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Solo le faltan el sombrero grande y el bigote caído, piensa Nora.

Una criada acude corriendo con una bandeja.

Dos cafés: con leche y azúcar para él, solo y sin azúcar para ella.

Adán da las gracias a la criada, que vuelve corriendo a la cocina. No mira a Nora, temerosa de que los ojos de la gringa la hechicen como hizo con el patrón. Es la comidilla de la cocina: miras a los ojos de la bruja y te cae un hechizo.

Al principio fue difícil aguantar la pasiva hostilidad de la servidumbre y la activa desaprobación de Raúl. El hermano de Adán pensaba que estaba bien tener una amante, pero no instalarla en la casa familiar. Oyó a los hermanos pelear al respecto y ofreció marcharse, pero Adán no quiso ni escucharla. Ahora se han acostumbrado a una plácida rutina doméstica, que incluye este paseo matutino.

El complejo residencial es precioso. A Nora le gusta en especial por las mañanas, antes de que el sol reduzca todas las formas a siluetas y destiña todos los colores. Empiezan su paseo por el huerto, porque Adán sabe que le gusta el olor ácido de los árboles frutales (naranjas, limones y pomelos), y el dulce aroma de las mimosas y jacarandás, cuyas flores caen de las ramas como lágrimas de lavanda. Pasan junto a los jardines florales (hemerocallis, zantedeschias, amapolas) y entran en la rosaleda.

Nora contempla las flores que brillan a causa del agua, oye el rítmico chup-chup-chup del sistema de riego que rocía todas las flores antes de que el sol convierta el riego en un ejercicio de evaporación instantánea.

Adán ahuyenta a un pavo real del jardín.

El recinto bulle de aves: pavos reales, faisanes, pintadas. Una mañana, cuando Adán estaba ausente, Nora se levantó temprano y vio un pavo real subido sobre el borde de la fuente central. La miró y desplegó su cola, y fue un espectáculo maravilloso, con todos los colores desplegados en contraste con la arena caqui.

Hay más aves en los árboles. Un asombroso surtido de pinzones. Adán intenta en vano enseñarle los nombres, pero ella los reconoce solo por los colores: dorado y amarillo, púrpura y rojo. Las currucas y el escribano lapislázuli, y la increíble tángara occidental que se le antoja un ocaso volador. Y los colibrís. Se han plantado flores especiales y colgado dispensadores de agua dulce para atraer a los colibrís, el de Anna, el de Costa, el de garganta negra, como Adán ha intentado diferenciarlos para que ella los reconociera. Nora solo reconoce las manchas deslumbrantes de colores rutilantes, y sabe que los echaría mucho de menos si un día no fueran a visitarla.

– ¿Quieres ver a los animales? -pregunta Adán.

– Por supuesto.

Adán es un hombre trabajador y práctico, y no consigue dar su aprobación al tiempo y el dinero que Raúl dedica a su zoo. Significa otra diversión para su hermano, una compensación para su ego, el hecho de poseer un ocelote, dos tipos de camellos, un guepardo, un par de leones, un leopardo, dos jirafas, un rebaño de ciervos raros.

Pero un tigre blanco no. Raúl lo vendió a un coleccionista de Los Angeles, y el muy idiota intentó cruzarlo por la frontera y lo pillaron. Tuvo que pagar una buena multa, y el tigre le fue confiscado. Ahora vive en el zoo de San Diego.

Su ballena se convirtió en una estrella de cine. Hicieron una redada en el parque de atracciones y después lo quemaron, y la ballena acabó en una serie de películas muy comerciales. De manera que a la ballena le fue muy bien, aunque Adán hace tiempo que no ve películas.

Adán y Nora pasean por su zoo privado por las mañanas, y uno de los cuidadores ya está preparado con comida para que Nora dé de comer a las jirafas. Le encanta su elegancia, sus largos cuellos y su forma de andar.

Baja de la pequeña plataforma que utilizan para dar de comer a las jirafas, recoge su taza de café y se adelanta a Adán. Otro cuidador abre una puerta para dejarla entrar en el corral de los ciervos, y le entrega una taza de plástico llena de comida.

– Buenos días, Tomás.

– Señora.

Nora y Adán desayunan en la terraza este para recibir la caricia del sol. Nora toma pomelo y café. Eso es todo, pomelo recién cogido del huerto y café. Adán come como uno de los leones de Raúl. Un enorme plato de huevos con machaca y ristras de chorizo frito. Una pila de tortillas de maíz calientes. Debido a la insistencia de Nora, un cuenco de fruta. Y un pequeño cuenco de salsa recién hecha. A Nora se le hace la boca agua al percibir el olor a tomate y cilantro, pero se conforma con el pomelo.

Adán se da cuenta.

– No lleva grasa -dice.

– La tortilla que me comería sí.

– Tendrías que engordar unos kilos.

– Eres muy galante.

Adán sonríe y vuelve a su periódico, sabiendo que no la convencerá. Nora está casi tan obsesionada con su cuerpo como él. En cuanto se duche y vaya a su oficina a trabajar, se pasará toda la mañana en el gimnasio. Mandó colocar un sistema estéreo y un televisor porque a ella le gusta el ruido cuando hace ejercicio. Y el gimnasio tiene dos elementos de todo (dos bicicletas reclinables, dos ruedas de andar, dos máquinas de musculación, dos conjuntos de pesos libres), aunque ella consigue convencerle muy pocas veces de que se ejercite con ella.

En días alternos corre en la larga pista de tierra que serpentea hasta el complejo, lo cual provocó algunas protestas del personal de seguridad, hasta que Adán descubrió a dos sicarios a quienes les gustaba correr. Entonces ella se quejó de eso, dijo que la cohibía tener a dos hombres que le pisaran los talones, pero en este tema Adán no dio su brazo a torcer y ella capituló.

De modo que, cuando corre, dos guardaespaldas van tras ella. Siguiendo instrucciones concretas de Adán, uno corre mientras el otro trota, y se van turnando. No quiere que los dos estén sin aliento al mismo tiempo. Si se produce un tiroteo, quiere qué al menos uno tenga la mano firme. Además, les ha dicho: «Si algo le pasa, moriréis los dos».

Sus tardes son largas y lentas. Como Adán trabaja a la hora de comer, ella come sola. Después hace una breve siesta, se acomoda en una tumbona bajo la sombrilla para protegerse del sol. Por el mismo motivo, pasa la mayor parte de la tarde dentro, leyendo libros y revistas, viendo la televisión mexicana, esperando a que vuelva Adán para cenar tarde.

– Tengo que irme en viaje de negocios -dice él-. Puede que esté fuera unos días.

– ¿Adónde vas?

Adán sacude la cabeza.

– A Colombia. Las FARC quieren negociar.

– Te acompañaré.

– Es demasiado peligroso.

Ella le dice que lo comprende. Irá a San Diego durante su ausencia. Irá de compras, verá algunas películas, saldrá con Haley

– Pero te echaré de menos -dice.

– Yo también.

– Vamos a la cama.

Se lo folla con energía demoníaca. Le sujeta con el coño, le aferra con las piernas y él siente que se corre a borbotones dentro de ella. Le acaricia el pelo cuando él apoya la cara sobre sus pechos y le dice:

– Te quiero. Tienes mi alma en tus manos.

Putumayo, Colombia

1997

Adán va sentado en la parte de atrás de un jeep que traquetea sobre una carretera embarrada y llena de baches, practicada en la selva amazónica del sudoeste de Colombia. El aire que le rodea es tibio y fétido, y ahuyenta con la mano a las moscas y mosquitos que vuelan alrededor de su cabeza.

El viaje ha sido difícil.

Rechazó la idea de volar en uno de sus 727. Nadie puede saber que Adán va a reunirse con Tirofijo, el comandante de las FARC. En cualquier caso, volar habría sido demasiado peligroso. Si la CIA o la DEA interceptaran el plan de vuelo, los resultados serían desastrosos. Además, hay cosas que Tirofijo quiere que Adán vea en route.