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— Regálalo a un laboratorio, siempre necesitan niños para hacer experimentos, — le sugirió Timothy Duane, quien tampoco aparecía en casa de su amigo por terror a enfrentarse con el chiquillo. Gregory sentía la cabeza llena de ruido, como en los peores tiempos de la guerra; el descalabro crecía incontenible a su alrededor, empezó a beber demasiado y sus alergias no le daban tregua, se ahogaba como si tuviera los pulmones llenos de algodón. El alcohol le producía una euforia breve y luego lo sumía en una tristeza larga y al día siguiente amanecía con la piel enrojecida, un zumbido en los oídos y los ojos hinchados.

Por primera vez en su vida sintió que el cuerpo le fallaba; hasta entonces se había burlado del fanatismo californiano por mantenerse en forma, pensaba que la salud es como el color de la piel, algo irrevocable que se trae al nacer, y de lo cual ni siquiera vale la pena hablar. Nunca se había preocupado del colesterol, el azúcar refinado o las grasas saturadas, permanecía indiferente a los alimentos orgánicos y la fibra, también a la manía del aceite bronceador o de correr, a menos que tuviera que llegar pronto a alguna parte. Estaba convencido de que no tendría tiempo para sufrir enfermedades, no moriría de viejo, sino de accidente repentino.

Por primera vez disminuyó su interés por las mujeres; eso le creaba cierta angustia, pero al mismo tiempo se sentía aliviado, por una parte temía perder la virilidad y por otra pensaba que sin esa obsesión su vida hubiera sido más llevadera. Las citas se hicieron menos frecuentes, se redujeron a encuentros apresurados al mediodía, porque en la tarde debía volver con David. La sexualidad, como el hambre o el sueño, era para él un apremio que debía satisfacer de inmediato, no era hombre de largos preámbulos, y su deseo tenía una condición desesperada. — Me estoy poniendo quisquilloso. — Debe ser la edad–comentó a Carmen.

— En buena hora. No entiendo cómo un hombre tan selectivo para la ropa, la música y los libros, que goza en un buen restaurante, com pra el mejor vino, viaja en primera y se aloja en hoteles de lujo, puede andar con esas pindongas.

— No exageres, algunas no están nada mal–replicó, pero en el fondo le daba la razón a su amiga, tenía mucho que aprender en ese campo. El único placer en el cual se recreaba sin apuro, con la intención de hacerlo durar, era la música. Durante la noche, cuando no podía dormir y la impaciencia le impedía leer, se echaba en la cama a mirar la oscuridad acompañado por un concierto.

A finales de marzo murió Nora Reeves de una pulmonía. O tal vez se había ido muriendo de a poco desde hacía más de cuarenta años y nadie se dio cuenta. En los últimos años su mente divagaba por caracoleados senderos espirituales y para no perder el rumbo andaba siempre con la invisible naranja del Plan Infinito en la mano. Judy le rogaba que la dejara en casa cuando salían, no fuera la gente a pensar que su madre llevaba la mano estirada para pedir limosna. Nora se creía de diecisiete años en un palacio blanco donde la visitaba su novio, Charles Reeves, quien aparecía a la hora del té con sombrero de vaquero, una serpiente mansa y una bolsa de herramientas para arreglar los desperfectos del mundo, tal como la había visitado religiosamente todos los jueves desde el día lejano en que se lo llevó la ambulancia para otro mundo. La agonía comenzó con fiebre intermitente y cuando la anciana entró en estado crepuscular, Judy y su marido la trasladaron al hospital. Allí permaneció un par de semanas, tan débil que parecía volatilizarse de a poco, pero Gregory estaba seguro que su madre no agonizaba. Le regaló un equipo de sonido para que escuchara sus discos de ópera, notó que movía levemente los pies bajo las sábanas al ritmo de las notas y algo así como una sonrisa infantil le rozaba la boca, prueba concluyente de que no pensaba marcharse.

— Si todavía se conmueve con la música, es que no se está muriendo. — No te hagas ilusiones, Greg. No come, no habla, casi no respira. — Lo hace por joder. Verás que mañana estará bien–replicaba él, aferrado al recuerdo de su madre joven.

Pero una madrugada lo llamaron del hospital y amaneció con su hermana junto a una camilla donde yacía el cuerpo leve de una mujer sin edad. Su madre iba para los ochenta años, pero se había despedido de la existencia hacía mucho, abandonándose a una locura benigna que la ayudó a evadirse por completo de los dolores de la existencia, aunque sin afectar sus modales educados ni la delicadeza de su espíritu.

A medida que avanzaba la decrepitud de su cuerpo, Nora Reeves retrocedía a otro tiempo y a otro lugar, hasta que perdió la cuenta del olvido. Al final de sus días creía ser una princesa de los Urales y deambulaba cantando arias por las albas habitaciones de un lugar encantado.

Desde hacía mucho tiempo sólo reconocía a Judy, a quien, por otra parte, confundía con su abuela y le hablaba en ruso. Regresó a una juventud imaginaria, donde no existían deberes ni sufrimientos, sólo tranquilas diversiones de música y libros. Leía por el placer de comprobar las infinitas variaciones de veinticuatro signos impresos sobre el papel, pero no recordaba las frases ni se daba cuenta del tema; hojeaba con el mismo interés una novela clásica o el manual de instrucciones de un aparato eléctrico.

Con los años se había encogido al tamaño de una muñeca transparente, pero con los cosméticos milagrosos de sus fantasías, o tal vez simplemente con la inocencia de la muerte, recuperó la frescura perdida en tanta vida y al morir se veía tal como Gregory la recordaba cuando era niño y ella le revelaba las constelaciones en el firmamento.

Las semanas de fiebre, el prolongado ayuno y el cabello cortado a mechones por las tijeras de su nieto, que ya no volvió a crecerle, no lograron destruir esa ilusión de belleza. Se le fue el alma con la dulce timidez que le era propia, de la mano de su hija. La enterraron sin aspavientos ni lágrimas un día de lluvia. Judy puso en una bolsa lo poco que quedó: dos vestidos muy usados, una caja de lata con algunos documentos que probaban su paso por este mundo, dos cuadros pintados por Charles Reeves y su collar de perlas amarillentas por el uso. Gregory se llevó sólo un par de fotografías.

Esa noche, después de bañar a David y luchar con él para que se acostara, Gregory alimentó a las bestias domésticas, echó la ropa sucia en la lavadora, recogió los juguetes regados por todas partes y los tiró dentro de un armario, llevó la basura al garaje, limpió la cocina, devolvió a las estanterías los libros que el niño había usado para fabricar una fortaleza y por fin se encontró solo en la habitación, con su maletín repleto de documentos que debía revisar para el día siguiente.

Puso una sinfonía de Mahler, se sirvió un vaso, de vino blanco y se sentó sobre la cama, único mueble de su pieza. Ya era medianoche y necesitaba por lo menos un par de horas de trabajo para desenmarañar el caso que tenía entre manos, pero no se hallaba con fuerzas para hacerlo. De dos tragos se bebió la copa, se sirvió otra y luego otra más hasta terminar la botella. Echó a correr el agua del baño, se quitó la ropa y se miró en el espejo, el cuello grueso, las espaldas anchas, las piernas firmes. Tan acostumbrado estaba a que su cuerpo le respondiera como una máquina exacta, que no podía imaginarse enfermo.

Las únicas oportunidades en que guardó cama en su vida fueron cuando se le reventaron las venas de la pierna y en aquel hospital de Hawai, pero eran episodios casi olvidados. Ignoraba taimadamente los campanazos de alarma llamándolo al orden, las alergias, el dolor de cabeza, la fatiga, el insomnio.

Se pasó las manos por el pelo y comprobó que no sólo se le estaba poniendo blanco; también se le caía. Recordó a King Benedict, que se pintaba el cráneo con betún negro de zapatos para disimular esa calvicie que lo desconcertaba, porque todavía se creía en plena juventud. Observó su imagen buscando la huella de su madre y la encontró en las manos de dedos largos y en los pies finos, el resto pertenecía a la sólida herencia de su padre.

Margaret tenía las hechuras de su abuela, un rostro de gato con pómulos altos, mirada angélica, suavidad en los gestos. ¿Qué sería de ella? La última vez que la vio fue en la cárcel. De la calle a la cárcel, de la cárcel a la calle, de un desatino en otro, así transcurría su existencia desde que escapó de la casa de Samantha por primera vez. Era muy joven, pero ya había recorrido los círculos del infierno y tenía la actitud aterradora de una cobra dispuesta al ataque. Quería imaginar, contra toda evidencia, que bajo la caparazón de los vicios aún le quedaban resabios de pureza.