Parada localiza a un monseñor.
– ¿Ha visto a Antonucci?
Se refiere al cardenal Antonucci, el nuncio papal, el más alto representante del Vaticano en México.
– Está diciendo misa en la catedral.
– La ciudad no necesita una misa -dice Parada-. Necesita electricidad y agua. Comida, sangre y plasma.
– Las necesidades espirituales de la comunidad…
– Sí, sí, sí, sí -dice Parada, y se aleja.
Necesita pensar, ordenar sus ideas. Hay que organizar muchas cosas, la gente tiene muchas necesidades. Es abrumador. Saca un paquete de cigarrillos del bolsillo y se dispone a encender uno.
Una voz, una voz de mujer, surge de la oscuridad.
– Apague eso. ¿Está loco?
Sopla la cerilla. Enciende su linterna e ilumina la cara de la mujer. Un rostro de una belleza extraordinaria, incluso bajo la capa de polvo y mugre.
– Cañerías de gas reventadas -dice ella-. ¿Quiere que saltemos todos por los aires?
– Hay incendios por todas partes -contesta él.
– En ese caso, supongo que no nos hace falta uno más, ¿eh?
– No, supongo que no -dice Parada-. Usted es norteamericana.
– Sí.
– Ha llegado enseguida.
– Estaba aquí cuando ocurrió.
– Ah.
La examina de pies a cabeza. Siente el fantasma de una emoción largo tiempo olvidada. La mujer es menuda, pero tiene algo de guerrera. Una auténtica resentida. Quiere luchar, pero no sabe contra qué o cómo.
Como yo, piensa.
Extiende una mano.
– Juan Parada.
– Nora.
Solo Nora, observa Parada. Sin apellido.
– ¿Vives en Ciudad de México, Nora?
– No, vine por negocios.
– ¿A qué clase de negocios te dedicas?
Ella le mira a los ojos.
– Soy una call girl.
– Me temo que no…
– Una prostituta.
– Ah.
– ¿A qué te dedicas tú?
Él sonríe.
– Soy cura.
– No vas vestido de cura.
– Tú no vas vestida de prostituta -replica él-. De hecho, soy algo peor que un cura, soy un obispo. Un arzobispo.
– ¿Eso es mejor que obispo?
– Desde el punto de vista jerárquico, era más feliz de cura.
– ¿Y por qué no vuelves a ser cura?
Él sonríe y asiente.
– Debo deducir que eres una call girl de mucho éxito. -Sí -admite Nora-. Apuesto a que es usted un arzobispo de mucho éxito.
– De hecho, estoy pensando en dejarlo.
– ¿Por qué?
– No estoy seguro de seguir creyendo.
Nora se encoge de hombros.
– Finja.
– ¿Fingir?
– Es fácil. Yo lo hago siempre.
– Ah. Aaah, ya entiendo. -Parada nota que se ruboriza-. Pero ¿por qué debería fingir?
– Por el poder -dice Nora. Al ver que Parada parece confuso, continúa-: Un arzobispo debe de ser muy poderoso, ¿verdad?
– En cierto sentido.
Nora asiente.
– Yo me acuesto con hombres poderosos. Sé que cuando quieren que se haga algo, se hace.
– ¿Y?
– Pues que hay que hacer muchas cosas -dice Nora mientras señala el parque que les rodea.
– Ah.
Por la boca de los niños, piensa Parada. Ya no digamos de las prostitutas.
– Bien, ha sido agradable hablar contigo -dice-. Deberíamos mantenernos en contacto.
– ¿Una puta y un obispo?
– Está claro que no has leído la Biblia -dice Parada-. ¿El Nuevo Testamento? ¿Te suena María Magdalena?
– No.
– En cualquier caso, sería estupendo que fuéramos amigos -dice, y añade enseguida-: No me refiero a ese tipo de amistad. Hice voto… Solo quiero decir… Me gustaría que fuéramos amigos.
– Creo que a mí también.
Parada saca una tarjeta del bolsillo.
– Cuando las cosas se tranquilicen, ¿querrías llamarme?
– Sí, lo haré.
– Estupendo. Bueno, será mejor que me vaya. Tengo cosas que hacer.
– Yo también.
Parada vuelve hacia la tienda del Socorro Católico.
– Empiece a averiguar el nombre de estos niños -ordena a un sacerdote-, y después cotéjelos con la lista de muertos, desaparecidos y supervivientes. Alguien tendrá una lista de padres que buscan a sus hijos. Compare ambas.
– ¿Quién es usted? -pregunta el sacerdote.
– Soy el arzobispo de Guadalajara -contesta Parada-. Ponga manos a la obra. Y que otra persona se encargue de conseguir comida y mantas para esos niños.
– Sí, Ilustrísima.
– Y necesitaré un coche.
– ¿Ilustrísima?
– Un coche -dice Parada-. Necesitaré un coche para ir a ver al nuncio.
La residencia de Antonucci se encuentra al sur de la ciudad, lejos de las zonas más afectadas. La electricidad funcionará, las luces estarán encendidas. Lo más importante, los teléfonos funcionarán.
– Muchas calles están cortadas, Ilustrísima.
– Y muchas no -replica Parada-. Ustedes siguen aquí parados. ¿Por qué?
Dos horas después, el nuncio papal, el cardenal Girolamo Antonucci, regresa a su residencia y se encuentra al personal inquieto y al arzobispo Parada en su despacho, con los pies apoyados sobre la mesa, fumando un cigarrillo y dando órdenes por teléfono.
Parada levanta la vista cuando Antonucci entra.
– ¿Puede traernos un poco de café? -pregunta Parada-. La noche va a ser larga.
Y mañana, el día será más largo todavía.
Placeres culpables.
Café caliente y fuerte. Pan recién horneado.
Y gracias a Dios, Antonucci es italiano y fuma, piensa Parada mientras inhala en sus pulmones el más culpable de todos los placeres culpables, al menos entre los que están al alcance de un sacerdote.
Exhala el humo y ve que se eleva hacia el techo, y escucha a Antonucci mientras deja su taza sobre la mesa y habla con el ministro del Interior.
– He hablado en persona con Su Santidad, y desea que asegure al gobierno de su amado pueblo de México que el Vaticano está dispuesto a ofrecer toda la ayuda que pueda, pese al hecho de que no disfrutamos de relaciones diplomáticas oficiales con el gobierno de México.
Antonucci parece un pájaro, piensa Parada.
Un pájaro diminuto con un pico pequeño y pulcro.
Le enviaron desde Roma ocho años antes con la misión de devolver oficialmente México al redil después de más de cien años de anticlericalismo gubernamental oficial, desde que la Ley Lerdo de 1856 se había incautado de las inmensas haciendas propiedad de la Iglesia y las había vendido a continuación. La constitución revolucionaria de 1857 había despojado de poder a la Iglesia, y el Vaticano se desquitó excomulgando a todo mexicano que tomara el juramento constitucional.
Por lo tanto, durante un siglo había existido una tregua endeble entre el Vaticano y el gobierno mexicano. Las relaciones oficiales nunca se habían reanudado, pero ni siquiera a los socialistas más radicales del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que ha gobernado México con un sistema de partido único pseudo-democrático desde 1917, se les ocurriría intentar abolir la Iglesia por completo en un país de campesinos creyentes. En consecuencia, se han producido pequeños hostigamientos, como la prohibición de la indumentaria clerical, pero en general ha existido un acuerdo más o menos forzado entre el gobierno y el Vaticano.
Pero el objetivo del Vaticano ha sido siempre recuperar el rango legal en México, y como político del ala ultraconservadora de la Iglesia, Antonucci ha sermoneado a Parada y a los demás obispos en el sentido de que «no debemos permitir que los creyentes mexicanos caigan en manos de los ateos comunistas».
Por lo tanto, es natural, piensa Parada, que Antonucci considere el terremoto una buena oportunidad. Presentar la muerte de diez mil fieles como la forma elegida por Dios para doblegar al gobierno.