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Lo cual es estupendo, porque la heroína ha vuelto.

A la mierda los colombianos, las FARC, los chinos y todo aquello. El mercado de la cocaína está en franco declive. Hay demanda otra vez del buen Barro Mexicano en Estados Unidos, y las amapolas vuelven a llorar, esta vez de alegría. Los días de los gomeros han vuelto, y yo soy el patrón.

Lleva una vida tranquila. Se levanta temprano por la mañana y se toma el café con leche que su vieja ama de llaves le ha preparado, y luego se sienta ante el ordenador para examinar sus inversiones, supervisar sus negocios, dar órdenes. Después come embutidos y fruta, y sube al balcón para echar una siesta breve. Más tarde se levanta y da un largo paseo por la vieja carretera de tierra que corre enfrente de la casa.

Manuel le acompaña, todavía en guardia por si aparece algún peligro real. Manuel está muy contento de haber vuelto a Sinaloa, con su familia y sus amigos, si bien insiste en vivir en la pequeña casita que hay detrás de la casa principal.

Después del paseo, Adán vuelve al ordenador y trabaja hasta la hora de la cena, y luego bebe una o dos cervezas, ve un partido de fútbol o un combate de boxeo en el televisor. Algunas noches se sienta en el jardín y oye el sonido de las guitarras que llega desde el pueblo. En las noches silenciosas distingue la letra de las canciones, que hablan de las hazañas de Raúl, la traición del Tiburón, cómo engañó Adán Barrera a los federales y a los yanquis, y que nunca lo cogerán.

Se acuesta temprano.

Es una vida tranquila, una buena vida, y sería una vida perfecta de no ser por los fantasmas.

El fantasma de Raúl.

El fantasma de Nora.

Los fantasmas de una familia distanciada.

Ahora solo se comunica con Gloria a través de la red. Es la única manera segura, pero le duele que su hija sea ahora una configuración de puntos electrónicos en una pantalla. Chatean casi cada noche, y ella le envía fotos. Pero es duro no verla, ni escuchar su voz, terrible, en realidad, y también culpa a Keller de eso.

En verdad, existen más fantasmas.

Llegan cuando se acuesta y cierra los ojos.

Ve la cara de los hijos de Güero, los ve caer sobre las rocas. Oye sus voces en el viento. Nadie canta canciones sobre eso, piensa. Nadie traduce ese momento en música.

Tampoco cantan sobre El Sauzal, pero esos fantasmas también acuden.

Y el padre Juan.

Es el más reincidente.

Le reprende con dulzura. Pero no puedo hacer nada respecto a ese fantasma, piensa. Tengo que concentrarme en lo que puedo hacer.

Lo que debo hacer.

Matar a Art Keller.

Está ocupado planeando eso y dirigiendo sus negocios, mientras el mundo se desmorona a su alrededor.

Se sienta ante el ordenador y recibe el mensaje de Gloria. Pero no es su hija la que le saluda, sino su esposa, y si un mensaje pudiera chillar este lo haría.

«Adán, Gloria ha sufrido una apoplejía. Está en la clínica Scripps Mercy.»

«Dios mío, ¿qué ha pasado?»

Aunque poco común, no extraño en alguien que se halla en su estado. La presión sobre su arteria carótida resultó excesiva. Lucía había entrado en su habitación y descubrió a Gloria inconsciente. No lograron revivirla. Se halla conectada a un sistema de respiración artificial, están efectuando pruebas, pero el pronóstico no es esperanzador.

A menos que ocurra un milagro, Lucía tendrá que tomar muy pronto una decisión muy difícil.

«No la desconectes del respirador.»

«Adán…»

«No lo hagas.»

«No hay esperanza. Aunque sobreviva, dicen que se convertiría en un…»

«No lo digas.»

«Tú no estás aquí. He hablado con mi sacerdote, dice que es moralmente aceptable…»

«Me importa un bledo lo que diga un cura.»

«Adán…»

«Esta noche estaré ahí. Mañana por la mañana, a lo sumo.»

«No te reconocerá, Adán. Será como si no estuvieras.»

«Pero estaré.»

«De acuerdo, Adán. Te esperaré. Tomaremos la decisión juntos.»

Doce horas después, Adán espera en el ático del edificio de apartamentos que domina el paso fronterizo de San Isidro. Mira por unos prismáticos de visión nocturna, a la espera de la conjunción de dos circunstancias: el guardia sobornado del lado de México tiene que entrar de guardia al mismo tiempo que el agente sobornado del lado norteamericano.

Se supone que tiene que suceder a las diez, pero si no, cruzará de todas maneras.

Solo espera que ocurra.

Le facilitaría las cosas.

De todos modos, no correrá más riesgos de los necesarios. Tiene que llegar al hospital, así que espera al cambio de guardia en los pasos fronterizos, y entonces suena el teléfono. Aparece el número 7 en la pantalla.

– Adelante.

Dos minutos después está en el aparcamiento, delante de un Lincoln Navigator robado aquella mañana en Rosarito y provisto de matrícula nueva. Un joven nervioso le abre la puerta. No puede tener más de veintidós o veintitrés años, piensa Adán, le tiembla la mano y está cubierta de sudor, y por un momento Adán se pregunta si es porque está nervioso o porque le han tendido una trampa.

– Supongo que eres consciente de que -dice-, si me traicionas, toda tu familia morirá.

– Sí.

Adán entra en la parte de atrás, donde otro joven, tal vez el hermano del conductor, quita la almohadilla del asiento trasero y deja al descubierto un hueco. Adán entra, se tiende, aplica el respirador a la nariz y la boca, y empieza a respirar oxígeno al tiempo que vuelven a poner el asiento en su sitio. Oye el zumbido del destornillador eléctrico cuando vuelven a colocar los tornillos.

Adán está encerrado en el hueco.

Se parece demasiado a un ataúd.

Reprime el pánico inicial de la claustrofobia y se obliga a respirar lenta e ininterrumpidamente. No puedes malgastar aire hiperventilando, se dice. Las emisoras de radio citan que la espera en la cola es de cuarenta y cinco minutos, pero ese cálculo podría ser erróneo, y aún tendrán que conducir unos minutos más, hasta encontrar un lugar lo bastante aislado para detenerse y sacarle.

Eso si todo va bien.

Si no es una trampa.

Todo cuanto deberían hacer, piensa, para ganar una enorme recompensa es conducirte hasta una comisaría de policía: Adivine lo que llevamos en el maletero. O peor aún, podrían estar a sueldo de alguno de tus enemigos, y les bastaría con conducir hasta un cañón del desierto aislado y dejar el todoterreno allí. Abandonarte hasta que te asfixies o el sol te cueza. O meter un trapo en el tubo de escape, encenderlo y…

No pienses en esas cosas, se dice.

Piensa que todo saldrá como habías planeado, que estos chicos son leales (han tenido muy poco tiempo para preparar una traición), que cruzarás la frontera gracias a los sobornos, y que dentro de tres horas o así estarás sujetando la mano de Gloria.

Y tal vez sus ojos se abrirán, tal vez se producirá un milagro.

Así que respira poco a poco y espera.

El tiempo pasa despacio en un ataúd.

Hay mucho tiempo para pensar.

En una hija agonizante.

En niños arrojados desde un puente.

En el infierno.

Mucho tiempo para pensar.

Entonces oye voces ahogadas. El agente de la Patrulla de Fronteras está haciendo preguntas. ¿Cuánto tiempo han estado en México? ¿A qué han ido? ¿Traen algo? ¿Les importa si miro atrás?

Adán oye que la puerta del vehículo se abre y después se cierra.

Se mueven de nuevo.

Adán lo percibe por el sutil cambio que se produce en el hueco. Tal vez sean imaginaciones suyas, o tal vez el aire sea un poco más fresco dentro del fétido contenedor, y respira con un poco más de facilidad cuando el coche acelera.