– Mientras llegue vivo -repite Ramos.
El comandante baja la pistola.
– Vámonos -ordena al conductor.
Una muchedumbre llega al hospital general de Tijuana antes que la ambulancia de Colosio. La gente llorosa se ha congregado en la escalinata, solloza, grita el nombre de Colosio y exhibe su foto. La ambulancia entra a Colosio por la puerta de atrás y le conducen a un quirófano. Un helicóptero ha aterrizado en la calle, con los rotores girando, dispuesto a transportar al hombre herido a un centro especial que hay en San Diego, al otro lado de la frontera.
El cual nunca llega a utilizarse.
Colosio ha fallecido.
Bobby.
Se parece demasiado a Bobby, piensa Art.
El pistolero solitario, el chiflado enajenado, aislado. Las dos heridas, una en la sien derecha, otra en el costado izquierdo.
– ¿Cómo lo hizo Aburto? -pregunta a Shag-. ¿Dispara a boca-jarro a la sien derecha de Colosio, y después otra vez en el lado izquierdo del estómago? ¿Cómo?
– Igual que Robert E Kennedy -contesta Shag-. La víctima se da la vuelta cuando le alcanza la primera bala.
Shag lo demuestra, echa la cabeza hacia atrás con brusquedad y gira a la izquierda mientras cae al suelo.
– Eso está muy bien -dice Art-, solo que la trayectoria de las balas han llegado de direcciones opuestas.
– Ah, ya estamos.
– De acuerdo -dice Art-. Hacemos una redada en el túnel de Güero y está relacionado con los hermanos Fuentes, que son grandes partidarios de Colosio. Después Colosio va a Tijuana, territorio de los hermanos Barrera, y lo matan. Dime que estoy loco, Shag.
– No creo que estés loco -dice Shag-. Pero creo que estás obsesionado con los Barrera desde.
Calla. Clava la vista en la mesa.
Art termina por él.
– Desde que asesinaron a Ernie.
– Sí.
– ¿Y tú no?
– Sí -admite Shag-. Quiero cargármelos a todos, a los Barrera y a Méndez, pero, jefe, en algún momento, o sea… En algún momento tienes que dejarlo correr.
Tiene razón, piensa Art.
Claro que tiene razón. Y me gustaría dejarlo correr. Pero querer y poder son dos cosas muy diferentes, y dejar correr esta «obsesión con los Barrera», como dice Art, es algo que no puedo hacer.
– Voy a decirte una cosa: cuando las cosas se calmen, descubriremos que los Barrera estaban detrás de esto.
No me cabe la menor duda.
Güero Méndez está tendido en una camilla en un hospital privado, donde tres de los mejores cirujanos plásticos de México están preparados para darle una cara nueva. Una cara nueva, piensa, pelo teñido, un nombre nuevo, y podré reanudar mi guerra contra los Barrera.
Una guerra que ganará sin duda, con el nuevo presidente de su lado.
Se recuesta sobre la almohada cuando la enfermera le prepara.
– ¿Está preparado para dormir? -pregunta.
Asiente. Preparado para dormir, y para despertar convertido en un hombre nuevo.
La mujer coge una jeringa, quita el taponcito de goma y apoya la aguja contra una vena de su brazo, y después empuja el émbolo. Le acaricia la cara mientras la droga empieza a surtir efecto.
– Colosio ha muerto -dice entonces en voz baja.
– ¿Qué ha dicho?
– Tengo un mensaje de Adán Barrera. Su hombre, Colosio, ha muerto.
Güero intenta levantarse, pero su cuerpo no obedece a su mente.
– Esto se llama Dormicum -dice la enfermera-. Una dosis masiva. Podría llamarse «inyección letal». Esta vez, cuando sus ojos se cierren, no volverán a abrirse.
Güero intenta chillar, pero su boca no emite ningún sonido. Lucha por mantenerse despierto, pero nota que se le escapa todo, la conciencia, la vida. Forcejea con las correas, intenta liberar una mano para quitarse la mascarilla y pedir auxilio, pero sus músculos no responden. Ni siquiera su cuello gira para negar con la cabeza, no, no, no, mientras su vida se le escapa.
– Los Barrera dicen que se pudra en el infierno -oye decir a la enfermera como desde una distancia infinita.
Dos guardias empujan un carrito de la lavandería, lleno de sábanas y mantas limpias, hasta la suite de celdas de Miguel Ángel Barrera, en la prisión de Almoloya.
Tío se sube, los guardias le cubren con una sábana y le sacan del edificio, cruzan los patios y salen por la puerta.
Así de sencillo, así de fácil.
Tal como estaba prometido.
Miguel Ángel baja del carrito y camina hasta una furgoneta que lo aguarda.
Doce horas después vive retirado en Venezuela.
Tres días antes de Navidad, Adán se arrodilla ante el cardenal Antonucci en su estudio privado de Ciudad de México.
«El hombre más buscado de México» oye recitar al nuncio papal en latín, la absolución para él y para Raúl por su papel involuntario en la muerte accidental del cardenal Juan Ocampo Parada.
Antonucci no le absuelve de los asesinatos del Verde, Abrego, Colosio y Méndez, piensa Adán, pero el gobierno sí. Por anticipado… Todo a cambio de asesinar a Parada.
Si mato a su enemigo, había insistido Adán, tienen que dejar que mate al mío.
Todo ha terminado, piensa Adán. Méndez ha muerto, la guerra ha concluido. Tío ha huido de la prisión.
Y yo soy el nuevo patrón.
El gobierno mexicano acaba de devolver a la Santa Iglesia Católica todo su pleno rango legal. Un maletín repleto de información acusadora ha pasado de las manos de Adán a las de algunos ministros del gobierno.
Adán abandona la habitación con una nueva alma oficialmente limpia.
Favor con favor se paga.
La víspera de Año Nuevo, Nora vuelve a casa después de cenar con Haley Saxon. Se marchó incluso antes de que descorcharan las botellas de champán.
No está de humor para fiestas. Las vacaciones han sido deprimentes. Es la primera Navidad en nueve años que no pasa con Juan.
Introduce la llave en la puerta y la abre, y cuando entra, una mano le tapa la boca. Busca en el bolso el aerosol de pimienta, pero le arrebatan el bolso de la mano. -No voy a hacerle daño -dice Art-. No grite.
Aleja poco a poco la mano de su boca.
Ella se vuelve y le abofetea.
– Voy a llamar a la policía -dice.
– Yo soy la policía.
– Voy a llamar a la policía de verdad.
Se dirige al teléfono y empieza a marcar.
El Día de Año Nuevo, Art se levanta con el sonido del televisor y una resaca descomunal.
Debí de dejarla encendida anoche, piensa. La cierra, entra en el cuarto de baño, toma un par de aspirinas y engulle un gran vaso de agua. Entra en la cocina y prepara café.
Abre la puerta mientras hierve y recoge el diario del pasillo. Se lleva el periódico y el café a la mesa de la sala de estar del desnudo apartamento y se sienta. Hace un día diáfano de invierno, y ve el puerto de San Diego a unas manzanas de distancia; y al otro lado, México.
Adiós a 1994, piensa. Un año cabrón.
Que 1995 sea mejor.
Más invitados en la reunión de los muertos de anoche. Los de siempre, y ahora el padre Juan. Sacrificado en la cruz de fuego que yo creé, intentando hacer las paces en la guerra que yo inicié. Se llevó gente consigo, además. Chavales. Dos pandilleros de San Diego, hijos de mi propio barrio.
Todos vinieron a despedir el año.
Menuda fiesta.
Mira la primera plana del periódico y observa sin mucho interés que el TLCAN entra en vigor hoy.
Bien, felicidades a todo el mundo, piensa. El mercado libre florecerá. Las fábricas brotarán como setas justo al otro lado de la frontera, y obreros mexicanos mal pagados fabricarán nuestras zapatillas de tenis, nuestra ropa de diseño, nuestras neveras y aparatos electrodomésticos a precios que podamos permitirnos.
Todos nos engordaremos y seremos felices, ¿y qué es un cura muerto comparado con esto?
Bien, me alegro de que todos tengáis vuestro tratado, piensa.
Pero yo, desde luego, no lo he firmado.