– ¡No!-dice Art-. Dime dónde.
– La catedral -dice Adán-. El padre Juan garantizará la seguridad de ambos. Si veo a un solo poli, Art, será hombre muerto.
De fondo, además de los gemidos de Ernie, Art oye algo que le provoca, si es posible, más escalofríos todavía.
«¿Qué sabes de Cerbero?»
Art se arrodilla en el confesionario…
La rejilla se desliza a un lado. Art no puede distinguir la cara que hay detrás de la rejilla, lo cual, supone, es fundamental en esta farsa sacrílega.
– Te lo advertimos una y otra vez -dice Adán-, y no nos hiciste caso.
– ¿Está vivo?
– Está vivo -dice Adán-. Ahora te toca a ti mantenerle con vida.
– Si muere, te encontraré y te mataré.
– ¿Quién es Mamada?
Art ya lo ha pensado todo. Si revela a Adán que Mamada no existe, le meterán una bala en la cabeza a Ernie al instante. Tiene que evitarlo.
– Entrégame antes a Hidalgo.
– Ni hablar.
– En ese caso, creo que no tenemos nada más que decir -dice Art, y su corazón casi se para.
Empieza a levantarse cuando le dice Adán:
– Tienes que darme algo, Art. Algo que pueda entregarles.
Art vuelve a arrodillarse. Perdóname, padre, porque estoy a punto de pecar.
– Cancelaré todas las operaciones contra la Federación -dice-. Abandonaré el país, dimitiré de la DEA.
Porque, qué coño, es lo que todo el mundo quiere que haga, sus jefes, su gobierno, su propia esposa. Si puedo terminar con este círculo vicioso y estúpido a cambio de la vida de Ernie…
– ¿Te irás de México? -pregunta Adán.
– Sí.
– ¿Y dejarás en paz a nuestra familia?
Ahora que mi hija ha nacido tullida por tu culpa.
– Sí.
– ¿Cómo sé que cumplirás tu palabra?
– Lo juro por Dios.
– No me sirve.
No, claro.
– Aceptaré el dinero -dice Arthur-. Abre una cuenta a mi nombre, retiraré los fondos. Después libera a Ernie. Cuando aparezca, te diré la identidad de Mamada. -Y te irás.
– Ni un segundo después de lo necesario, Adán.
Art espera una eternidad mientras Adán medita. Durante la espera, reza en silencio a Dios y al diablo para que acepte el trato.
– Cien mil -dice Adán-. Serán enviados por giro telegráfico a una cuenta numerada del First Georgetown Bank, Gran Caimán. Te telefonearé para darte las cifras. Retirarás setenta mil por giro telegráfico. En cuanto veamos la transacción, soltaremos a tu hombre. Saldrás de México en el vuelo siguiente. Y no vuelvas nunca, Art.
La ventana se cierra.
Las olas se alzan ominosamente, y después rompen contra su cuerpo.
Oleadas de dolor cada vez más grandes.
Ernie quiere más drogas.
Oye que la puerta se abre.
¿Vienen con más drogas?
¿O más dolor?
Güero mira al poli norteamericano. Las decenas de pinchazos, donde introdujeron el punzón para el hielo, están cubiertas de pus e infectadas. Tiene la cara amoratada e hinchada debido a las palizas. Las muñecas, los pies y los genitales están quemados a causa de los electrodos, y el culo… El hedor es horrendo: las heridas infectadas, el pis, la mierda, el sudor acre.
Lávale, había ordenado Adán. ¿Quién es Adán Barrera para dar órdenes? Yo ya mataba hombres cuando él todavía vendía tejanos a quinceañeros. Y ahora vuelve diciendo que ha llegado a un acuerdo (sin el permiso ni el conocimiento de M-1) para liberar a este hombre, ¿a cambio de qué? ¿Promesas vacías de otro poli norteamericano? ¿Quién va a cumplirlas, después de ver a su camarada torturado y mutilado?, se pregunta Güero. ¿A quién piensa tomar el pelo Adán? Hidalgo tendrá suerte si sobrevive al viaje en coche. Aun así, lo más probable es que pierda las piernas, tal vez los brazos. ¿Qué clase de paz cree Adán que comprará con este montón de carne ensangrentado, hediondo y podrido?
– Vamos a llevarte a casa -dice después de acuclillarse junto a Hidalgo.
– ¿A casa?
– Sí -dice Güero-, ya puedes irte a casa. Duerme. Cuando despiertes, estarás en casa.
Clava la aguja en la vena de Ernie y empuja el émbolo. El Barro Mexicano tarda solo un segundo en surtir efecto. El cuerpo de Ernie se agita y sus piernas patalean. Dicen que un chute de heroína es como besar a Dios.
Art contempla el cadáver desnudo de Ernie.
En posición fetal dentro de una sábana de plástico negro, tirado en la cuneta de una carretera de tierra de Badiraguato. Las costras de sangre ennegrecida resaltan contra el brillante plástico negro. Aún lleva puesta la venda negra. Por lo demás, está desnudo, y Art puede ver las heridas abiertas, por donde le introdujeron el punzón para el hielo y le rasparon los huesos, las quemaduras de los electrodos, las señales de violación anal, las marcas de agujas de las inyecciones de lidocaína y heroína en los brazos.
¿Qué he hecho?, se pregunta Art. ¿Por qué otra persona ha tenido que pagar por mi obsesión?
Lo siento, Ernie. Lo siento muchísimo.
Y lo van a pagar muy caro, que Dios me ayude.
Hay polis (federales y policías del estado de Sinaloa) por todas partes. La policía estatal fue la primera en llegar y saboteó el lugar del crimen, borró las huellas de los neumáticos, las pisadas, las huellas dactilares, cualquier prueba que pudiera relacionar a alguien con el crimen. Ahora los federales han asumido el control y recorren el lugar de una punta a otra, para asegurarse de que no queda ninguna prueba.
El comandante se acerca a Art.
– No se preocupe, señor -dice-, no descansaremos hasta encontrar al que lo hizo.
– Sabemos quién lo hizo -contesta Art-. Miguel Ángel Barrera.
Shag Wallace pierde los estribos.
– ¡Maldita sea, si tres de sus jodidos tíos le raptaron!
Art lo separa. Le retiene contra el coche, cuando un jeep aparece a toda velocidad, Ramos salta de él y corre hacia Art.
– Le hemos encontrado -dice Ramos.
– ¿A quién?
– A Barrera -dice Ramos-. Tenemos que irnos ya.
– ¿Dónde está?
– En El Salvador.
– ¿Cómo…?
– Por lo visto, la novieta de M-1 añora su hogar -dice Ramos-. Ha llamado a sus papás.
El Salvador
Febrero de 1985
El Salvador es un pequeño país del tamaño de Massachusetts, situado en la costa del Pacífico del istmo de América Central. Art sabe que no es una república bananera como su vecina del este, Honduras, sino una república cafetera, cuyos trabajadores tienen tal fama de laboriosidad que los llaman los «alemanes de América Central».
Tanto trabajar no les ha servido de mucho. Las llamadas Cuarenta Familias, un dos por ciento de la población de tres millones y medio de habitantes, siempre han estado en posesión de casi toda la tierra fértil, sobre todo en forma de grandes plantaciones de café. Cuanta más tierra se dedicaba a cultivar café, menos tierra se dedicaba al cultivo de alimentos, y a mediados del siglo XIX casi todos los campesinos de El Salvador se morían de hambre.
Art contempla la campiña verde. Desde el aire se ve plácida y hermosa, pero sabe que es un campo de muerte.
Las matanzas empezaron en la década de 1980, cuando los campesinos empezaron a engrosar las filas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), o de los sindicatos obreros, mientras estudiantes y sacerdotes se erigían en líderes del movimiento a favor de la reforma de la tierra y el trabajo. Las Cuarenta Familias respondieron formando una milicia de extrema derecha llamada ORDEN, y la orden que habían recibido era la orden de siempre.
ORDEN, casi todos sus miembros oficiales en activo del ejército salvadoreño, puso manos a la obra. Campesinos, obreros, estudiantes y sacerdotes empezaron a desaparecer, y sus cuerpos aparecían en carreteras secundarias, o sus cabezas en los patios de recreo de los colegios, a modo de ejemplo.