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Cuando Samantha descubrió que estaba embarazada se desmoralizó por completo. Sintió que su cuerpo bronceado y sin un gramo de grasa, se había convertido en un asqueroso recipiente donde crecía un ávido guarisapo imposible de reconocer como algo suyo. En las primeras semanas se agotó haciendo los más violentos ejercicios de su repertorio con la inconsciente esperanza de librarse de aquella perniciosa servidumbre, pero luego la venció la fatiga y acabó tendida en la cama mirando el techo, desesperada y furiosa con Gregory, quien parecía encantado con la idea de un descendiente y a sus quejas respondía con consuelos sentimentales, lo menos apropiado en esas circunstancias, como se lo dijo muchas veces. Es culpa tuya;

sólo culpa tuya, le reprochaba, yo no quiero hijos, al menos todavía, eres tú quien habla todo el tiempo de formar una familia, mira qué ideas se te ocurren, y de tanto hablar de semejante estupidez ahora resultó, maldito seas. No podía entender ese golpe de mala suerte, creía ser estéril, porque en tantos años sin tomar precauciones no había pasado sobresaltos. Si no lo deseo nunca ocurrirá, porfiaba como una niña consentida incapaz de tolerar una imposición desagradable. Le daban ataques de náuseas, más por repugnancia de sí misma y rechazo de la criatura que por su estado. Su marido compró un libro sobre comida naturista Y pidió ayuda a Joan y Susan para hacerle platos saludables, esfuerzo inútil, porque ella apenas toleraba un trozo de apio o de manzana. Tres meses después, cuando notó cambios en la cintura y en los senos, se abandonó a su suerte con una especie de rabia urgente. Su desgano se convirtió en voracidad y contra todos sus principios vegetarianos devoraba metódicamente grasientas chuletas de cerdo y salchichones que Gregory preparaba por la tarde y ella mordisqueaba fríos a lo largo del día. Una noche cenaron con un grupo de amigos en un restaurante español, donde descubrió la especialidad del día, callos a la madrileña, un revoltijo de tripas con la consistencia de toalla remojada en salsa de tomate. Fue tantas veces a horas intempestivas a pedir el mismo plato, que el cocinero se entusiasmó con ella y le regalaba tiestos de plástico rebosantes de su insalubre guiso. Engordó, se le cubrió la piel de ronchas y terminó por deprimirse del todo; se sentía enferma y culpable, envenenada por alimentos putrefáctos y cadáveres de animales, pero que no podía dejar de devorar, como un castigo. Dormía demasiado y el resto del tiempo veía televisión echada en la cama, con sus gatos. Reeves, alérgico a los pelos de esos animales, se trasladó a otro cuarto sin perder el buen humor ni la paciencia, ya se le pasará, son antojos de embarazada, sonreía. Samantha detestaba las labores domésticas pero al menos antes mantenía una cierta decencia en la casa, durante esos meses su relativa organización casera se transformó en caos. Gregory procuraba poner algo de orden, pero por mucho que limpiara, el olor de los gatos encerrados y de callos a la madrileña impregnaba el ambiente.

Ese año vino la moda de los alumbramientos naturales acuáticos, una original combinación de ejercicios respiratorios, bálsamos, meditación oriental y agua común y corriente. Era necesario entrenarse con tiempo para dar a luz dentro de una bañera, sostenida por el padre de la criatura y acompañada por los amigos y quien quisiera participar, para que el recién nacido entrara al mundo sin el trauma de abandonar el ambiente líquido, tibio y silencioso del vientre materno para aterrizar de súbito en el terror de un pabellón de obstetricia, bajo inexorables focos y rodeado de instrumentos quirúrgicos. La idea no era mala, pero en la práctica resultaba algo complicada. Samantha se había negado a tocar el tema del parto, fiel a su teoría de que si algo no lo deseaba jamás ocurriría, pero hacia el séptimo mes no tuvo más remedio que enfrentarse con la realidad, porque dentro de un plazo fijo el bebé iba a nacer y ella tendría una intervención inevitable en el evento. Parir en una bañera de agua tibia, a media luz con un par de comadronas beatíficas, le pareció menos temible que hacerlo sobre una mesa de hospital en manos de un hombre con delantal y la cara embozada para que nadie lo reconociera; sin embargo, no estaba de acuerdo en convertir aquello en una reunión social a pesar de la promesa de las comadronas naturalistas de que no debería ocuparse de nada; el costo del alumbramiento incluía las bebidas, la marihuana, la música y las fotos. — Si nos casamos en privado, no pienso parir en público y tampoco quiero que me retraten con las piernas abiertas, — decidió Samantha, poniendo fin al dilema. Se levantó finalmente de la cama y comenzó a ir con su marido a las clases, donde vio a otras mujeres en su mismo estado y descubrió que la maternidad no es necesariamente una desgracia. Sorprendida, notó que las demás lucían sus barrigas con orgullo y hasta parecían contentas. Eso tuvo un efecto terapéutico; recuperó en parte el respeto por su cuerpo y decidió cuidarse; no renunció a los callos a la madrileña, pero agregó también verduras y frutas a su dieta, y daba largas caminatas y se frotaba la piel con aceite de almendras y loción de salvia y yerbabuena, comprobó ropa para la criatura, y por unas semanas reapareció su antigua personalidad. Los extensos preparativos para el alumbramiento incluyeron la instalación de una enorme tinaja de madera en la sala, que en principio podían alquilar, pero los convencieron de los beneficios de comprarla. Después del alumbramiento podían ocuparla para otros fines, les dijeron, ya que también empezaban a ponerse de moda los baños comunitarios entre amigos, todos desnudos remojándose en agua caliente. El artefacto resultó inútil, porque cinco semanas antes de la fecha prevista Samantha dio a luz una hija a quien llamaron Margaret, como la abuela materna muerta en espuma rosada. Gregory llegó a la casa por la tarde y encontró a su mujer sentada en el charco de sus aguas anmióticas, tan desconcertada que no se le había ocurrido pedir ayuda y ni siquiera recordaba la respiración de foca aprendida en los cursos del parto acuático. La montó en el bus que usaba para su trabajo y disparó al hospital, donde debieron practicar una cesárea para salvar a la recién nacida. Margaret no entró al mundo en una tina de madera arrullada por cánticos sedantes y nubes de incienso, como estaba previsto, se inició en la vida dentro de una incubadora, como un patético pez solitario en un acuario. Dos días más tarde, cuando la madre daba sus primeros pasos tentativos por el pasillo del hospital, el padre se acordó de llamar a las comadronas espirituales, a los parientes y a los amigos para contarles la noticia. Lamentó no tener a su lado a Carmen, la única persona con quien habría deseado compartir los apuros de esos momentos.

Para Samantha Emst el viento del desastre comenzó a soplar el mismo día de su nacimiento, cuando su aristocrática madre la puso en manos de una enfermera y se desentendió de ella para siempre, y se convirtió en un huracán que la lanzó fuera de la realidad al momento de dar a luz a su hija. Mucho más tarde confesaría a su analista con la mayor sinceridad que esa criatura diminuta respirando con dificultad dentro de una caja de vidrio, sólo le inspiraba rechazo. Secretamente agradeció no tener leche para amamantarla y tal vez en lo más profundo de su corazón deseó que desapareciera para no verse obligada a cargarla en brazos. Lo aprendido en los cursos no le sirvió de nada, le resultaba imposible considerar a Margaret una niña más entre las miles nacidas en el planeta el mismo día y a la misma hora, nunca pudo aceptarla. Tampoco se resignó a la idea de que estaba unida a ese gusano por ineludibles responsabilidades. Se miró en el espejo y vio un largo costurón atravesado en su vientre, antes liso y bronceado, ahora un pellejo flojo lleno de estrías, y lloró sin consuelo por la belleza perdida. Su marido intentó acercarse para ayudarla, pero cada vez lo apartó con virulencia demencial. «Ya se acostumbrará, es muy reciente, está desconcertada», — pensaba Gregory-, pero al cabo de tres semanas, cuando dieron de alta a la niña en el hospital y la madre todavía no dejaba de examinarse en el espejo y lamentarse, tuvo que pedir auxilio a su hermana. Tal vez su madre hubiera sido la persona más indicada en aquel trance, pero Samantha no soportaba a su suegra, nunca pudo apreciar ninguna de sus virtudes, la consideraba una viejuca estrafalaria capaz de sacar de sus casillas a una tortuga. También pensó en Olga, que tanto disfrutaba de los alumbramientos y los bebés, pero comprendió que si su mujer no toleraba a Nora, menos podría sufrir a Olga. — Te necesito, Judy, Samantha está deprimida y enferma y yo no sé nada de niños, por favor ven–clamó Gregory en el teléfono. — Pediré permiso en el trabajo el viernes y pasaré el fin de semana con ustedes, no puedo hacer más–replicó ella.