Y quieren que sea Nora quien se encargue de ello.
Para los chinos significa una garantía que Adán envíe a su adorada amante.
– De ninguna manera -dicen Adán y Raúl al mismo tiempo, aunque por motivos diferentes.
– Tú primero -dice Nora a Raúl.
– Tú y Adán no habéis hecho nada por ocultar vuestra relación -dice Raúl-. La DEA debe de tener más fotos tuyas que mías Si te arrestan, tienes mucha información dentro de esa bonita cabeza, y motivos para revelarla.
– ¿Por qué habrían de detenerme?, ¿por acostarme con tu hermano? -replica Nora. Se vuelve hacia Adán-. Tu turno.
– Es demasiado peligroso -dice-. Si algo fuera mal, te caería la perpetua.
– Entonces, tenemos que asegurarnos de que nada salga mal -dice ella.
Expone su caso: No paro de cruzar la frontera en uno u otro sentido. Soy ciudadana norteamericana, con dirección en San Diego. Soy una rubia atractiva capaz de atravesar cualquier puesto de control flirteando. Y lo más importante, es lo que desean los chinos.
– ¿Por qué? -pregunta Raúl de repente-. ¿Por qué quieres correr un riesgo así?
– Porque -dice ella sonriente-, a cambio, me haréis rica.
Espera a que asimilen la respuesta.
– Quiero al mejor tuneador de Baja -dice por fin Adán-. Máxima seguridad a ambos lados de la frontera. Fabián, que nuestra mejor gente de California se encargue de recoger la mercancía. Quiero que vayas en persona. Si algo le pasa a ella, los dos seréis responsables.
Se levanta y sale.
Nora sigue sentada y sonríe.
Raúl sigue a Adán hasta el jardín.
– ¿En qué estás pensando, hermano? -pregunta-. ¿Qué le impediría denunciarnos? ¿Qué le impediría quedarse con el dinero sin pensarlo dos veces? ¡Es una puta, por el amor de Dios!
Adán gira en redondo y agarra a Raúl de la pechera de la camisa.
– Eres mi hermano y te quiero, Raúl, pero si vuelves a hablar de ella así, dividiremos el pasador y cada uno seguirá su camino. Ahora haz el favor de encargarte de tu trabajo.
Mientras Nora espera en la cola del paso fronterizo de San Isidro, el mejor tuneador de Baja está sentado en una silla del décimo piso de un edificio de apartamentos que domina el punto de control. Está un poco nervioso porque le han pedido que garantice su trabajo: si registran el coche, Raúl Barrera le meterá un balazo en la nuca. -Para que te sientas más motivado -dice Raúl. No sabe adónde va el coche, no sabe quién lo conduce, pero sí sabe que no es normal que el dinero suba hacia el norte en lugar de bajar hacia el sur. Ha construido escondites en todo el Toyota Camry, y va cargado de millones de dólares norteamericanos. Sólo desea que a la Patrulla de Fronteras no se le ocurra pesar el coche.
Lo mismo piensa Nora. No está demasiado preocupada por una inspección visual, ni siquiera por los perros, porque los han adiestrado para oler drogas, no dinero. Aun así, han empapado con zumo de limón los fajos de billetes de cien dólares para neutralizar cualquier olor. Y el coche es nuevo. Nunca lo han utilizado para transportar droga, de modo que no hay ningún aroma residual.
No obstante, han dejado restos de arena en el suelo del conductor, y también en el asiento trasero, con algunas toallas húmedas, una sudadera con capucha y un par de chancletas viejas.
La espera de hoy en la frontera es de una hora y media, lo cual es un coñazo. Pero Adán insistió en que cruzara un domingo por la tarde, cuando hay más tráfico, miles de norteamericanos que vuelven a casa después de pasar el fin de semana en los centros de ocio baratos de Ensenada y Rosarita. Por lo tanto, Nora tiene mucho tiempo para pasarse al tercer carril, donde el agente de la Patrulla de Fronteras de servicio está en la nómina de los Barrera.
Nada se ha dejado al azar, por otra parte. Raúl se encuentra ante la ventana del apartamento y mira por unos prismáticos. Hay tres edificios de apartamentos que dominan la frontera desde el lado mexicano, y los Barrera son propietarios de los tres. Raúl ve que su agente de la Patrulla de Fronteras ocupa su puesto y alza la vista hacia el edificio de apartamentos.
Raúl teclea unos números en su busca.
El busca de Nora zumba y ve el número 666 en la diminuta pantalla, el código de los narcos para comunicar que no hay problemas. Hace una señal en dirección al conductor del Ford Explorer que lleva delante. El hombre la está mirando por el retrovisor y se desvía hacia el tercer carril, con el fin de que Nora le siga. El jeep Cherokee que viene detrás hace lo mismo para dejarle sitio. Suenan bocinas, se hacen cortes de mangas, pero Nora se coloca en el tercer carril.
Lo único que tiene que hacer ahora es esperar y ahuyentar a los escuadrones de vendedores ambulantes que recorren las colas de coches vendiendo sombreros, milagros, rompecabezas de porespán con el plano de México, gaseosas, tacos, burritos, camisetas, gorras de béisbol, cualquier cosa, a la gente aburrida que espera para cruzar. La cola de la frontera es un largo y estrecho mercado al aire libre, y Nora compra un sombrero hortera, un poncho y una camiseta con el lema mi novia fue a tijuana y solo compró esta horrenda camiseta, con el fin de reforzar su pinta de turista, y también porque siempre siente pena por los vendedores callejeros, en especial los niños.
Está a tres coches de distancia del punto de control cuando Raúl mira por los prismáticos y grita:
– ¡Joder!
El tuneador pega un bote en su silla.
– ¿Qué pasa?
– Están cambiando el turno. Mira.
Raúl mira. Un supervisor de la Patrulla de Fronteras está cambiando a los agentes a colas diferentes. Es una práctica común, pero el momento elegido no parece una simple coincidencia.
– ¿Sabrán algo? -pregunta el tuneador-. ¿Tenemos que abortar el plan?
– Demasiado tarde -contesta Raúl-. Ya no puede dar media vuelta.
La frente del tuneador se perla de sudor.
Nora ve que han cambiado al agente y piensa: Dios, por favor, ahora no, cuando estoy tan cerca. Siente que su corazón se acelera y lleva a cabo un esfuerzo deliberado por respirar lenta y profundamente. Los agentes de la frontera están entrenados para detectar signos de angustia, se dice, y tú solo quieres ser una rubia más que vuelve de un fin de semana salvaje en México.
El Ford Explorer frena en el punto de control. Está «lleno de chicanos», tal como había dicho Fabián, siguiendo parte del plan. El agente dedicará un montón de tiempo a registrar ese coche y solo dedicará a Nora una mirada superficial. El agente está haciendo un montón de preguntas, pasea alrededor del Explorer, mira por las ventanillas, examina tarjetas de identidad. El golden retriever baja y corre alrededor del vehículo, olfatea y mueve la cola.
Por una parte, es estupendo que se estén demorando con el coche, tal como habíamos planeado. Pero por otra parte, es insoportable, piensa Nora.
Por fin, el Explorer pasa y Nora frena. Apoya las gafas de sol sobre la frente, para que el agente vea sus hermosos ojos azules. Pero no le saluda ni inicia una conversación. Los agentes buscan a gente que se muestra demasiado cordial o ansiosa por complacer.
– ¿Identificación? -pregunta el agente.
Ella le enseña su permiso de conducir de California, pero ha dejado el pasaporte en el asiento del pasajero para que se vea bien. El agente se da cuenta.
– ¿Qué ha estado haciendo en México, señorita Hayden?
– He ido a pasar el fin de semana -dice ella-. Ya sabe, tomar el sol, la playa, unos cuantos margaritas.
– ¿Dónde se ha alojado?
– En el hotel Rosarita.
Lleva facturas que coinciden con su visa en el bolso.
El agente asiente.
– ¿Saben que se llevó las toallas?
– Uy.
– ¿Entra algo más en el país?
– Solo esto.