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Bel Benedict guardó silencio observando la fotografía con expresión de porfiada dignidad, mientras Gregory Reeves la miraba admirado pensando que en su juventud debió ser una beldad y si le hubiera tocado nacer en otra época o en otra circunstancia tal vez se habría casado con un magnate poderoso que llevaría del brazo a esa pantera oscura sin que nadie se atreviera a objetar su raza. — Bueno, Señor Reeves, estamos en un callejón sin salida–dijo ella por último con un suspiro-. Si me callo la boca, como lo he hecho durante cuarenta años, mi Baby será un viejo desvalido y pobre. Si le digo lo que pasó voy presa y mi hijo se quedará solo. — Puede haber más de dos alternativas. Si me consulta como abogado, todo lo que diga es confidencial, no saldrá de estas cuatro paredes, le aseguro.

— ¿Es decir que usted no puede delatarme? — No.

— Entonces lo nombro mi abogado, porque voy a necesitar uno de to dos modos–decidió después de otra larga pausa. Fue en defensa propia, como dicen, pero ¿quién iba a creerme? Yo era una pobre negra de paso en la zona más racista de Texas, andaba con mi hijo de un lado a otro ganándome la vida en lo que pudiera encontrar, sólo tenía una maleta con ropa y dos brazos para trabajar. En ese tiempo me sobraban dolores de cabeza. Sin quererlo vivía metida en líos, atraía la desgracia como el papel engomado atrae a las moscas. Nunca duraba mucho en ninguna parte, siempre sucedía algo y debíamos partir otra vez. Me sorprendió que el dueño del rancho me diera empleo, los demás braceros eran hombres y casi todos latinos, gente de paso, pero era época de cosechar el algodón y supuse que necesitaba obreros. No podía alojarme en los dormitorios comunes, a Baby y a mí nos puso en una cabaña cochambrosa en el límite de la propiedad, bastante lejos, donde nos recogía en un camión en la mañana y nos llevaba de vuelta al terminar la jornada. Era un buen trabajo, pero el patrón puso los ojos en mí.

Yo ya sabía que tendríamos problemas, pero aguanté todo lo que pude, se lo aseguro. No soy persona quisquillosa, tengo mis prioridades muy claras, lo primero siempre fue dar de comer a mí hijo, ¿qué me importaba acostarme con un hombre? Diez o veinte minutos y ya está, enseguida una se olvida. Pero él era de esos que no pueden hacerlo como todo el mundo, le gustaba la cosa a golpes y si no me veía sangrando no podía hacerlo.

Quién lo hubiera dicho, parecía tan buena gente, los obreros lo respetaban, pagaba lo justo, iba a la iglesia los domingos, un modelo de patrón. Le aguanté un par de veces que me chicoteara y me llamara negra cochina y muchas cosas más; no fue el único; yo estaba más o menos acostumbrada, ¿a qué mujer no le han pegado? Ese domingo Baby había ido a jugar béisbol y el hombre llegó en su camioneta a la cabaña; yo estaba sola y le vi en la cara lo que buscaba, además olía a alcohol. No sé muy bien cómo ocurrieron las cosas, señorReeves, se había quitado el cinturón y me estaba dando duro y creo que yo gritaba, en eso llegó Baby, se puso por el medio y el tipo lo lanzó lejos de un puñetazo. Se golpeó la nuca contra la punta de la mesa. Vi a mi muchacho aturdido en el suelo y no tuve que pensarlo, cogí el bate de béisbol y le di al tipo en la cabeza. Fue un solo golpe, con toda el alma, y lo maté.

Cuando Baby abrió los ojos le lavé la herida, tenía un corte profundo, pero no podía llevarlo a un hospital, donde nos hubieran hecho preguntas, le detuve la sangre a punta de agua fría y unos trapos. Eché el cuerpo del patrón en la camioneta, lo cubrí con sacos, luego la es condí lejos de la casa. Esperé la noche y la llevé a unas veinte millas de distancia, fuera de la propiedad, y la lancé por un barranco. Nadie lo supo.

Caminé más de cinco horas de vuelta a la cabaña. Me acuerdo que el resto de la noche dormí con la conciencia limpia y al día siguiente estaba en la puerta esperando que me recogieran para ir al trabajo, como si nada hubiera pasado.

Con mi hijo jamás hablamos de eso. La policía encontró el cuerpo y creyó que el patrón había bebido mas de la cuenta y se volcó en la camioneta. Interrogaron a los braceros, pero si alguno vio algo, no me delató y la cosa no pasó de allí. Poco después partimos con Baby y nunca más hemos puesto los pies en Texas.

Imagínese lo que es la vida, señor Reeves, cuarenta años más tarde viene ese fantasma a joderme.

— ¿Le ha pesado en la conciencia? — Preguntó Reeves pensando en los muertos que él mismo cargaba.

— Nunca, con el favor de Dios. Ese hombre se buscó su final. — Mi amiga Carmen, que es una fuente inagotable de sentido común, me dijo en una ocasión que no hay necesidad de confesar lo que nadie pregunta-.

— Pero saldrá en el juicio, señor Reeves. — ¿King tiene todavía la cicatriz en la cabeza? — Sí, le quedó muy fea porque no le pusieron puntos. — Demostraremos que a los catorce años se partió la cabeza al caer contra una mesa, pero con suerte no tendremos necesidad de mencionar el resto de la historia. Si consigo un experto que relacione el primer golpe con el accidente en la construcción, tal vez podamos arreglar el caso sin ir a juicio, señora Benedict.

En la audiencia de conciliación Ming O'Brien probó que el cuadro de King Benedict correspondía a una amnesia psicogénica y, dada la falta de progresos, probablemente nunca se recuperaría. Explicó que los antecedentes calzaban con las causas habituales de ese trastorno, King tuvo una infancia y juventud atormentadas, sufrió un golpe grave durante la adolescencia, antes del accidente estuvo sometido a fuertes presiones y era de temperamento depresivo. Al caerse el andamio sufrió un trauma similar al anterior y su mente dio un salto atrás y se refugió en el olvido, como defensa contra las pesadumbres que lo agobiaban.

Los abogados de la otra parte hicieron lo posible por desbaratar el diagnóstico, pero se estrellaron contra la firmeza de la doctora, que produjo medio metro de volúmenes con referencias a casos similares.

Por otra parte, los agentes contratados para observarlo sólo obtuvieron fotografías del sospechoso entretenido con un tren eléctrico, leyendo cuentos de aventuras y jugando a la guerra disfrazado de soldado. La juez, una matrona de carácter tan recio como el de Ming O'Brien, se llevó a los demandados aparte y les hizo ver que les convenía pagar sin mas alboroto, porque si iban a juicio perderían mucho más.

De acuerdo a mi larga experiencia, dijo, los miembros de cualquier jurado serán benévolos con este pobre hombre y su abnegada madre, tal como lo sería yo si fuera uno de ellos.

Después de dos días de tira y afloja los abogados cedieron. Gregory Reeves celebró el triunfo invitando a Bel, King y su hijo David a Dis–neyland, donde se perdieron en un mundo fantástico de animales que hablan, luces que derrotan la noche y máquinas que desafían las leyes de la física y los misterios del tiempo. Al regreso ayudó a Bel a comprar una casa modesta en el campo y colocó el resto del dinero del seguro en una cuenta para que King y ella tuvieran una pensión por el resto de sus vidas.

Cuando Daí descuidó su computadora, comenzó a usar loción de afeitar y a examinarse en el espejo con aire desolado; Carmen Morales lo invitó a comer afuera para hablar con él, siguiendo su costumbre de hacer citas de novios para tratar asuntos importantes. La vida se les había complicado y con los años se perdió en parte la cariñosa intimidad que los unió al principio, aunque seguían siendo los mejores amigos.

Daí era un adolescente de aspecto latino, parecido a su padre, pero más intenso y sombrío. Nada heredó del espíritu aventurero de Juan José ni de la explosiva personalidad de Carmen; era un chico introvertido y un poco solemne, demasiado serio para su edad. A los cuatro o cinco años demostró un talento inusitado para las matemáticas y desde entonces fue tratado como un prodigio por todos, menos por su madre adoptiva. Las maestras lo presentaron en diversos programas de televisión y concursos donde aparecía resolviendo de memoria complicadas ecuaciones. Así ganó varios premios, incluso una motocicleta cuando no tenía edad para manejarla. Su temperamento orgulloso iba camino a convertirse en arrogante, pero Carmen lo mantuvo a raya poniéndolo a trabajar en su fábrica durante las vaca ciones, para que supiera desde pequeño cuánto cuesta ganarse la vida y tuviera contacto con los obreros.

También cultivó su curiosidad y le abrió la mente a^ otras culturas. A los quince años Da¡ había estado en Oriente, en África y en varios países de América del Sur, hablaba algo de español y vietnamita, tenía en la punta de los dedos la contabilidad del negocio de su madre, disponía de una cuenta de ahorros y varias universidades ya le habían ofrecido becas para estudiar en el futuro. Mientras el país entero discutía la crisis de valores entre los jóvenes y el desastre del sistema educativo que había creado una generación de ignorantes y flojos, Da¡ estudiaba a conciencia, trabajaba y en sus ratos libres exploraba la biblioteca y jugaba con su computadora. Tenía en su cuarto un pequeño altar con la fotografía trucada por Leo Galupi de su madre y su padre, junto a una cruz de madera, un pequeño Buda de loza y un recorte de una revista con la imagen de la tierra vista desde una nave espacial. No era sociable, prefería estar solo y hasta entonces Carmen fue su única y gran compañera. Aquel muchacho amable, satisfecho con su vida y cómodo en su piel de lobo solitario, cambió de repente a finales de la primavera. Pasaba horas acicalándose, empezó a vestirse, hablar y moverse como los cantantes de rock, salía a horas intempestivas y realizaba esfuerzos gigantescos para ser aceptado por los muchachos cuya compañía antes despreciaba. Renegó de su pasión por las matemáticas porque deseaba ser uno del montón y eso lo separaba de sus compañeros. Cuando su madre lo vio sufrir pegoteándose el pelo con laca para domar sus negros mechones, poniéndose pasta dentífrica en las espinillas y paseándose ante el teléfono, supo que el tiempo de idílica complicidad con su hijo estaba por terminar y tuvo una crisis de celos que no se atrevió a confesar ni siquiera a Gregory Reeves en las conversaciones de los lunes.