiera quedas fichado. No más preguntas, nada, quedas totalmente libre.

— No sé quién lo hizo, se lo he dicho cien veces. Ni siquiera vivo aquí, tomé el avión de la mañana, vea mi pasaje. Mi amiga me llamó y yo la traje al hospital, es todo lo que sé. — ¿Eres el padre de la criatura?

— No. No he visto a Carmen Morales desde hace más de ocho meses.

— ¿Dónde la recogiste?

— Me esperaba en el aeropuerto.

— Eso es imposible, no puede caminar!

— Dime dónde la recogiste y te dejo ir. De lo contrario vas preso por cómplice y por encubridor. — Eso tendrá que probarlo.

Y volvía a repetirse una vez más el mismo ciclo de preguntas, respuestas, amenazas y evasivas. Por último los policías lo soltaron y fueron a la casa de los Morales a interrogar a la familia. Así se enteraron Pedro e Inmaculada de lo sucedido, y aunque sospecharon de Olga no lo dijeron, en parte porque adivinaron la buena intención de ayudar a su hija y en parte porque en el barrio mexicano la delación era un crimen inconcebible.

— Dios la ha castigado; Así no tengo que castigarla yo–dijo Pedro Morales con voz ronca cuando se enteró del grave estado en que se encontraba su hija.

Gregory Reeves se quedó junto a su amiga hasta que pasó el peligro. Durmió sentado en una silla a su lado durante tres noches, despertando a cada rato para vigilar la respiración de la enferma. El cuarto día en la madrugada Carmen amaneció sin fiebre. — Tengo hambre–anunció.

— ¡Gracias a Dios! — sonrió él y sacó de una bolsa una lata de leche condensada. Se bebieron el pegajoso dulce a lentos sorbos, tomados de la mano, como tantas veces lo hicieron de niños.

Entretanto Olga cogió su maleta y se fue a Puerto Rico, lo más lejos que pudo, anunciando por el barrio que partía a jugar a los casinos de Las Vegas porque el espíritu de un indio se le había aparecido para soplarle al oído una martingala de barajas. Pedro Morales se puso una cinta negra en el brazo, en la calle dijo que se le había muerto un pariente. en la casa hizo saber que su hija no había existido jamás y prohibió que se mencionara su nombre. Inmaculada prometió a la Virgen rezar un rosario diario por el resto de su existencia para que perdonara a Carmen el pecado cometido, cogió el dinero que tenía escondido bajo una tabla del piso y se fue a verla a espaldas de su marido. La encontró sentada en una silla mirando por la ventana el muro de ladrillos del edificio del frente, vestida con la túnica de tosca tela verde del hospital. La vio tan desdichada que se guardó sus reproches y sus lágrimas y simplemente la rodeó con sus brazos. Carmen escondió la cara en el pecho de su madre y se dejó mecer por largo rato, aspirando ese olor a ropa limpia y cocinería que la había acompañado toda su infancia.

— Aquí tienes mis ahorros, hija. Es mejor que partas por un tiempo, hasta que de tanto echarte de menos se le ablande el corazón a tu padre. Escríbeme, pero no a la casa, sino a la de Nora Reeves. Es la persona más discreta que conozco. Cuídate mucho y que Dios te ayude…

— Dios se ha olvidado que yo existo, mamá.

— No digas eso ni en broma–la atajó Inmaculada-. Pase lo que pase Dios te quiere y yo también, hija. Los dos estaremos siempre a tu lado ¿has entendido? — Sí. mamá.

Gregory Reeves vio a Samantha Emst por primera vez en una cancha de tenis donde jugaba mientras él podaba los arbustos vecinos del parque. Uno de sus empleos era el servicio de comedor en un pabellón de mujeres que había frente a su casa. Dos cocineras preparaban los alimentos y Gregory dirigía un equipo de cinco estudiantes para servir las mesas y lavar los platos, posición muy envidiada porque le daba libre acceso al edificio y a las estudiantes. En sus horas libres trabajaba como jardinero. Aparte de cortar el césped y arrancar malezas, nada sabía de plantas cuando comenzó pero tenía un buen maestro, un rumano de nombre Balcescu, de aspecto bárbaro y corazón blando, que se afeitaba la cabeza y sacaba lustre a su cráneo con un paño de fieltro, chapuceaba una vertiginosa mezcolanza de idiomas y amaba a las plantas tanto como a sí mismo. En su país fue guardia fronterizo, pero apenas se le presentó la ocasión escapó aprovechando su conocimiento del terreno y después de mucho deambular entró a los Estados Unidos a pie por Canadá, sin dinero, sin papeles y con sólo dos palabras en inglés: dinero y libertad. Convencido de que de eso se trataba América, hizo pocos esfuerzos por ampliar su vocabulario y se las arreglaba a base de mímica. Con él Gregory aprendió a luchar contra gusanos, moscas blancas, caracoles, hormigas y otras bestias enemigas de la vegetación, a fertilizar, hacer injertos y trasplantes. Más que una tarea, esas horas al aire libre eran un divertido pasatiempo, sobre todo porque debía descifrar las instrucciones de su jefe mediante un permanente ejercicio de intuición. Ese día podaba el cerco cuando se fijó en una de las jugadoras de tenis, se quedó observándola un buen rato, no tanto por el aspecto de la muchacha, que en reposo no le hubiera llamado la atención, como por su precisión de atleta. Tenía músculos tensos, piernas veloces, un rostro alargado de huesos nobles, el cabello corto y ese bronceado un poco terroso de quienes han estado siempre al sol. Gregory se sintió atraído por su agilidad de animal sano; esperó que terminara el partido y se plantó a la salida a esperarla. No sabía qué decirle y cuando ella pasó por su lado con la raqueta al hombro y la piel brillante de sudor, todavía no se le ocurría ninguna frase memorable y se quedó mudo. La siguió a cierta distancia y la vio entrar a un ostentoso coche deportivo. Esa noche se lo contó a Timothy Duane en un tono de estudiada indiferencia. — No serás tan cretino de enamorarte, Greg. — Claro que no. Me gusta, nada más. — ¿No vive en el dormitorio? — No creo, nunca la he visto allí. — Mala suerte. Por una vez te habría servido la llave… — No parece estudiante, tiene un convertible rojo. — Debe ser la mujer de algún magnate… — No creo que sea casada. — Entonces es puta.