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— Está mucho mejor, pronto podrá comer–dijo Olga acomodando la aguja del suero en la vena del enfermo.

Gregory retrocedió hasta el pasillo, bajó las escaleras a saltos y luego echó a correr hacia la calle. En la puerta del hospital se acurrucó, con la cabeza entre las rodillas, abrazado a sus piernas como un ovillo, repitiendo chingada, chingada, como una letanía. Al llegar los inmigrantes mexicanos caían en casas de amigos o parientes, donde se hacinaban a menudo varias familias. Las leyes de la hospitalidad eran inviolables, a nadie se negaba techo y comida en los primeros días, pero después cada uno debía valerse solo. Venían de todos los pueblos al sur de la frontera en busca de trabajo, sin más bienes que la ropa puesta, un atado a la espalda y las mejores intenciones de salir adelante en esa Tierra Prometida, donde les habían dicho que el dinero crecía en los árboles y cualquiera bien listo podía convertirse en empresario, con un Cadillac propio y una rubia colgada del brazo. No les habían contado, sin embargo, que por cada afortunado cincuenta quedaban por el camino y otros cincuenta regresaban vencidos, que no serían ellos los beneficiados, estaban destinados a abrir paso a los hijos y los nietos nacidos en ese suelo hostil. No sospechaban las penurias del destierro, cómo abusarían de ellos los patrones y los perseguirían las autoridades, cuánto esfuerzo costaría reunir a la familia, traer a los niños y a los viejos, el dolor de decir adiós a los amigos y dejar atrás a sus muertos. Tampoco les advirtieron que pronto perderían sus tradiciones y el corrosivo desgaste de la memoria los dejaría sin recuerdos, ni que serían los más humillados entre los humildes. Pero si lo hubieran sabido, tal vez de todos modos habrían emprendido el viaje al norte. Inmaculada y Pedro Morales se llamaban a sí mismos «alambristas mojados», combinación de «alambre» y de «lomo mojado», como se designaba a los inmigrantes ilegales, y contaban, muertos de la risa, cómo cruzaron la frontera muchas veces, algunas atravesando a nado el Río Grande y otras cortando los alambres del cerco. Habían ido de vacaciones a su tierra en más de una ocasión, entrando y saliendo con hijos de todas las edades y hasta con la abuela, a quien trajeron desde su aldea cuando enviudó y se le descompuso el cerebro. Al cabo de varios años, lograron legalizar, sus papeles y sus hijos era ciudadanos americanos. No faltaba un puesto en su mesa para los recién llegados y los niños crecieron oyendo historias de pobres diablos que cruzaban la frontera escondidos como fardos en el doble fondo de un camión, saltaban de trenes en marcha, o se arrastraban bajo tierra por viejas alcantarillas. siempre con el terror de ser sorprendidos por la policía, la temida «Migra», y enviados de vuelta a su país en grillos, después de ser fichados como criminales. Muchos morían baleados por los guardias, también de hambre y de sed. otros se asfixiaban en compartimentos secretos de los vehículos de los «coyotes», cuyo negocio consistía en transportar a los desesperados desde México hasta un pueblo al otro lado. En la época en que Pedro Morales hizo el primer viaje todavía existía entre los latinos el sentimiento de recuperar un territorio que siempre fue suyo. Para ellos violar la frontera no constituía un delito sino una aventura de justicia. Pedro Morales tenía entonces veinte años. acababa de terminar el servicio militar y como no deseaba seguir los pasos del padre y del abuelo, míseros campesinos de una hacienda de Zacatecas, prefirió emprender la marcha hacia el norte. Así llegó a Tijuana, donde esperaba conseguir un contrato como 'bracero» para trabajar en el campo, porque los agricultores americanos necesitaban mano de obra barata, pero se encontró sin dinero. no pudo esperar que se cumplieran las formalidades o sobornar a los funcionarios y policías, ni le gustó ese pueblo de paso, donde según él los hombres carecían de honor y las mujeres de respeto. Estaba cansado de ir de acá para allá buscando trabajo y no quiso pedir ayuda ni aceptar caridad. Por fin se decidió a cruzar el cerco para ganado que limitaba la frontera, cortando los alambres con un alicate, y echó a andar en línea recta en dirección al sol, siguiendo las indicaciones de un amigo con más experiencia. Así llegó al sur de California. Los primeros meses lo pasó mal, no le resultó fácil ganarse la vida como le habían dicho. Fue de granja en granja cosechando fruta, frijoles o algodón, durmiendo en los caminos. en las estaciones de trenes, en los cementerios de carros viejos, alimentándose de pan y cerveza, compartiendo penurias con miles de hombres en la misma situación. Los patrones pagaban menos de lo ofrecido y al primer reclamo acudían a la policía, siempre alerta tras los ilegales. Pedro no podía establecerse en ningún sitio por mucho tiempo, la «Migra andaba pisándole los talones, pero finalmente se quitó el sombrero y los huaraches, adoptó el bluyin y la cachucha y aprendió a chapucear unas cuantas frases en inglés. Apenas se ubicó en la nueva tierra regresó a su pueblo en busca de la novia de infancia. Inmaculada lo esperaba con el traje de boda almidonado.

— Los gringos están todos chiflados, le ponen duraznos a la carne y mermelada a los huevos fritos, mandan los perros a la peluquería, no creen en la Virgen María, los hombres friegan los platos en la casa y las mujeres lavan los automóviles en la calle, con sostén y calzones cortos, se les ve todito, pero si no nos metemos con ellos, se puede vivir de lo mejor–informó Pedro a su prometida. Se casaron con las ceremonias y fiestas habituales, durmieron la primera noche de esposos en la cama de los padres de la muchacha, prestada para la ocasión, y al día siguiente cogieron el bus rumbo al norte. Pedro llevaba algo de dinero y ya era experto en cruzar la frontera, estaba en mejores condiciones que la primera vez, pero igual iba asustado; no deseaba exponer a su mujer a ningún peligro. Se contaban historias espeluznantes de robos y matanzas de bandidos, corrupción de la policía mexicana y maltratos de la americana, historias capaces de escarmentar al más macho. Inmaculada, en cambio, marchaba feliz un paso detrás de su marido, con el bulto de sus pertenencias equilibrado en la cabeza, protegida de la mala suerte por el escapulario de la Virgen de Guadalupe, una oración en los labios y los ojos bien abiertos para ver el mundo que se extendía ante ella como un magnífico cofre repleto de sorpresas. No había salido nunca de su aldea y no sospechaba que los caminos podían ser interminables; pero nada logró desanimarla, ni humillaciones ni fatigas ni las trampas de la nostalgia, y cuando por fin se encontró instalada con su hombre en un mísero cuarto de pensión al otro lado del límite, creyó haber atravesado el umbral del cielo. Un año más tarde nació el primer niño, Pedro consiguió un puesto en una fábrica de cauchos en Los Angeles y tomó un curso nocturno de mecánica. Para ayudar a su marido, Inmaculada se empleó enseguida en una industria de ropa y luego para servicio doméstico, hasta que los embarazos y las criaturas la obligaron a quedarse en la casa. Los Morales eran gente ordenada y sin vicios, estiraban el dinero y aprendieron a utilizar los beneficios de ese país donde ellos siempre serían extranjeros, pero en el cual sus hijos tendrían un lugar. Estaban siempre dispuestos a abrir su puerta para amparar a otros, su casa se convirtió en un pasadero de gente. Hoy por ti, mañana por mí, a veces toca dar y otras recibir, es la ley natural de la vida, decía Inmaculada. Comprobaron que la generosidad tiene efecto multiplicador, no les falló la buena fortuna ni el trabajo, los hijos resultaron sanos y las amistades agradecidas; con el tiempo superaron las pobrezas del comienzo. Cinco años después de llegar a la ciudad Pedro instaló su propio taller de automóviles. Para la época en que los Reeves fueron a vivir en su patio eran la familia más digna del barrio, Inmaculada se había convertido en una madre universal y Pedro era consultado como hombre justo de la comunidad. En ese ambiente, donde a nadie le pasaba por la mente acudir a la policía o la justicia para resol ver sus conflictos, él actuaba como árbitro en los malentendidos y juez en las disputas.