Adán subió primero a bordo de un yate deportivo particular en Cabo, y después cambió a un viejo barco de pesca para el largo y lento viaje que le dejó en la costa del sur de Colombia, en la boca del río Coqueta. Fue la parte más peligrosa del viaje, porque la costa está bajo el control del gobierno y patrullada por milicias privadas, contratadas por las compañías petroleras para vigilar sus torres de perforación.
Adán subió desde el barco pesquero a un pequeño esquife de un solo motor. Se internaron en el río de noche, guiados por las llamas escupidas por las torres de refinería, como si fueran hogueras del infierno. La boca del río estaba llena de sedimentos y contaminada; el aire, irrespirable y sucio. Subieron río arriba, dejaron atrás las propiedades de la compañía petrolera, protegidas por vallas de alambre de espino de tres metros de altura y torres vigía en las esquinas.
Tardaron dos días en subir por el río, esquivando patrullas del ejército y escuadrones de seguridad privados. Por fin se internaron en la selva tropical, y ahora hará el resto del viaje en jeep. Su ruta les lleva más allá de los campos de coca, y Adán ve por primera vez los orígenes del producto que le ha reportado millones.
Bien, a veces los ve.
Otras veces ve los campos muertos y marchitos, envenenados por los helicópteros que lanzan defoliantes. Los productos químicos no son especializados. Matan las plantas de coca, pero también las judías, los tomates, las hortalizas. Envenenan el aire y el agua. Adán atraviesa pueblos desiertos que parecen objetos de museo: perfectos objetos antropológicos de una aldea colombiana, salvo que nadie vive en ella. Han huido de los defoliantes, han huido del ejército, han huido de las FARC, han huido de la guerra.
Pasan junto a otros pueblos que han sido quemados, sin más trámites. Círculos carbonizados en el suelo señalan el lugar donde se alzaban las cabañas.
– El ejército -explica su guía-. Queman los pueblos que creen conchabados con las FARC.
Y las FARC queman los pueblos que creen conchabados con el ejército, piensa Adán.
Llegan por fin al campamento de Tirofijo.
Los guerrilleros con uniforme de camuflaje de Tirofijo utilizan boinas y portan AK-47. Hay un número sorprendente de mujeres. Adán se fija en una impresionante amazona de pelo negro que le cae por debajo de su boina. Ella sostiene su mirada, como diciendo y tú qué miras, y él desvía la vista.
Hay actividad por todas partes (escuadrones de guerrilleros se están entrenando, otros están limpiando armas, haciendo la colada, cocinando, patrullando el campamento), y toda esta actividad parece organizada. El campamento es grande y ordenado. Pulcras hileras de tiendas verde oliva están montadas bajo redes de camuflaje. Varias cocinas han sido construidas bajo ramadas de paja. Ve lo que parece ser una tienda hospital y un dispensario. Incluso pasan ante una tienda que parece albergar una especie de biblioteca. Esto no es una pandilla de bandidos en fuga, piensa Adán. Es una fuerza bien organizada que controla su territorio. Las redes de camuflaje, para protegerlos de la vigilancia aérea, constituyen la única concesión a cierta sensación de peligro.
Su acompañante conduce a Adán hasta lo que parece la zona del cuartel general. Las tiendas son más grandes, con avances de lona sujetos para crear porches, bajo los cuales hay jofainas, así como sillas y mesas hechas de madera toscamente labrada. Un momento después, el acompañante vuelve con un hombre mayor y corpulento, vestido con uniforme de camuflaje verde oliva y boina negra.
Tirofijo tiene cara de sapo, piensa Adán. Más gordo de lo que cabría esperar en un guerrillero, con profundas bolsas bajo los ojos, gruesos mofletes y una boca ancha, que parece permanentemente fruncida. Tiene los pómulos altos y afilados, los ojos estrechos, las cejas arqueadas plateadas. No obstante, aparenta menos edad de sus casi setenta años. Camina hacia Adán con vigor y energía. Sus piernas cortas y pesadas no tiemblan.
Tirofijo mira a Adán un momento, como tomándole la medida, y después indica una ramada de paja bajo la cual hay una mesa y unas cuantas sillas. Se sienta y señala con un gesto a Adán para que haga lo mismo.
– Sé que colaboró en la Operación Niebla Roja -dice sin más preámbulos.
– No fue una cuestión política -dice Adán-. Simples negocios.
– Sabe que podría retenerle para pedir rescate -dice Tirofijo-. O podría ordenar que le mataran ahora mismo.
– Y usted sabe -replica Adán- que tal vez solo me sobreviviría una semana.
Tirofijo asiente.
– Bien, ¿de qué tenemos que hablar? -pregunta Adán.
Tirofijo saca un cigarrillo del bolsillo de la chaqueta y ofrece uno a Adán. Cuando Adán niega con la cabeza, Tirofijo se encoge de hombros y enciende el cigarrillo, y da una larga calada.
– ¿Cuándo nació usted? -pregunta.
– En mil novecientos cincuenta y tres.
– Yo empecé a luchar en mil novecientos ochenta y cuatro -dice Tirofijo-. Durante un período que ahora llaman de la «Violencia». ¿Ha oído hablar de eso?
– No.
Tirofijo asiente.
– Yo era leñador, y vivía en un pueblo pequeño. En aquellos tiempos, no estaba politizado. Izquierda, derecha, todo era indiferente a la madera que cortaba. Una mañana estaba en las colinas cortando leña cuando la milicia local de extrema derecha entró en nuestro pueblo, reunió a todos los hombres, les ató los brazos a la espalda y los degolló. Dejó que se desangraran hasta morir como cerdos, en la plaza del pueblo, mientras violaban a sus mujeres e hijas. ¿Sabe por qué lo hicieron?
Adán niega con la cabeza.
– Porque los aldeanos habían permitido que un grupo de izquierdas cavara un pozo para el pueblo -dice Tirofijo-. Aquella mañana, cuando volví, encontré los cadáveres tirados en el polvo. Mis vecinos, mis amigos, mi familia. Volví a las colinas, esta vez para unirme a las guerrillas. ¿Por qué le he contado esta historia? Porque usted puede decir que es apolítico, pero el día que vea a sus amigos y familiares tirados en el suelo, tomará conciencia política.
– Existe el dinero y la falta de dinero -dice Adán-, el poder y la falta de poder. Y punto.
– ¿Lo ve? -sonríe Tirofijo-. Ya es medio marxista.
– ¿Qué quiere de mí?
Armas.
Tirofijo tiene mil doscientos combatientes y planes para aumentarlos hasta treinta mil más. Pero solo tiene ocho mil rifles. Adán Barrera tiene dinero y aviones. Si sus aviones pueden sacar cocaína, tal vez puedan introducir rifles.
Por lo tanto, si quiero proteger mi fuente de cocaína, comprende Adán, tendré que hacer lo que quiere este viejo guerrero. Tendré que conseguirle armas para proteger su territorio de las milicias de extrema derecha, el ejército y, también, de los norteamericanos. Es una necesidad práctica, que a la vez entraña una dulce venganza.
– ¿Ha pensando en algún tipo de trato? -pregunta.
Sí.
Algo sencillo, dice Tirofijo.
Un kilo igual a un rifle.
Por cada rifle que Adán introduzca, las FARC permitirán que un kilo de cocaína se venda desde su territorio, a un precio rebajado para reflejar el coste del arma. Eso para un rifle normal. El AK-47 es el arma elegida, pero los M-16 o M-2 norteamericanos también son aceptables, siempre que las FARC puedan conseguir la munición adecuada gracias a los soldados o milicianos de extrema derecha capturados. Para otras armas -y Tirofijo ansia con desesperación lanzacohetes-, permitirán un kilo y medio, o incluso dos kilos.
Adán acepta sin negociar. Se le antoja que sería inapropiado regatear, casi antipatriótico. Además, este trato funcionará. Si -y es un «si» muy grande- es capaz de apoderarse de armas suficientes.
– Trato hecho -dice Adán.
Tirofijo le estrecha la mano.
– Un día se dará cuenta de que todo es política, y actuará basándose en el corazón, no en el bolsillo.