Выбрать главу

Pero yo, desde luego, no lo he firmado.

CUARTA PARTE. CAMINO DE ENSENADA

10

EL GOLDEN WEST

All the federales say

They could have had him any day.

They only let him go so long

Out of kindness, I suppose.

TOWNES Van Zandt, «Pancho and Lefty»

San Diego

1996

La luz del sol es sucia.

Se filtra a través de una ventana manchada y unas mugrientas y rotas persianas, se introduce en la habitación de Callan como un gas nocivo, enfermizo y amarillo. Enfermizo y amarillo también son palabras que describen a Callan: enfermizo, amarillo, sudoroso, fétido. Yace retorcido entre las sábanas que no se han cambiado durante semanas, mientras sus poros intentan (sin éxito) expulsar el alcohol, costras de saliva seca en las comisuras de la boca entreabierta, y su cerebro trata desesperadamente de ordenar los fragmentos de las pesadillas de la realidad emergente.

El débil sol llega a sus párpados y se abren.

Otro día en el paraíso.

Mierda.

De hecho, casi se alegra de despertar. Los sueños eran malos, agravados por el alcohol. Casi espera ver sangre en la cama, porque sus sueños son encarnados. La sangre fluye a través de ellos como un río, y empalma una pesadilla con otra.

La realidad tampoco es mucho mejor.

Parpadea varias veces, comprueba que está despierto, baja poco a poco las piernas, que le duelen a causa de la concentración de ácido láctico, al suelo. Se queda sentado unos segundos, sopesa la posibilidad de volver a acostarse, y después coge el paquete de cigarrillos de la mesita de noche. Se lleva un cigarrillo a la boca, busca el encendedor y acerca la llama al extremo del cigarrillo.

Una profunda calada, una tos entrecortada, y se siente mejor.

Lo que necesita ahora es una copa.

Algo que le abra los ojos.

Baja la vista y ve la pinta de Seagram's a sus pies.

Puta mierda… Cada vez sucede con más frecuencia. Todas las noches. Te acabas la puta botella y no dejas nada para la mañana, ni el más ínfimo rayo de sol líquido ambarino. Lo cual significa que tendrás que levantarte. Levantarte, vestirte y salir a tomar un trago.

En otro tiempo (tampoco parece que haga tanto), se despertaba con resaca y lo que necesitaba era un café. En los primeros tiempos de aquellos primeros tiempos, salía al pequeño restaurante de la Cuarta avenida, se tomaba aquella primera taza que aliviaba el dolor de cabeza, y tal vez desayunaba algo, patatas, huevos y tostadas grasientas, el «especial». Después dejó de desayunar (solo le entraba el café), y luego, en algún momento, en algún momento del lento y vagabundo río que es la borrachera prolongada, descubrió que ya no era café lo que deseaba en la espantosa primera hora de la mañana, sino más licor.

Se pone en pie.

Le crujen las rodillas, le duele la espalda de dormir tanto rato en la misma postura.

Entra en el cuarto de baño arrastrando- los pies, un lavabo, un váter y una ducha amontonados en lo que había sido un armario.

Un borde de metal, delgado e insuficiente, separa la ducha del suelo, de modo que cuando aún se duchaba con regularidad (y paga cada semana una cantidad considerable por el cuarto de baño privado, porque no quería compartir el baño común que hay al final del pasillo con los psicóticos babeantes, los viejos casos de sífilis y las reinonas alcoholizadas), el agua siempre se salía e inundaba el viejo suelo de baldosas manchadas. O atravesaba la delgada cortina de plástico, con las flores desteñidas pintadas. Ahora ya no se ducha mucho. Piensa en hacerlo, pero se le antoja que es demasiado trabajo, y de todos modos la botella de champú está casi vacía, el champú restante solidificado y pegado al fondo de la botella, y supone un esfuerzo mental excesivo ir a Longs Drugs y comprar otra. Tampoco le gusta estar en compañía de tanta gente, al menos de civiles.

Un delgado fragmento de jabón sobrevive en el suelo de la ducha, y otra diminuta pastilla de jabón antiséptico (proporcionada por el hotel junto con la delgada toalla) descansa sobre el lavabo.

Se moja un poco la cara.

No se mira en el espejo, pero este a él sí.

Tiene la cara hinchada y amarillenta, con el pelo grasiento largo hasta los hombros, la barba enmarañada.

Estoy empezando a parecer, piensa Callan, el típico alcohólico y yonqui del Lamp. Bien, mierda, ¿por qué no? Salvo porque voy al cajero automático y siempre saco dinero, soy como cualquier alcohólico y yonqui del Lamp.

Se cepilla los dientes.

Hasta eso llega. No puede soportar el sabor rancio a vómito y whisky de su boca. Le produce más arcadas. Así que se lava los dientes y mea. No tiene que vestirse, porque lleva puesto lo que llevaba antes de perder el conocimiento, tejanos negros y camiseta negra. Pero tiene que calzarse, lo cual significa sentarse en la cama, agacharse, y cuando acaba de anudarse sus zapatillas de baloncesto negras Chuck Taylor (sin calcetines), casi siente ganas de volver a la cama.

Pero son las once de la mañana.

Hora de ponerse en marcha.

De tomar esa copa.

Saca la 22 de debajo de la almohada, la embute en la parte posterior de la cintura, bajo la camiseta varias tallas más grande, busca la llave y sale.

El pasillo apesta.

Sobre todo a Lysol, que la dirección esparce a destajo como si fuera napalm, con la intención de matar los aromas persistentes a orina, vómitos, mierda y viejos agonizantes. De matar los gérmenes, en cualquier caso. Es una batalla constante y perdida, como este lugar, piensa Callan mientras oprime el botón del único y traqueteante ascensor: una batalla constante y perdida.

El hotel Golden West.

Alojamiento de habitaciones individuales.

La última parada antes del cartón en la calle o la losa del forense.

Porque el hotel Golden West transforma cheques de la asistencia social, cheques de la (in)Seguridad Social, cheques del paro, cheques de invalidez, en alquileres de habitaciones. Pero en cuanto los cheques se acaban, te conviertes en una mierda. Lo siento, chicos, a la puta calle, el cartón, la losa. Algunos afortunados mueren en sus habitaciones. No han pagado el alquiler, o el olor de la descomposición se cuela por debajo de la puerta y al final se impone al Lysol, y un reticente empleado se tapa la nariz con un pañuelo y gira la llave maestra. Después hace la llamada y la ambulancia realiza su lento y acostumbrado trayecto hasta el hotel, y sacan a otro tipo en camilla para el último viaje, porque su sol se ha puesto por fin sobre el hotel Golden West.

No todo son borrachuzos. Algún turista europeo se deja caer por aquí, atraído por el precio en el caro San Diego. Se aloja una semana y se larga. O el jovencito norteamericano que se cree el siguiente Jack Kerouac o el nuevo Tom Waits, fascinado por su sordidez extrema, hasta que le roban la mochila de la habitación, con el discman y todo su dinero, le atracan en la calle, o uno de los veteranos intenta encularle en el baño común. Entonces el aspirante a hippy llama a mamá, y ella da el número de su tarjeta de crédito a la recepción para sacar a su niñito de allí, pero ya ha visto una parte de Estados Unidos que, de lo contrario, jamás habría conocido.

Pero la clientela se compone sobre todo de viejos borrachos y psicóticos de toda la vida, que se reúnen como cuervos en sillas destrozadas delante del televisor del vestíbulo. Balbucean sus propios diálogos, discuten por el canal (se han producido apuñalamientos, incluso víctimas mortales, por Los casos de Rockford o La isla de Gilligan; mierda, se han producido apuñalamientos por Ginger comparada con Mary Ann), o se limitan a mascullar monólogos internos de escenas, reales o imaginarias, que tienen lugar en su cerebro.

Batallas constantes y perdidas.

Callan no tiene por qué vivir aquí.

Tiene dinero, podría vivir mejor, pero elige este lugar.

Llámalo penitencia, purgatorio, lo que quieras… Este es el lugar donde se entrega a su autocastigo, se trinca cantidades inhumanas de alcohol (¿autoinyección letal?), suda por las noches, vomita sangre, chilla en sueños, muere cada noche, y vuelta a empezar de nuevo por la mañana.

«Te perdono. Dios te perdona.»

¿Por qué tuvo que decir eso el cura?

Después del puto tiroteo de Guadalajara, Callan se dirigió a San Diego, se alojó en el hotel Golden West y empezó a beber. Un año y medio después, sigue ahí.

Un buen decorado para odiarse a sí mismo. Le gusta.

Llega el ascensor, quejoso como un cansado camarero del servicio dé habitaciones. Callan abre la puerta y oprime el botón que hay debajo de la desteñida B. La puerta de rejilla se cierra como si fuera una celda, y el ascensor desciende entre crujidos. Callan se alegra de ser el único ocupante. No hay ningún turista francés que lo atosigue con petates, ningún universitario dispuesto a descubrir Estados Unidos que le golpee con la mochila, ningún borracho apestoso. Mierda, piensa Callan, el borracho apestoso soy yo.

Da igual.

Al recepcionista le cae bien Callan.

No tiene nada en su contra. El tipo, extraño y joven (para el Golden West), paga en metálico y por adelantado. Es tranquilo y no se queja, y aquella noche, cuando estaba esperando el ascensor y aquel atracador amenazó con una navaja al empleado, este chico le miró y lo derribó. Borracho como una cuba y derribó al atracador de un puñetazo, y después volvió a pedir educadamente la llave.

Así que al recepcionista le cae bien Callan. Sí, el hombre siempre está borracho, pero es un borracho tranquilo que no causa problemas, y eso es lo máximo que puedes pedir. Así que dice hola a Callan cuando deja su llave, Callan murmura un hola y sale por la puerta.

El sol le golpea como un puñetazo en el pecho.

De la oscuridad a la luz, tal cual. Deslumbrado, se queda quieto y entorna los ojos un momento. No está acostumbrado. En Nueva York nunca hacía este sol. Tiene la impresión de que siempre hace sol en el puto San Diego. Sun Diego, deberían llamarlo. Daría su hemisferio cerebral izquierdo por un día de lluvia.

Adapta sus ojos a la luz y entra en el Gaslamp District.

En otro tiempo, era un barrio peligroso y chabacano, lleno de garitos de strip-tease, salas de porno y hoteles de habitaciones individuales, la típica zona centro en declive. Después los hoteles destartalados empezaron a ceder el sitio a edificios de apartamentos cuando llegó el aburguesamiento y se puso de moda vivir en el Lamp. De modo que tienes un restaurante exclusivo al lado de un local porno, un club a la última delante de un hotel de habitaciones individuales, un edificio de apartamentos con cafetería en la planta baja junto a un edificio ruinoso con borrachuzos en el sótano y yonquis en el tejado.

El aburguesamiento está ganando.

Pues claro: el dinero siempre gaña, y el Lamp está empezando a convertirse en un parque temático yuppy. Aún aguantan algunos hoteles de habitaciones individuales, un par de locales porno, unos pocos bares cutres, pero el proceso es irreversible, porque las cadenas han iniciado la invasión, los Starbucks, los Gap, los cines Edwards. El Lamp empieza a parecerse a todo lo demás, y los locales porno, los bares cutres y los hoteles de habitaciones individuales parecen indios borrachos que merodean en el aparcamiento del comercio norteamericano.

Pero Callan no piensa en todo eso.

Solo piensa en ese trago, y sus pies le conducen hasta uno de los antiguos supervivientes, un bar estrecho y oscuro cuyo nombre desconoce (el letrero se borró hace mucho tiempo), encajado entre el último Laundromat del barrio y una galería de arte.

Está oscuro, como debe ser.

Es un bar de bebedores empedernidos (nada de aficionados o diletantes), y hay una docena o más en este momento, la mayoría hombres, que se tambalean en la barra y en los reservados de la pared del fondo. La gente no entra aquí a entablar relaciones sociales, a hablar de deportes o de política, o a catar whiskies estupendos. Entran a emborracharse y a continuar borrachos mientras se lo permitan sus bolsillos y sus hígados. Algunos alzan la vista con hosquedad cuando Callan abre la puerta y deja que un rayo de sol perfore la oscuridad.

La puerta se cierra deprisa, y todos vuelven a clavar la vista en su vaso, mientras Callan entra, se acomoda en un taburete ante la barra y pide.

Bien, todos no.

Hay un tío en un extremo de la barra que sigue mirando subrepticiamente por encima de su whisky. Un tipo pequeño, un tipo viejo con cara de querubín y la cabeza poblada de pelo plateado. Parece un duende subido sobre una seta en lugar del taburete de un bar, y sus ojos parpadean de sorpresa cuando reconoce al hombre que acaba de entrar en el bar, se sienta y pide dos cervezas con un chupito de whisky.

Han pasado veinte años desde que vio por última vez a este hombre, en el pub Liffey de la Cocina del Infierno, cuando este hombre (un crío, en realidad) sacó una pistola de la región lumbar y le metió dos balazos a Eddie «Carnicero» Friel.

Mickey hasta se acuerda de la música que sonaba. Recuerda que había cargado la máquina de discos con versiones de «Moon River», porque quería escuchar la canción el máximo número de veces posible antes de ir a chirona de nuevo. Recuerda haberle dicho a este hombre (sí, no cabe duda de que es él, incluso con el mismo bulto en la región lumbar, donde lleva la pistola) que tirara el arma al río Hudson.

Mickey nunca volvió a ver al chico, hasta este momento, pero se enteró del resto de la historia. Acerca de que este chico, ¿cómo se llama?, derrocó a Matty Sheehan y se convirtió en uno de los reyes de la Cocina del Infierno. De que él y su amigo se convirtieron en los reyes de la Cocina del Infierno. De que él y su amigo hicieron las paces con la familia Cimino y se convirtieron en pistoleros de Big Paulie Calabrese, y de que, si los rumores son ciertos, había abatido a Big Paulie delante del Spark Steak House, justo antes de Navidad.

Callan, piensa el viejo.

Sean Callan.

Bien, te he reconocido, Sean Callan, pero da la impresión de que tú a mí no.

Lo cual está bien, está bien.

Mickey Haggerty termina su bebida, baja del taburete y se encamina hacia una cabina telefónica. Sabe que alguien estará muy interesado en averiguar que Sean Callan está en un bar del Gaslamp.